Las mafias del contrabando, la defraudación
aduanera y la evasión fiscal se han incrustado en la SAT
La corrupción enraizada en las entrañas del Estado
está carcomiendo las instituciones gubernamentales, cobrando vidas en las
barriadas de las ciudades y en los hospitales públicos, y amenazando con
destruir nuestra endeble democracia. La crisis actual puede ser interpretada
como el acabose del sistema político que hemos ido conformando desde el fin de
los (antiguos) gobiernos militares.
Pero la crisis –y perdón por el cliché- también debe
ser interpretada como una oportunidad de rescatar, reconstruir y repensar las
instituciones estatales necesarias para que el país tenga viabilidad y eluda la
inminencia del estado fallido que lo amenaza desde hace tiempo. Así, la situación
actual nos apremia a emprender urgentemente reformas institucionales.
Son muchas las instituciones que, como parte de un
esfuerzo nacional para combatir la corrupción, demandan una reforma más o menos
profunda: la Contraloría de Cuentas, el Ministerio Público, el Congreso de la
República, las cortes de justicia, el sistema de servicio civil, o el sistema
electoral. Para empezar, es evidente que existe una tarea que realizar en
cuanto a reconstruir la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT-,
epicentro de la actual crisis.
El que las mafias del contrabando, la defraudación
aduanera y la evasión fiscal se hayan incrustado en la SAT se debe, claro está,
a que las personas equivocadas han estado a cargo de dirigir (o de nominar a
quienes dirigen) las operaciones de esa institución. Pero también se debe a que
el diseño administrativo y de gobierno interno de la SAT tiene enormes debilidades.
Diversas opiniones (incluyendo el reciente
pronunciamiento del G40) coinciden en que es preciso realizar modificaciones
legales y operativas a la SAT. Algunas de las principales reformas tienen que
ver con una debilidad evidente de la SAT: su gobierno corporativo. Esto se
refiere al conjunto de principios y normas que regulan el diseño, integración y
funcionamiento de los órganos de gobierno de la institución, y la división de
poderes entre sus actores principales (el gobierno, el Directorio, la Alta
Administración y los empleados).
Lo primero, pues, es delimitar las responsabilidades
de cada órgano interno. El Directorio debe ser quien defina la estrategia
institucional y nombre al Superintendente y a los intendentes. El
Superintendente debe ser la autoridad administrativa a cargo de la gestión del
día a día. Hoy esos roles están confundidos: el Superintendente no responde al
Directorio sino a quien lo nombra, el Presidente de la República, lo cual
politiza innecesariamente a la institución.
Otras reformas legales incluyen revisar la forma de
elección de sus directores y funcionarios, para que los electos sean personas
de demostrada capacidad, honradez y probidad, sin conflictos de interés entre
su vida privada y la administración tributaria. Y hay que obligar a la SAT a
someterse a procesos de auditoría y fiscalización independientes.
Paralelamente hay que aplicar mejoras administrativas
para instaurar una verdadera carrera administrativa. Deben además modernizarse
y simplificarse los procesos internos de la institución y del sistema
tributario existente, para reducir los márgenes de discrecionalidad de los
funcionarios a cargo de la recaudación. Asimismo, urge modernizar, sistematizar
e introducir tecnología en los procesos recaudatorios (incluyendo las aduanas),
así como en la publicación (rendición de cuentas) de los procedimientos y
resultados utilizados.
Para que estas reformas puedan hacerse realidad, es necesario que
confluyan tres factores. Primero, debe haber una propuesta técnica realista y
bien planteada. Para ello hay ya varias iniciativas ciudadanas en marcha que
pueden proporcionar los insumos necesarios. Segundo, debe existir voluntad
política para aprobar e impulsar las reformas. Pese a la pérdida de
credibilidad de los estamentos políticos, la crisis puede crear el momento
político para que las reformas avancen. Y, tercero, se debe producir la
suficiente presión social –como la que parece estarse generando en días
recientes- para obligar a las autoridades, a los líderes y a los políticos a
satisfacer el clamor popular por un Estado más eficiente, más transparente y
menos corrupto. Se necesita un esfuerzo unitario de la sociedad para lograrlo.
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