sábado, 9 de mayo de 2015

Reforma Institucional: la SAT

Las mafias del contrabando, la defraudación aduanera y la evasión fiscal se han incrustado en la SAT

La corrupción enraizada en las entrañas del Estado está carcomiendo las instituciones gubernamentales, cobrando vidas en las barriadas de las ciudades y en los hospitales públicos, y amenazando con destruir nuestra endeble democracia. La crisis actual puede ser interpretada como el acabose del sistema político que hemos ido conformando desde el fin de los (antiguos) gobiernos militares.
Pero la crisis –y perdón por el cliché- también debe ser interpretada como una oportunidad de rescatar, reconstruir y repensar las instituciones estatales necesarias para que el país tenga viabilidad y eluda la inminencia del estado fallido que lo amenaza desde hace tiempo. Así, la situación actual nos apremia a emprender urgentemente reformas institucionales.
Son muchas las instituciones que, como parte de un esfuerzo nacional para combatir la corrupción, demandan una reforma más o menos profunda: la Contraloría de Cuentas, el Ministerio Público, el Congreso de la República, las cortes de justicia, el sistema de servicio civil, o el sistema electoral. Para empezar, es evidente que existe una tarea que realizar en cuanto a reconstruir la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT-, epicentro de la actual crisis.
El que las mafias del contrabando, la defraudación aduanera y la evasión fiscal se hayan incrustado en la SAT se debe, claro está, a que las personas equivocadas han estado a cargo de dirigir (o de nominar a quienes dirigen) las operaciones de esa institución. Pero también se debe a que el diseño administrativo y de gobierno interno de la SAT tiene enormes debilidades.
Diversas opiniones (incluyendo el reciente pronunciamiento del G40) coinciden en que es preciso realizar modificaciones legales y operativas a la SAT. Algunas de las principales reformas tienen que ver con una debilidad evidente de la SAT: su gobierno corporativo. Esto se refiere al conjunto de principios y normas que regulan el diseño, integración y funcionamiento de los órganos de gobierno de la institución, y la división de poderes entre sus actores principales (el gobierno, el Directorio, la Alta Administración y los empleados).
Lo primero, pues, es delimitar las responsabilidades de cada órgano interno. El Directorio debe ser quien defina la estrategia institucional y nombre al Superintendente y a los intendentes. El Superintendente debe ser la autoridad administrativa a cargo de la gestión del día a día. Hoy esos roles están confundidos: el Superintendente no responde al Directorio sino a quien lo nombra, el Presidente de la República, lo cual politiza innecesariamente a la institución.
Otras reformas legales incluyen revisar la forma de elección de sus directores y funcionarios, para que los electos sean personas de demostrada capacidad, honradez y probidad, sin conflictos de interés entre su vida privada y la administración tributaria. Y hay que obligar a la SAT a someterse a procesos de auditoría y fiscalización independientes.
Paralelamente hay que aplicar mejoras administrativas para instaurar una verdadera carrera administrativa. Deben además modernizarse y simplificarse los procesos internos de la institución y del sistema tributario existente, para reducir los márgenes de discrecionalidad de los funcionarios a cargo de la recaudación. Asimismo, urge modernizar, sistematizar e introducir tecnología en los procesos recaudatorios (incluyendo las aduanas), así como en la publicación (rendición de cuentas) de los procedimientos y resultados utilizados.
Para que estas reformas puedan hacerse realidad, es necesario que confluyan tres factores. Primero, debe haber una propuesta técnica realista y bien planteada. Para ello hay ya varias iniciativas ciudadanas en marcha que pueden proporcionar los insumos necesarios. Segundo, debe existir voluntad política para aprobar e impulsar las reformas. Pese a la pérdida de credibilidad de los estamentos políticos, la crisis puede crear el momento político para que las reformas avancen. Y, tercero, se debe producir la suficiente presión social –como la que parece estarse generando en días recientes- para obligar a las autoridades, a los líderes y a los políticos a satisfacer el clamor popular por un Estado más eficiente, más transparente y menos corrupto. Se necesita un esfuerzo unitario de la sociedad para lograrlo.

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