Las autoridades que han dirigido ese ente
han incumplido flagrantemente con los mandatos de su Ley Orgánica
La renuncia de la Vicepresidente Baldetti debe ser
apenas el inicio de muchas acciones de la sociedad dentro de una guerra total
contra la corrupción. La corrupción,
dice el Papa Francisco, es “una obra de las tinieblas, sostenida por la
sospecha y la intriga”. Su combate demanda un esfuerzo social e institucional
efectivo. Y una pieza clave de ese esfuerzo debe ser la institución que está
llamada a ser la pieza central del fortalecimiento de la transparencia,
probidad y credibilidad de la gestión pública y del proceso de rendición de cuentas,
como medios de lucha contra la corrupción, el peculado, el tráfico de
influencias, la malversación de fondos y el desvío de recursos públicos: la
Contraloría de Cuentas.
“Nuestro querido país está enfermo de corrupción”, han
dicho los obispos guatemaltecos en su reciente comunicado. Si esa enfermedad ha
llegado al intolerable nivel que hoy nos indigna, se debe en gran medida a que
la Contraloría de Cuentas no ha cumplido con su rol. Y, contrario a la
tendencia natural que dice que esos fallos pueden deberse a un marco legal
inadecuado, en el caso de la Contraloría el problema no ha sido que su Ley
Orgánica tenga defectos, sino más bien el problema ha sido que las autoridades
que han dirigido ese ente han incumplido flagrantemente con los mandatos que
dicha ley les confiere.
De manera que, más importante que reformar la Ley
Orgánica de la Contraloría de Cuentas, el esfuerzo inicial de reforma
institucional debería centrarse en cumplir y hacer cumplir la ley vigente.
Veamos sólo algunos ejemplos de mandatos contenidos en la ley que, bien sea por
desidia o por llana complicidad con los corruptos, son incumplidos impunemente
–y desde hace muchos años- por las autoridades de esa institución.
Por ejemplo, la ley manda a la Contraloría auditar,
emitir dictamen y rendir informe de los estados financieros, ejecución y
liquidación del presupuesto de ingresos y egresos del Estado y de las entidades
autónomas y descentralizadas, enviando los informes correspondientes al
Congreso de la República. Este manato es incumplido no sólo por la Contraloría,
sino que también por el Congreso que ni se da por enterado de esos informes que
deberían ser cruciales para la fiscalización del buen uso de los recursos
públicos.
La ley también manda a la Contraloría a promover de
oficio y ser parte actora de los juicios de cuentas en contra de funcionarios y
empleados públicos, así como de representantes legales de ONGs y fideicomisos
públicos; en la práctica, tales juicios son prácticamente inexistentes. La
Contraloría también debe investigar de oficio cuando por cualquier medio tenga
conocimiento de un acto de presunto enriquecimiento ilícito, tráfico de
influencias, cohecho, peculado, malversación, fraude, exacción ilegal, cobro
indebido, falsedad material y otros hechos que constituyan delito por parte de funcionarios
públicos. En la práctica: casi ninguna denuncia presentada ante el Ministerio
Público.
La Contraloría también está facultada por ley a
nombrar interventores en los asuntos de su competencia, de carácter temporal,
en los organismos, instituciones o entidades sujetas a control, cuando se
compruebe que se está comprometiendo su estabilidad económica‐financiera. ¡Cuánto
bien habría hecho si la Contraloría hubiese nombrado oportunamente
interventores en la SAT, los puertos, el Renap, los hospitales públicos o
cualquier otra entidad donde se sabe que la corrupción campea impunemente!
La ley también ordena a la Contraloría realizar
evaluaciones de campo y determinar el impacto de los programas y proyectos
gubernamentales, así como fiscalizar físicamente las obras públicas y de
infraestructura en cualquier etapa del proceso, evaluando la calidad de las
mismas. Si la Contraloría cumpliera con ese mandato, el desperdicio del gasto
público se reduciría enormemente.
Convendría, pues, encauzar la indignación y las manifestaciones
ciudadanas contra la corrupción hacia acciones concretas de auditoría social
que obliguen a un rescate de las instituciones que tienen el mandato
constitucional de evitar que el Estado se siga enfermando de corrupción. La
Contraloría es, por muchas razones, la primera de tales instituciones que debe
ser depurada y rescatada de las garras de ese mal que ella misma está llamada a
combatir.
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