jueves, 26 de marzo de 2015

Prosperidad y Globalización

Aunque la globalización ha reducido la desigualdad entre países, la ha incrementado al interior de las sociedades

La semana pasada, la inauguración de la suntuosa sede del Banco Central Europeo en Frankfurt, Alemana, fue objeto de agresivas manifestaciones anti-capitalistas. Una prueba más de que la globalización y el capitalismo están bajo ataque ideológico. La crisis financiera de 2008, el estancamiento de las clases medias en muchos países industrializados y las evidentes inequidades en los países pobres han sembrado dudas sobre la capacidad del sistema de crear una sociedad más funcional y justa.
Aunque esa sea la percepción generalizada, la realidad incontestable –basada en evidencia numérica- es que el capitalismo ha generado aumentos masivos en los niveles de prosperidad, especialmente en Occidente, durante los siglos XIX y XX. En décadas recientes, el sistema capitalista ha sacado rápidamente a cientos de millones de personas de la pobreza en muchos países emergentes.
La principal virtud del capitalismo no es tanto que sea el sistema más eficiente para asignar los recursos escasos (tal como los economistas lo vemos), sino que ha sido un sistema capaz de generar innovación y de producir soluciones concretas a problemas humanos (desde transporte veloz, hasta antibióticos que salvan vidas). Si se entiende por prosperidad el cúmulo de soluciones disponibles para resolver problemas humanos, entonces el capitalismo (y sus episodios recurrentes de globalización) ha hecho un gran trabajo en favor de la prosperidad. Ningún otro sistema económico ha logrado generar más soluciones a los problemas materiales de la humanidad en tan corto tiempo.
Y lo  ha logrado creando un entorno donde los incentivos generan una oferta abundante de soluciones a los problemas cotidianos, donde se seleccionan las mejores soluciones mediante la competencia y donde las mejores soluciones se multiplican a la vez que las peores soluciones se eliminan. Ese es el proceso generador de soluciones al que el gran economista Joseph Schumpeter denominó “destrucción creadora”.
Pero el mercado libre, que es el plasma en el cual flota el capitalismo, suele tener fallas; y cuando éstas surgen, el Estado (la sociedad y sus pactos) entra a regular el mercado para que funcione bien, favoreciendo a los procesos económicos que resuelven problemas. Esa intervención estatal en pro del mercado contribuye a construir confianza y cooperación (capital social) que también contribuyen a la prosperidad.
Las olas recurrentes de globalización, que profundizan y esparcen el capitalismo, han sido acusadas de muchas falencias económicas y sociales. Pero un gran número de estudios ha comprobado la influencia positiva que la globalización ha tenido sobre muchas variables clave. Varios de esos estudios, que están basados en el Índice de globalización (un indicador que mide la conectividad, integración e interdependencia global de los países en las esferas cultural, ecológica, económica, política, social y tecnológica), recopilado y procesado por el Instituto de investigación económica KOF de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, demuestran que la globalización ha incrementado el crecimiento económico, ha promovido la igualdad de género, y ha mejorado el respeto a los derechos humanos.
Sin embargo, dichos estudios revelan un aspecto negativo: aunque la globalización ha reducido la desigualdad entre países, la ha incrementado al interior de las sociedades. Este resultado indeseable es contrario a lo que la teoría de la ventaja competitiva (formulada por David Ricardo, uno de los padres de la ciencia económica) habría predicho. La teoría de Ricardo sostenía que el libre comercio tendería a elevar los salarios de los trabajadores de menores ingresos (tal como ocurrió en la globalización del siglo XVIII). Pero no se replicó en la globalización actual.
Una explicación a este enigma ha sido esbozada por el premio Nobel Eric Maskin: la era de la informática ha hecho que sean las clases medias de los países pobres las que se beneficien más al igualarse, a través de la conectividad, con las clases medias de los países ricos. Los más pobres de los países pobres, en cambio, han quedado aislados y rezagados. Si esa teoría es válida, Maskin plantea un desafío esencial a quienes creemos en la globalización: ¿cómo aprovechar sus innegables beneficios sin condenar al rezago a los más pobres entre los pobres?

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