Según la escala de valores imperante en la política nacional, el santo patrono de nuestros políticos bien
podría ser Poncio Pilato
La suspensión (provisional) de varios artículos de la
ley del presupuesto estatal para el ejercicio fiscal 2015, recientemente
decretada por la Corte de Constitucionalidad, es una bocanada de esperanza para
quienes creemos que aún es posible evitar en el año electoral un deterioro (aún
mayor al existente) en la transparencia y efectividad del gasto público. Y
aunque la suspensión pude ser revertida en la resolución final de la Corte,
hasta ahora representa una reivindicación moral para quienes –resistiéndonos al
pragmatismo imperante- creemos que la política debe estar acotada por
principios éticos elementales.
Hace algunas semanas, en una conversación con un grupo
de amigos –que incluyó algún politólogo allegado al partido de gobierno-
escuché severas críticas a la posición pública del G40 –grupo de analistas
económicos y expertos fiscales- en la que señalaba que la forma en que el
Congreso aprobó el presupuesto había generado varias disposiciones atentatorias
contra la transparencia y calidad del gasto. Entre tales disposiciones destacan
la que autoriza que se contraten ONGs para la ejecución de obra pública, la que
permite ejecutar gasto sin contar con los certificados de disponibilidad
presupuestaria (normas que contradicen los preceptuado en la Ley Orgánica del
Presupuesto), o la que establece una partida de gasto sin fin específico de más
de Q1,900 millones a cargo del Ministerio de Comunicaciones.
Quienes criticaban la posición del G40 –todos ellos
personas serias y decentes- aducían que ésta era ingenua, ya que lo actuado por
el Congreso no solo era legal sino que, además, el Legislativo estaba en su
derecho de aprobar una ley (la anual del presupuesto) que contradijera
claramente lo dispuesto por otra (la Ley Orgánica del Presupuesto) si ello
convenía coyunturalmente a sus intereses políticos. En otras palabras, que los
técnicos (ya sea del G40 o de las comisiones legislativas que diseñaron la Ley
Orgánica del Presupuesto) pueden aducir lo que quieran, pero que los políticos
son los que mandan.
De nada sirvió tratar de explicarle a los críticos que
el punto central del G40 era de naturaleza ética: el presupuesto aprobado no
sólo contradice la letra y el espíritu de la Ley Orgánica, sino que significa
un enorme riesgo (casi una certeza) de que el presupuesto de 2015 se ejecutará
con opacidad, ineficiencia y corrupción. Evocar valores éticos no parece ser de
utilidad en una realidad como la nuestra, agobiada por un sistema político en
el que el objetivo principal de la política ya no es ejercer el poder para
impulsar ideas, sino acceder a los recursos públicos para enriquecerse. Aquí,
introducir el tema ético en el debate solo conduce a un inútil juego de
palabras.
En este ambiente, quien quiera tener éxito en la
política parece estar condenado a practicar el nihilismo moral que le quite el
lastre de la ética para poder progresar ágilmente en un ejercicio del poder
político sin ideología y sin ideales. El santo patrono de la política criolla
bien puede ser Poncio Pilato, aquél funcionario que ejerce el poder sin que le
importen ni la verdad, ni la justicia, ni hacer lo que es correcto, sino que actúa
en función de mantener sus privilegios y se justifica en los procedimientos.
En la lógica de Pilatos, resulta irrelevante que el
presupuesto aprobado por el Congreso para 2015 esté repleto de incongruencias y
de normas que propician la corrupción, pues lo importante es que el Legislativo
ejerció su poder cumpliendo las normas del sistema político actual. Cualquier
argumento técnico o moral resulta peligroso para la soberanía de la política
pues le recorta las alas.
Esa visión miope no alcanza a ver que la ética no solo es compatible con
la política, sino que en un sistema democrático resulta necesaria para darle
sustento y sostenibilidad. No alcanza a ver que apropiarse de fondos públicos
para beneficio propio y del partido político es robar. Lo mismo que evadir
impuestos, traficar influencias o hacer negocios a costillas del fisco. Y robar
es siempre –cualquiera que sea la situación histórica, el sistema político o la
realidad cultural imperante- una acción reprobable, inmoral y perjudicial para
la sociedad. Cualquier sistema político que no reconozca esto, por muy
pragmático que sea, debe estar condenado al fracaso.
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