El combate a la corrupción y a la
delincuencia no requieren de “cambiar la cultura”, sino de voluntad política
En el Encuentro Nacional de Empresarios –ENADE- de la
semana anterior, el conferencista central del evento, Rudolf Giuliani –ex
fiscal contra la corrupción y ex alcalde de Nueva York- , enfatizó en varias de
sus intervenciones la íntima y perversa relación que existe entre la
inseguridad pública y la corrupción en las estructuras gubernamentales. La
corrupción no solamente abona un terreno propicio para la inseguridad ciudadana
sino que es, per se, un fenómeno delincuencial que violenta los derechos esenciales
de la ciudadanía. De allí que Giuliani
haya enfatizado que no puede haber una política de seguridad exitosa que
no incorpore medidas efectivas para combatir la corrupción en todos los niveles
de gobierno.
Otro de los conferencistas del evento, Mauricio López
Bonilla –Ministro de Gobernación-, presentó los avances que han tenido las
políticas de seguridad gubernamentales e hizo especial hincapié en los costos
financieros que dichos esfuerzos conllevan de cara al futuro. Fue llamativo
que, en un momento de su alocución, el Ministro hiciera referencia a que en
Guatemala se vive una “cultura de violencia”. Las numerosas, pequeñas y grandes
tragedias que la corrupción y la inseguridad hacen sufrir diariamente a los
guatemaltecos, así como la actitud aparentemente resignada y acomodaticia de la
ciudadanía ante las mismas, podrían hacer pensar que, en efecto, se trata en
ambos casos de fenómenos culturales.
Sin embargo, es muy delicado catalogar la corrupción o
a la violencia como fenómenos culturales, pues ello conlleva el mensaje
implícito de que poco puede hacerse para combatirlas frontalmente. Puede que
esa actitud derrotista explique el sorprendente hecho (que comentamos la semana
pasada) de que la agenda de prioridades que las autoridades del Ejecutivo, Judicial
y Ministerio Público asumieron hace apenas unas semanas no haya incluido el
combate a la corrupción.
Si la violencia y la corrupción fuesen parte de la
cultura nacional, los miles de migrantes guatemaltecos que radican en el Norte
estarían poblando las cárceles estadounidenses. La realidad es que su
comportamiento allá es tan bueno –o mejor- que el de los propios ciudadanos de
aquél país y, en muchos casos, mejor que el que mostraban cuando vivían en
Guatemala. Ello se debe a que en el entorno estadounidense los migrantes
guatemaltecos perciben incentivos totalmente distintos a los de casa: saben que
allá la aplicación de la ley es mucho más estricta y certera.
Tanto en Estados Unidos como en Guatemala hay
corrupción. La diferencia es que aquí
muy pocas veces se persigue a los funcionarios corruptos y las
excepcionales veces en que se les lleva a juicio terminan en oscuros sobreseimientos. En
Estados Unidos, en cambio, suelen haber persecuciones y condenas exitosas en
casos de corrupción.
Para muestra un reciente botón. El mes pasado el ex
gobernador del estado de Virginia, Robert McDonnel, lloró en la corte cuando
fue hallado culpable de 11 cargos de corrupción. Su esposa, Maureen, también
fue condenada en el mismo juicio por otros 7 cargos asociados. McDonnell se
creyó tan listo que intentó explotar algunas lagunas legales para embolsarse
177 mil dólares en regalos de lujo y préstamos preferenciales. Pero fue
descubierto, perseguido, condenado y podría ser encarcelado hasta por 30 años. No
por desfalco o apropiación indebida (como suele ser el caso en nuestros
países), sino por soborno y tráfico de influencias.
Por ende, la delincuencia –y, por extensión, la
corrupción- no es un fenómeno cultural. Ya en 1968 el economista Gary Becker
(premio Nobel de Economía) estableció que los delincuentes y los corruptos
sopesan los costos y beneficios de infringir la ley. El costo previsto de la
conducta criminal depende de dos factores fundamentales: uno es la probabilidad
de ser atrapado; y el otro es la severidad del castigo que recibirán en caso de
ser atrapados.
De manera que el combate efectivo de la corrupción y de la delincuencia
que afligen cotidianamente a los guatemaltecos no pasa por “cambiar la
cultura”, sino por la voluntad política y social de no tolerar esos actos y,
principalmente, de aplicar las leyes de manera pronta y cumplida. Según dijo
Giuliani, esa sería una manera ideal de atraer inversión, generar empleo y
lograr prosperidad para nuestro país.
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