El gasto en infraestructura es altamente
beneficioso sólo si se prioriza en función de los retornos que genere
El crecimiento de la economía guatemalteca es mediocre;
y lo es desde hace lustros. Un ritmo de aumento anual del PIB de 3.5% es apenas
superior al crecimiento de la población; eso significa que es imposible generar
empleos formales, disminuir la pobreza o reducir la desigualdad de
oportunidades. El mediocre crecimiento de la economía en nada contribuye a
mejorar el clima de gobernabilidad ni a la paz social.
La producción nacional responde a los factores de
demanda agregada que la mueven: el consumo de los hogares, la demanda externa,
el gasto del gobierno y la inversión física. Hasta ahora, el principal motor
del crecimiento ha sido el consumo de los hogares, que representa más del 85%
del PIB. Este factor evoluciona vegetativamente a medida que crece la población
y que siguen ingresando remesas familiares de los emigrantes. A menos que se
produzca un súbito aumento de la población o una masiva migración de
trabajadores hacia Estados Unidos (ambos eventos muy poco probables), no
podemos esperar que esta economía –tan dependiente del consumo- pueda crecer
más.
A veces, cuando la economía estadounidense se dinamiza
o los precios de los bienes primarios que exportamos aumentan, nuestras
exportaciones se convierten en una fuente temporal de dinamismo para la
producción nacional. Pero hoy resulta evidente que la era en que podíamos
encomendar nuestro crecimiento a los dioses externos (la economía
estadounidense o los precios de los bienes primarios) ya se terminó. Por su
lado, el gobierno es extremadamente pequeño como para incentivar la actividad
productiva mediante un aumento en el gasto público.
De manera que ni el consumo privado, ni las
exportaciones, ni el gasto público pueden ser las claves para dinamizar la
producción. El único factor que podría revertir la mediocridad de nuestra
economía es la inversión en infraestructura. Por desgracia, hace algunas
semanas comentamos el dramático desplome que ha sufrido esta inversión en
nuestro país en las últimas décadas.
En el ambiente económico mundial actual (con capacidad
ociosa y bajos costos del financiamiento) la inversión en infraestructura
podría ser muy favorable para generar crecimiento y empleo. Pero una serie de
falencias y obstáculos hacen imposible un aumento eficiente y significativo de
la inversión en infraestructura en nuestro país. En primer lugar, el
liliputiense tamaño del Estado y las crecientes restricciones presupuestarias
implican una evidente incapacidad del gobierno para dedicar recursos
suficientes a la inversión física.
En segundo lugar, otro factor que obstaculiza la
inversión en infraestructura es la mediocridad de las políticas públicas. Esto
se ve claramente en el presupuesto del Estado y su ejecución, en el que cada
año los gastos corrientes aumentas mientras disminuye la inversión, de suerte
que para 2015 se prevé que apenas la quinta parte del gasto se destine a
inversión física. Y lo poco que se destina a infraestructura se gasta de manera
ineficiente.
El gasto en infraestructura pública es altamente
beneficioso sólo si se prioriza en función de los retornos sociales que genere.
Esa priorización es crucial cuando, como en el caso guatemalteco, los recursos
fiscales son tan escasos. Un esfuerzo serio de priorización fue el Plan
Multimodal de Obras de Infraestructura que realizó el Programa Nacional de
Competitividad hace ya casi seis años, en el que se establecieron los
lineamientos para un sistema de transporte multimodal integrado, identificando
diez proyectos estratégicos en las áreas vial, aeroportuaria, portuaria y de
mantenimiento. Tres gobiernos han ofrecido cumplir este plan, pero ninguno lo
ha hecho.
Y el tercer gran impedimento es la corrupción y
opacidad con la que se maneja la inversión pública, reflejo de la débil
institucionalidad y la mal entendida descentralización del gasto, que han
convertido esos recursos públicos en un fondo de clientelismo político e
ineficiencia estatal.
Un esfuerzo para incrementar significativamente la infraestructura sería
altamente beneficioso, no sólo en el corto plazo mediante la creación de
empleos, sino que especialmente en el largo plazo al aumentar el potencial de
crecimiento de la economía. Pero ello requiere de una claridad de ideas y de
una voluntad política que el país extraña con desesperación.
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