La clave para reducir la pobreza y mejorar
los niveles de vida (materiales, claro está) radica en la productividad
La pobreza es un fenómeno que se aprecia a simple
vista: no hay lugar a equívocos cuando vemos a una persona o a una familia que carece
de recursos o habilidades suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Lo
difícil es definirla y cuantificarla porque, a fin de cuentas, la pobreza es en
gran medida algo relativo: se es más o menos pobre en relación con otros o con
algún parámetro.
No es lo mismo ser un pobre en Suecia que serlo en
Mozambique. Y es posible que alguien que hoy es inequívocamente pobre, tenga
condiciones de vida (acceso al conocimiento, a otras culturas, a alimento y
vestido de calidad, a servicios médicos y expectativa de vida) mucho mejores
que las de alguien que hace doscientos años pertenecía la clase media.
En los Estados Unidos, cualquiera con ingresos menores
a US$30 diarios es catalogado como pobre, pues cualquier ingreso inferior a ese
monto se considera inadecuado para
cubrir sus necesidades fundamentales. Otros países desarrollados
establecen sus parámetros de pobreza en términos relativos: un incremento en el
ingreso de los más ricos deriva en mayor pobreza si el ingreso de los demás
permanece inalterable.
En Guatemala, de acuerdo con la medición del Instituto
Nacional de Estadística, se considera pobre a toda persona que, aunque alcance
a cubrir el costo mínimo de alimentos, no cubre el costo adicional para otros
bienes básicos, lo que implica que su consumo anual no supera los Q9031. Una
medida más estándar a nivel mundial indica que es pobre aquél cuyo consumo es
menor a US$1.25 diarios (esta cifra refleja el promedio de líneas de pobreza de
los 15 países más pobres del mundo).
Con base en este último parámetro, las estadísticas
revelan que el porcentaje de pobreza en el mundo (la cantidad de personas bajo
la línea de pobreza como proporción del total de la población) se ha reducido a
la mitad: de 43% en 1990 bajó a 21% en 2010.
¿Por qué se redujo tanto la tasa de pobreza en el
mundo? La respuesta –aunque pueda molestar a los escépticos de los conceptos
económicos y del mercado- es que es reducción es primordialmente resultado del
crecimiento económico acelerado que en el pasado cuarto de siglo han exhibido
algunas de las mayores economías en vías de desarrollo. Entre 1981 y 2001, China
sacó a 680 millones de personas de la pobreza a fuerza de crecimiento
económico. Desde 2000, otras economías en desarrollo que aceleraron sus tasas
de crecimiento lograron sacar de la pobreza a otros 280 millones.
Por desgracia, no todos los países subdesarrollados
han tenido ese grado de éxito (en Guatemala, decepcionantemente, el porcentaje
se redujo sólo de 62% en 1989 a 54% en 2011). Y la forma en que se distribuye
el crecimiento también importa: en un país con grandes desigualdades en el
nivel de ingresos, cada punto porcentual de aumento del PIB será menos efectivo
que en un país con mayor igualdad.
En todo caso, la clave para reducir la pobreza y
mejorar los niveles de vida (materiales, claro está) radica en la
productividad. En el largo plazo los habitantes de un país sólo pueden hacerse
de un flujo creciente de bienes y servicios mediante el aumento de lo que cada
trabajador puede producir (es decir, su productividad).
Dado que cada quetzal de producción genera un quetzal
de ingresos, cuando en la economía aumenta el producto per cápita
(productividad), se produce un aumento equivalente en el ingreso per cápita. En
la medida en que la desigualdad no se profundice, el aumento en la
productividad redundará en una mejora en los niveles de vida y en el bienestar
(material) de la población, así como en la paz social y, consecuentemente, en
el clima de negocios.
La experiencia de los países que han reducido rápidamente la pobreza
demuestra que el crecimiento económico es una condición indispensable para
lograrlo, y que el aumento en la productividad es el factor clave de tal
esfuerzo. También demuestra que para que aumente la productividad se requiere tanto
de mejoras en la educación y la salud de los habitantes, como de un aumento
simultáneo en el capital físico (infraestructura y comunicaciones) e
institucional requerido para producir con eficiencia. Todo ello sin descuidar
los aspectos de equidad necesarios para darle viabilidad política y apoyo
social a las políticas de crecimiento pro mercado.
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