Los partidos políticos han preferido
plantear una reforma que parece incluir sólo cambios cosméticos. En vez de esa confusa propuesta, una reforma mínima (dentro de un proceso gradual) resulta ser la ruta
más recomendable y pragmática
Con la tentadora oferta de erradicar el financiamiento
oscuro a los partidos políticos y de asegurar a las mujeres y a los indígenas
cuotas proporcionales en puestos de elección, los taimados políticos de siempre
encandilaron a algunos grupos de la sociedad civil para que apoyaran su
propuesta de reformas a le ley electoral y de partidos políticos. Uno de estos
conglomerados de ONGs hasta publicó un campo pagado apoyando una reforma cuyo
contenido desconocían. Tarde se percataron del gato encerrado en lo que pretenden
aprobar los partidos en el Congreso.
La intrincada, confusa y desmesurada propuesta de
reformas acordada por la mayoría de bancadas pretende reunir en un mismo cuerpo
legal las múltiples propuestas que se han hecho en los últimos años, pero sin
cohesionarlas ni hacerlas coherentes. En dos platos, lo que en realidad buscan
los impulsores de la reforma es, por un lado, lavar cara vendiéndole al
electorado su supuesto compromiso de reformar el sistema y, por otro (y más
importante para ellos) aumentar la cantidad de financiamiento que recibirían
proveniente del erario público (sin sacrificar ni un ápice lo que reciben de
financiamiento privado).
En efecto, la reforma que ya conoció el Pleno del
Congreso en primera lectura contiene disposiciones que, por dos vías
diferentes, multiplicarán exageradamente los recursos que, de los impuestos de
los guatemaltecos, se destinarán a financiar a los partidos políticos. Por una
parte, se duplicará el monto de la “deuda electoral” al subir a cuatro dólares
lo que el Estado le dará a cada partido político por voto válido recibido en
las elecciones. Por otra parte, la reforma pretende que el TSE se haga cargo
(con recursos del erario público) de pagar la propaganda electoral de todos y
cada uno de los partidos políticos, por partes iguales, en prensa escrita
(media página por cada partido, cada día de la campaña), en radio y en
televisión. Esto se traducirá en un elevado costo fiscal, dado que no se reduce
el tiempo de la campaña, ni se excluye ningún partido ni ningún medio de
comunicación.
Ello implicará no sólo un esfuerzo administrativo
gigantesco para el TSE, sino que también un esfuerzo fiscal descomunal que
desviará hacia los partidos políticos un considerable monto de recursos que, de
otra manera, podría destinarse a educación, salud o infraestructura. Puede ser que
tal sacrificio valga la pena con tal de preservar el sistema democrático, pero
ello sería válido sólo si de tal forma se evitara el ingreso al sistema
político de dineros provenientes del narcotráfico o de financistas que después
se las cobren apropiándose de recursos del erario público. Pero la propuesta de
reformas solamente aumenta el financiamiento público, sin que a cambio se
modifique el tratamiento del financiamiento privado.
Este tema es, por cierto, demasiado complejo como para
querer solucionarlo con recetas simplistas. Diversas autoridades en la materia
han advertido que, en la práctica, los dineros privados siempre se filtrarán en
el sistema de partidos políticos, y que las únicas soluciones viables para controlarlo
radica en dos áreas: una, limitar drásticamente la duración del período de
campaña electoral; y, dos, obligar a la publicidad detallada de las fuentes de
financiamiento privado. Ambas áreas requieren, por supuesto, de la existencia
de un TSE capaz de hacer cumplir esas normas y sancionar severamente a quienes
las incumplan.
Lamentablemente, lejos de centrarse en este tipo de reformas (puntuales
y efectivas) que vayan moldeando gradualmente nuestro sistema electoral hacia
modelos más avanzados, los partidos políticos han preferido plantear una
reforma que parece incluir sólo cambios cosméticos para que, a fin de cuentas,
nada cambie en el fondo. Con las reformas que conoció el Pleno en primera
lectura no se fortalece la autoridad del TSE, no se reduce el período de la
campaña electoral, no se fortalecen las sanciones a los infractores, no se
limita el financiamiento privado, ni se transparenta el origen de dichos
fondos. A cambio de que nada cambie, los partidos se recetan un descomunal
aumento del financiamiento público. El resultado será que el sistema electoral
seguirá en ruta directa a su descomposición, al tiempo que más recursos
fiscales se desviarán hacia los partidos políticos.
Es importante hacer hincapié en que la reforma de cualquier sistema electoral conlleva una
complejidad técnica muy alta, y a ello
se debe que, pese a existir múltiples propuestas e incluso haberse emitido en
el Congreso varios dictámenes favorables en años previos, nunca ha habido un consenso
político y social en cuanto al contenido de varios aspectos de dicha reforma,
aunque sí hay importantes coincidencias dentro de las distintas propuestas, así
como un cierto sentido de urgencia de realizar reformas para el buen desarrollo
del próximo evento electoral.
La reforma electoral que el país necesita con apremio
no es “la madre de todas las reformas” (que quizá por ingenuidad o quizá para
que jamás se apruebe nada) pretenden impulsar algunos grupos de la sociedad
civil, sino una reforma mínima que asegure el correcto desarrollo de las
próximas elecciones, ya que es necesario evitar que se repitan y multipliquen
los problemas ocurridos en recientes procesos electorales (como la judicialización
de los temas, retrasos administrativos por parte del TSE, continuas violaciones
a la normativa electoral por parte de los partidos, o los crecientes conflictos
a nivel local) pues, de lo contrario, estos problemas podrían acrecentarse, con
consecuencias graves para el sistema democrático.
Dada esta urgencia, una reforma mínima (dentro de un
proceso gradual) resulta ser la ruta más recomendable y pragmática, ya que la
construcción de consensos es un camino complejo que necesariamente implica
gradualidad. En efecto, cabe resaltar que, por un lado, ya existen temas con
grandes avances en términos de acuerdos avanzados, como por ejemplo lo relativo
a delimitar mejor los plazos del proceso electoral, dar mayor certeza en cuanto
al número de diputados, aclarar concepto de proselitismo, fortalecer recursos
del TSE y mejorar la aplicación de la
justicia electoral.
Pero, por otro lado, existen temas mucho más complejos
en los que los acuerdos son más difíciles de lograr, tal como el tema de la
participación y representación ciudadana (¿es mejor solución los listados
uninominales o las cuotas? ¿es viable el voto secreto en las asambleas
partidarias?), el del financiamiento (¿debe ser 100% público?¿debe regularse
sólo el financiamiento de la campaña o también el del funcionamiento habitual
de los partidos?¿debe quedar a discreción del TSE?), o el de la reelección
(¿nunca debe permitirse, siempre debe hacerse, o sólo en algunos casos?).
Lo anterior implica que, tal como ha sido la
experiencia en otros países, la adecuación del marco legal del sistema
electoral debe ser un proceso continuo de adaptación, que comience por una
etapa en que se aprueben aquellas reformas más pertinentes y necesarias que
gocen de un nivel adecuado de acuerdos políticos y apoyo social, mientras se
sigue avanzando en los temas que requieren de mayor esfuerzo de negociación.
En tal sentido, lejos de pretender aprobar el
enmarañado e improvisado conjunto de reformas que el Congreso ya conoció en
tercera lectura, lo que debería impulsarse es una primera etapa de reformas
focalizadas en dos temas. En primer lugar, en darle viabilidad del proceso
electoral, lo cual pasa por adecuar los tiempos para organizar eficientemente
el evento electoral, a fin de mejorar la certeza y gobernabilidad del proceso
otorgándole más tiempo al TSE desde la convocatoria hasta la elección, de
manera que se pueda realizar una mejor revisión de candidaturas, acortar el
tiempo de campaña (lo que implica menos necesidad de financiamiento), y resolver en tiempo los procesos de justicia
electoral; también pasa por dar mayor certeza respecto del finiquito que otorga
la Contraloría General de Cuentas, aclarar el concepto de propaganda electoral,
fortalecer las sanciones a los partidos transgresores, y mejorar la eficiencia
en la aplicación de la Justicia Electoral.
En segundo lugar, fortalecer la autoridad del TSE, definiendo con
certeza el tiempo para realizar proselitismo, separar claramente este concepto
del de propaganda (lo cual contribuiría a racionalizar los gastos y el
financiamiento) y mejorar el presupuesto del TSE. Es decir, un conjunto acotado
y efectivo de reformas que eviten el colapso del sistema en las próximas
elecciones. Lo demás, habrá que resolverlo con prudencia y buen juicio técnico
en una segunda fase de reformas.
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