lunes, 4 de noviembre de 2013

¿Cuál Reforma Electoral?

Los partidos políticos han preferido plantear una reforma que parece incluir sólo cambios cosméticos. En vez de esa confusa propuesta, una reforma mínima (dentro de un proceso gradual) resulta ser la ruta más recomendable y pragmática
Con la tentadora oferta de erradicar el financiamiento oscuro a los partidos políticos y de asegurar a las mujeres y a los indígenas cuotas proporcionales en puestos de elección, los taimados políticos de siempre encandilaron a algunos grupos de la sociedad civil para que apoyaran su propuesta de reformas a le ley electoral y de partidos políticos. Uno de estos conglomerados de ONGs hasta publicó un campo pagado apoyando una reforma cuyo contenido desconocían. Tarde se percataron del gato encerrado en lo que pretenden aprobar los partidos en el Congreso.
La intrincada, confusa y desmesurada propuesta de reformas acordada por la mayoría de bancadas pretende reunir en un mismo cuerpo legal las múltiples propuestas que se han hecho en los últimos años, pero sin cohesionarlas ni hacerlas coherentes. En dos platos, lo que en realidad buscan los impulsores de la reforma es, por un lado, lavar cara vendiéndole al electorado su supuesto compromiso de reformar el sistema y, por otro (y más importante para ellos) aumentar la cantidad de financiamiento que recibirían proveniente del erario público (sin sacrificar ni un ápice lo que reciben de financiamiento privado).
En efecto, la reforma que ya conoció el Pleno del Congreso en primera lectura contiene disposiciones que, por dos vías diferentes, multiplicarán exageradamente los recursos que, de los impuestos de los guatemaltecos, se destinarán a financiar a los partidos políticos. Por una parte, se duplicará el monto de la “deuda electoral” al subir a cuatro dólares lo que el Estado le dará a cada partido político por voto válido recibido en las elecciones. Por otra parte, la reforma pretende que el TSE se haga cargo (con recursos del erario público) de pagar la propaganda electoral de todos y cada uno de los partidos políticos, por partes iguales, en prensa escrita (media página por cada partido, cada día de la campaña), en radio y en televisión. Esto se traducirá en un elevado costo fiscal, dado que no se reduce el tiempo de la campaña, ni se excluye ningún partido ni ningún medio de comunicación.
Ello implicará no sólo un esfuerzo administrativo gigantesco para el TSE, sino que también un esfuerzo fiscal descomunal que desviará hacia los partidos políticos un considerable monto de recursos que, de otra manera, podría destinarse a educación, salud o infraestructura. Puede ser que tal sacrificio valga la pena con tal de preservar el sistema democrático, pero ello sería válido sólo si de tal forma se evitara el ingreso al sistema político de dineros provenientes del narcotráfico o de financistas que después se las cobren apropiándose de recursos del erario público. Pero la propuesta de reformas solamente aumenta el financiamiento público, sin que a cambio se modifique el tratamiento del financiamiento privado.
Este tema es, por cierto, demasiado complejo como para querer solucionarlo con recetas simplistas. Diversas autoridades en la materia han advertido que, en la práctica, los dineros privados siempre se filtrarán en el sistema de partidos políticos, y que las únicas soluciones viables para controlarlo radica en dos áreas: una, limitar drásticamente la duración del período de campaña electoral; y, dos, obligar a la publicidad detallada de las fuentes de financiamiento privado. Ambas áreas requieren, por supuesto, de la existencia de un TSE capaz de hacer cumplir esas normas y sancionar severamente a quienes las incumplan.
Lamentablemente, lejos de centrarse en este tipo de reformas (puntuales y efectivas) que vayan moldeando gradualmente nuestro sistema electoral hacia modelos más avanzados, los partidos políticos han preferido plantear una reforma que parece incluir sólo cambios cosméticos para que, a fin de cuentas, nada cambie en el fondo. Con las reformas que conoció el Pleno en primera lectura no se fortalece la autoridad del TSE, no se reduce el período de la campaña electoral, no se fortalecen las sanciones a los infractores, no se limita el financiamiento privado, ni se transparenta el origen de dichos fondos. A cambio de que nada cambie, los partidos se recetan un descomunal aumento del financiamiento público. El resultado será que el sistema electoral seguirá en ruta directa a su descomposición, al tiempo que más recursos fiscales se desviarán hacia los partidos políticos.
Es importante hacer hincapié en que la reforma de cualquier sistema electoral conlleva una complejidad  técnica muy alta, y a ello se debe que, pese a existir múltiples propuestas e incluso haberse emitido en el Congreso varios dictámenes favorables en años previos, nunca ha habido un consenso político y social en cuanto al contenido de varios aspectos de dicha reforma, aunque sí hay importantes coincidencias dentro de las distintas propuestas, así como un cierto sentido de urgencia de realizar reformas para el buen desarrollo del próximo evento electoral.
La reforma electoral que el país necesita con apremio no es “la madre de todas las reformas” (que quizá por ingenuidad o quizá para que jamás se apruebe nada) pretenden impulsar algunos grupos de la sociedad civil, sino una reforma mínima que asegure el correcto desarrollo de las próximas elecciones, ya que es necesario evitar que se repitan y multipliquen los problemas ocurridos en recientes procesos electorales (como la judicialización de los temas, retrasos administrativos por parte del TSE, continuas violaciones a la normativa electoral por parte de los partidos, o los crecientes conflictos a nivel local) pues, de lo contrario, estos problemas podrían acrecentarse, con consecuencias graves para el sistema democrático.
Dada esta urgencia, una reforma mínima (dentro de un proceso gradual) resulta ser la ruta más recomendable y pragmática, ya que la construcción de consensos es un camino complejo que necesariamente implica gradualidad. En efecto, cabe resaltar que, por un lado, ya existen temas con grandes avances en términos de acuerdos avanzados, como por ejemplo lo relativo a delimitar mejor los plazos del proceso electoral, dar mayor certeza en cuanto al número de diputados, aclarar concepto de proselitismo, fortalecer recursos del TSE y  mejorar la aplicación de la justicia electoral.
Pero, por otro lado, existen temas mucho más complejos en los que los acuerdos son más difíciles de lograr, tal como el tema de la participación y representación ciudadana (¿es mejor solución los listados uninominales o las cuotas? ¿es viable el voto secreto en las asambleas partidarias?), el del financiamiento (¿debe ser 100% público?¿debe regularse sólo el financiamiento de la campaña o también el del funcionamiento habitual de los partidos?¿debe quedar a discreción del TSE?), o el de la reelección (¿nunca debe permitirse, siempre debe hacerse, o sólo en algunos casos?).
Lo anterior implica que, tal como ha sido la experiencia en otros países, la adecuación del marco legal del sistema electoral debe ser un proceso continuo de adaptación, que comience por una etapa en que se aprueben aquellas reformas más pertinentes y necesarias que gocen de un nivel adecuado de acuerdos políticos y apoyo social, mientras se sigue avanzando en los temas que requieren de mayor esfuerzo de negociación.
En tal sentido, lejos de pretender aprobar el enmarañado e improvisado conjunto de reformas que el Congreso ya conoció en tercera lectura, lo que debería impulsarse es una primera etapa de reformas focalizadas en dos temas. En primer lugar, en darle viabilidad del proceso electoral, lo cual pasa por adecuar los tiempos para organizar eficientemente el evento electoral, a fin de mejorar la certeza y gobernabilidad del proceso otorgándole más tiempo al TSE desde la convocatoria hasta la elección, de manera que se pueda realizar una mejor revisión de candidaturas, acortar el tiempo de campaña (lo que implica menos necesidad de financiamiento),  y resolver en tiempo los procesos de justicia electoral; también pasa por dar mayor certeza respecto del finiquito que otorga la Contraloría General de Cuentas, aclarar el concepto de propaganda electoral, fortalecer las sanciones a los partidos transgresores, y mejorar la eficiencia en la aplicación de la Justicia Electoral.
En segundo lugar, fortalecer la autoridad del TSE, definiendo con certeza el tiempo para realizar proselitismo, separar claramente este concepto del de propaganda (lo cual contribuiría a racionalizar los gastos y el financiamiento) y mejorar el presupuesto del TSE. Es decir, un conjunto acotado y efectivo de reformas que eviten el colapso del sistema en las próximas elecciones. Lo demás, habrá que resolverlo con prudencia y buen juicio técnico en una segunda fase de reformas.

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