viernes, 25 de octubre de 2013

Tirando la Toalla

Recurrir a la intervención de la SAT es una medida desesperada: suena a claudicar en la construcción de la institucionalidad pública.
 No existe una forma única para organizar y administrar las instituciones del Estado, pero una fórmula que probado ser eficaz alrededor del mundo es la de contar con entes especializados, relativamente independientes de la administración centralizada, como el modelo anglosajón de la Agencia Ejecutiva. En Guatemala, existen varias de estas agencias, algunas elevadas a nivel constitucional (como el IGSS, la CDAG, el Banco de Guatemala o la USAC) y otras mediante leyes ordinarias (como el INDE, la Superintendencia de Bancos o la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT-).
El concepto de Agencia Ejecutiva tiene toda una lógica que respalda su existencia: se trata de crear órganos independientes de la administración central a fin de conseguir una gestión mucho más eficaz y eficiente, con base en un mandato especializado y mayor flexibilidad en sus actuaciones a todo nivel –contractual, de gestión-, de tal manera que estas Agencias, sin dejar de ser claramente públicas, puedan estar relativamente aisladas de motivaciones político-partidistas y puedan funcionar con parámetros de eficacia administrativa y visión de largo plazo.
La clave para que una Agencia Ejecutiva tenga éxito está en la relación que debe existir entre el “agente” y el “principal”, la cual suele fallar en países como Guatemala, tal como lo ilustra el caso de la SAT, donde no se han tenido claros los dos roles. En este caso, el Ministro de Finanzas es quien debe asumir el rol de principal y, mediante la presidencia del Directorio de la SAT, debe definir la política, los objetivos y los resultados que quiere logre la Agencia (es decir, la SAT). Esto por medio del contrato de gestión que está delineado en la ley orgánica de la SAT, quien debe ejecutarlo de la forma que juzgue más conveniente, en ejercicio de su autonomía de ejecución. El modelo de Agencia Ejecutiva es, pues, mucho más profesional y técnico que político.
Por desgracia, lo acontecido en la SAT revela que, por un lado, el principal (el Ministerio de Finanzas) no supo ejercer su rol de guía (encargado de definir objetivos) y de control (encargado de revisar parámetros de ejecución) y, por otro, el agente (la SAT, encabezada por el Superintendente como autoridad ejecutiva) acabó llenando este vacío asumiendo simultáneamente el rol estratégico (que no le corresponde) y el ejecutivo (que sí le toca), todo ello con un cuerpo de Directores que parece no rendirle cuentas a nadie pero que tampoco parece tener claro cuáles son sus atribuciones y mandato.
Por desgracia, la innegable disfuncionalidad de la SAT en los últimos tiempos (que se traduce en una dolorosa ineficiencia en la recaudación tributaria, particularmente en las aduanas) ha llevado al Organismo Ejecutivo a contemplar la figura jurídica de la intervención como una medida desesperada. Antes de caer en tal extremo, convendría atender lo que la propia Corte de Constitucionalidad ya expresó en un caso similar (en 2010, por el RENAP): la decisión de intervenir debe tomarse luego de evaluar la pertinencia, la conveniencia y la absoluta necesidad de asumir tal medida.
Dado que los problemas que enfrenta la SAT tienen que ver, por una parte, con una confusión de roles entre el principal (el Ministro de Finanzas) y el agente (el Superintendente) que puede corregirse con simples decisiones políticas y administrativas y, por otra parte, con una rigidez en la composición del Directorio que puede corregirse con la reforma a la Ley Orgánica de la SAT (que ya fue consensuada recientemente en el Dictamen Conjunto a la iniciativa de ley 4461), resulta claro que la intervención de la SAT no es pertinente, ni conveniente, ni absolutamente necesaria.
El modelo institucional de la SAT es, en esencia, adecuado y debe ser rescatado y fortalecido; primero, porque una agencia especializada puede focalizar sus esfuerzos en su único mandato; segundo, porque una institución autónoma puede manejar sus asuntos ordinarios sin contaminarse de motivaciones políticas; y, tercero, porque con un sistema de recursos humanos independiente puede reclutar, retener y motivar a sus empleados hacia niveles superiores de desempeño. Al país le urge contar con instituciones públicas fuertes y eficientes. Una intervención impertinente, inconveniente e innecesaria, debilita dicho esfuerzo.

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