¿Existe espacio para la ética en la política
de hoy? Algunos pocos políticos nos demuestran que aún es posible ser a la vez honesto y político... pero son muy pocos.
En Guatemala la profesión de político no es,
precisamente, de las más prestigiosas. Las madres aconsejan a sus hijos (y los
hijos imploran a sus padres) que por favor no se metan en política. La
actividad político partidista, en cualquiera de sus manifestaciones, es
interpretada exclusivamente en función de los intereses personales del político
o de sus patrocinadores. Mientras más elevados y loables sean los principios
que invoque el político, más grande es la desconfianza que despierta. Si osa
hablar de ética, sacrificio, servicio, principios morales o convicciones
religiosas, provocará burla y escándalo en vez de admiración.
Hoy en día resulta inconcebible que alguien considere
la política como servicio público. Ni siquiera la reciente decisión que han
adoptado algunos admirados deportistas de incorporarse a la política partidista
ayuda a disminuir el desprestigio de la actividad política. Quizá fue el propio
Maquiavelo quien inauguró el deterioro de la política al identificar su
ejercicio como el arte de mantenerse en el poder a toda costa, independientemente
de cualquier consideración moral de los objetivos perseguidos por la acción
política. Pero las cosas no tienen por qué seguir siendo así.
El ser humano es, por naturaleza, un ente social y
político, por lo que el quehacer político tiene una dignidad intrínseca y
debería tener un valor ético indiscutible. Desde que la democracia se concibió
en la antigua Grecia, la consagración a la actividad política era considerada
como la vida más digna para el hombre; el politikos bios que nos enseñó
Aristóteles. Y no es para menos.
La política es el arte de lo posible; es decir, el
conjunto de acciones que se emprenden en procura de una vida mejor para todos,
la coordinación de esfuerzos para la construcción del bien común. A pesar de
que muchos ciudadanos (no sólo en Guatemala sino en todo el mundo) están
desencantados de ella –porque en los últimos tiempos ha mostrado sus aspectos
malignos: escándalos, corrupción, enfrentamientos, descalificaciones mutuas-,
hay que tener presente que la política es un medio indispensable para construir
el bien común.
Hace algunos días, el propio Papa Francisco sostuvo
ante un grupo de jóvenes que para los cristianos es un deber, una obligación,
involucrarse en la política por muy fangosa y sucia que parezca, porque es
desde adentro de ese ámbito donde se puede trabajar por el bien común. Pero
participar en política no necesariamente implica meterse a un partido político.
Un buen ciudadano puede participar en varios niveles: generando y procesando
información; planteando y resolviendo consultas; y, tomando y exigiendo
decisiones.
En efecto, si bien todos los ciudadanos pueden (y
deben) participar por medio del voto para elegir a sus gobernantes, su
involucramiento en la política incluye otros medios, como la formación de las
orientaciones políticas y de las opciones legislativas que, según ellos, favorezcan
mayormente el bien común, así como mediante el cumplimiento de sus deberes
civiles ordinarios y la cooperación con los demás ciudadanos según el ámbito de
competencia de cada quien.
Pero, ¿queda todavía espacio para la ética en la
política de hoy? ¿Es posible ser a la vez honesto y político? ¿Pueden tenerse
principios morales o religiosos y meterse en ese mundo de negociaciones, pactos
e intereses? Para responder afirmativamente a estas preguntas es crucial
entender que la política no es sólo el arte del acuerdo, sino el arte de
deliberar sobre cómo tenemos que vivir juntos, como conglomerado social; y para
que ese arte fluya es imperativo que se rija por principios éticos y que
persiga objetivos trascendentes.
El objetivo último de procurar el bien común tiene que estar sustentado
en valores éticos fundamentales inscritos en la naturaleza del ser humano. Con
esos valores y esos objetivos la política se convierte en una vocación para
servir a los demás. Sin ellos, puede seguirse deformando hasta convertirse en
un instrumento para corromper y controlar a la sociedad en favor de grupos de
interés y devenir, como lo demuestra la historia, en un totalitarismo abierto o
encubierto. Es necesario que, para rehabilitar la política, los ciudadanos le
pierdan el miedo (o el asco) y la vinculen con la ética, con el bien común y
con la moral personal.
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