sábado, 2 de marzo de 2013

El Sorprendente Benedicto XVI


La renuncia al cargo, además de ser un signo de valentía y humildad, es también contundente llamado de atención del Papa, que reconoció con claridad que la Iglesia necesitaba “un largo camino penitencial”
La tarea de llenar los zapatos de Juan Pablo II era imposible, de entrada; incluso para Joseph Ratzinger. ¿Cómo suplir aquella presencia luminosa y su carisma abrumador, su rostro candoroso, su palabra conmovedora y sentimental teniendo a la mano solamente una figura discreta, una personalidad reservada, un rostro adusto –casi antipático- y un intelecto kantiano? El rol de Ratzinger como sub-Papa de facto, encargado de darle contenido racional y teológico al programa carismático y emocional de Juan Pablo II, incluyendo su incomprendido desempeño a la cabeza de lo que antes se llamó Santa Inquisición, nos hacía prever a los escépticos que Benedicto XVI ejercería un papado sin lustre y sin progresos.
Tras casi 8 años como jerarca de la Iglesia Católica, sin embargo, demostró que quienes así prejuzgamos estábamos equivocados. Su fama (que, vista en retrospectiva, era exagerada) de ultraconservador no le impidió insistir y profundizar sobre la necesidad de transformaciones acordes con la modernidad; él ha sido, después de todo, el primer Papa en usar el Twitter, y el primero en conceder una entrevista a la televisión. Su propia decisión de abdicar (la primer renuncia papal en más de 700 años) puede bien ser interpretada como una señal de modernización, un mensaje contundente de la “transformación sin ruptura” que siempre trató de impulsar.
El Papa reconoció con claridad que la Iglesia necesitaba “un largo camino penitencial” para expiar los pecados cometidos por miembros de su clero involucrados en un sinnúmero de escándalos de abuso sexual, actitud ciertamente valiente, pese a las muchas críticas respecto a que dicho reconocimiento fue insuficiente y tardío. Tampoco hay que regatearle sus esfuerzos por esclarecer los escándalos financieros del Vaticano que le estallaron en las manos, lo cual debió haber sido particularmente difícil para alguien que, como él reconoció alguna vez con humildad, "no tenía talento para la administración o la organización”.
No solo estas crisis (y la forma en que las enfrentó) marcaron su pontificado, sino también lo hicieron sus esfuerzos por reconciliar la fe y la razón, así como su insistencia en que los cambios duraderos sólo pueden provenir del corazón del ser humano. Como partícipe del Concilio Vaticano II, Benedicto continuó y dio consistencia intelectual al camino emprendido por su predecesor, en el que se exhorta a fieles y a pastores para que hablen más del mensaje de la Biblia que de las normas de la Iglesia, para que se fijen más en lograr una relación personal con Cristo que en el cumplimiento de tradiciones.
Convencido de que Dios es amor, pero también que es razón, el arsenal teológico de Ratzinger continuó emitiendo (pese a las dificultades del cargo papal) documentos eclesiales que profundizan su fe en el amor como motor de los cambios que, a través de la razón, pueden transformar a las personas y a las instituciones. Esa búsqueda de una transformación sin ruptura resulta hoy necesaria para una Iglesia Católica que se enfrenta no sólo a una serie de coyunturas que minan su prestigio (los escándalos sexuales, los “Vatileaks” financieros, o las pugnas de poder en la Curia Romana), sino especialmente al descomunal reto de emprender una “nueva evangelización” en un mundo crecientemente escéptico, cada vez más ateo en Europa, musulmán en Asia y neopentecostal en América.
Su pontificado, y su sorprendente renuncia, Benedicto XVI nos dieron a todos cuantos fuimos escépticos y pesimistas con su nombramiento, una lección de humildad, coherencia y responsabilidad. A diferencia de su predecesor, que decidió ser mártir y salió por la puerta grande, Benedicto decidió, fiel a su razón, salir a tiempo, cansado pero en pleno uso de sus facultades mentales, quizá para poder influir en la elección de su sucesor (en medio de luchas de poder), o quizá para velar –desde su reclusión conventual en el mismísimo Vaticano- por la continuidad de su obra (de “transformación, sin ruptura”), pero consciente de que, a su muerte, no recibirá las pleitesías, honores y beatificaciones de su  antecesor. El tiempo dirá si su pontificado marca el final de una era, el inicio de una nueva, o si es solamente parte de una larga transición pero, en cualquier caso, habrá dejado huella en la milenaria historia de la Iglesia.

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