Se plantea la cuestión filosófico-moral de
si el Estado tiene el derecho de distribuir el ingreso
La mayoría de personas de buena voluntad coincidirán
en que la justicia social es algo bueno para el país y, por lo tanto, algo que
los gobiernos deben procurar. Para un país como Guatemala, con indicadores de
bienestar tan precarios, el tema es de gran importancia a nivel nacional y
externo, tal como lo evidencia la reciente visita del Ministro de Cooperación
Internacional de Noruega, que vino a predicarnos el ejemplo nórdico de igualdad
social.
El problema es que el concepto de justicia social es
demasiado vago y puede convertirse fácilmente en una potente arma retórica. A
menos que se especifique con precisión qué significa justicia social, ésta no
puede servir de base para hacer políticas públicas. Y tratar de ser específico
es este tema no es nada fácil.
Por ejemplo, Rosa y Juana se esfuerzan por igual en su
trabajo pero Juana, por ser más inteligente, tiene mayor productividad; ¿sería,
entonces, injusto que ella ganara más que Rosa? O si Rosa y Juana fueran igual
de inteligentes, ¿debería José ganar menos que ellas porque, en vez de heredar
genes superiores, heredó la ferretería de su papá? O el caso de Pepe –ingeniero
en sistemas- y Antonio –novelista-, que trabajan ambos con gran pasión diez
horas diarias, en un ambiente donde escasean tanto los buenos ingenieros como
los buenos novelistas, pero donde la demanda por los primeros es muchísimo
mayor, ¿deberían ambos ganara lo mismo?.
Otra dificultad práctica para lograr la justicia
social tiene que ver con el hecho de que si se eliminara totalmente –o se
redujera significativamente- cualquier diferencia en los ingresos, se podrían
reducir los incentivos para esforzarse en el trabajo cotidiano y generar una mala
asignación de recursos (por ejemplo, muy pocos ingenieros y demasiados
novelistas), así como una posible reducción del nivel de ahorro y de la
disposición a asumir riesgos, por lo que habría que evaluar cuidadosamente
cuánta productividad merece sacrificarse en aras de lograr una mayor igualdad.
Incluso si hubiera consenso respecto a sacrificar la
eficiencia en aras de la igualdad, habría que decidir si sería justa una
política de quitar sus propiedades a los ricos para dárselas a los pobres. Eso plantea
la cuestión filosófico-moral de si el Estado tiene el derecho de distribuir el
ingreso y la riqueza. En un extremo estarán quienes sostienen que toda la
riqueza pertenece a la sociedad, quien puede luego asignarla a los individuos;
y, en el otro, estarán quienes defienden que la riqueza pertenece al individuo
que la produce, quien puede luego decidir si destina algo de ella al Estado
para financiar los servicios públicos necesarios. En medio de estos extremos
podrá haber muchos matices de opinión, pues algunos pensarán que el ingreso que
cada quien gana pertenece a ese individuo, pero también que la sociedad
contribuye a que dicho individuo obtenga ese ingreso, por lo que la sociedad podría
legítimamente reclamar para sí una parte, amén de que permitir que los
conciudadanos sufran de extrema pobreza es moralmente inadmisible y que –siendo
insuficiente la caridad privada- el Estdo está obligado moralmente a
redistribuir parte del ingreso.
Es evidente, pues, que las decisiones de política en
materia de justicia social son sumamente complejas y que el concepto mismo de
justicia social no significa lo mismo para todo el mundo. Pero ello no
significa que haya que descartarla como objetivo. La manera más segura de
procurar la elusiva justicia social es mediante la igualdad de oportunidades (“nivelar
el campo de juego”, como dicen los gringos), para que a partir de un punto de
partida común, con el ejercicio de las libertades individuales, puedan haber puntos
de llegada diferenciados de acuerdo con los méritos y capacidades de cada
quien, adoptando como objetivos la búsqueda de la competencia en el mercado,
las reformas institucionales y un sistema basado en la meritocracia.
Estos temas son básicos para un debate serio y constructivo. Así como no
sería correcto decir que la desigualdad social no tiene ningún efecto en la
gobernabilidad ni en el desempeño de la economía, tampoco lo sería decir que la
economía de libre mercado es una condena a la desigualdad social cuando, por el
contrario, puede ser una herramienta efectiva para combatir la pobreza.
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