Lo verdaderamente malo es que, con las
enmiendas que aprobó el Congreso, el déficit fiscal aumenta más allá de lo
deseable
El pasado 23 de octubre el Congreso de la República aprobó
sorpresivamente el Presupuesto de Ingresos y Egresos del Estado para el
ejercicio fiscal 2013 que asciende a Q66,985 millones, y lo hizo no sólo en
tiempo récord (menos de una hora entre su recepción en el Pleno y su aprobación, prácticamente sin discusión), sino con una
anticipación récord (ya que lo usual ha sido que se apruebe cerca de la fecha
legal límite del 30 de noviembre).
Una aprobación tan expeditiva es prueba irrefutable de
que cuando el Ejecutivo desea que se apruebe una ley en la actual legislatura,
cuenta con los mecanismos necesarios para lograrlo. Así sucedió también con las
leyes de actualización tributaria, la ratificación del Estatuto de Roma, los
préstamos de organismos financieros internacionales, y la ley contra en
enriquecimiento ilícito. Es una lástima que no haya existido el mismo interés
en otras leyes (como las reformas a la Ley Orgánica del Presupuesto o a la Ley
Orgánica de la Contraloría) que el propio Ejecutivo envió al Congreso y que podrían
tener un efecto muy positivo sobre la transparencia y calidad del gasto
público.
Lo malo del presupuesto aprobado para 2013
–contrariamente a lo que algunos analistas han señalado- no radica en la
fragilidad de los supuestos en los que se basa (inevitable tratándose de un
“pre-supuesto”), ni en que su tamaño sea excesivo. Por ejemplo, el supuesto de crecimiento
nominal del PIB de 7.6% no puede calificarse de descabellado si se toma en
cuenta que la suma del crecimiento real de la economía (estimado en 3.5%, como
máximo) y el crecimiento de la inflación (que se estimó en 3.4%, como punto
medio) se aproxima a ese porcentaje
Tampoco su tamaño –medido como porcentaje del PIB-
puede calificarse como gigantesco, pues si bien es cierto que representa un 15.8%
del PIB, contra un 15.2% en el presupuesto de 2012, no es muy diferente del de
otros años (en 2006 alcanzó el 15.9% del PIB). Incluso el monto del presupuesto
puede calificarse de razonable si se compara con otros países: los presupuestos
de Chile, Perú, Costa Rica u Honduras rondan el equivale a 25% del PIB,
mientras que los de Nicaragua, Argentina y Brasil superan el 30%.
Lo verdaderamente malo del presupuesto 2013 es que su proceso
de aprobación –apresurado y opaco- implicó una serie de modificaciones al gasto
respecto de la propuesta original del Ejecutivo, lo cual produjo que el déficit
finalmente aprobado aumentara a un nivel equivalente al 2.5% del PIB. En
cambio, el proyecto originalmente presentado por el Ejecutivo al Congreso en
agosto sí contemplaba una reducción del déficit a 2.2% del PIB, en seguimiento
a un necesario proceso de ajuste que se inició a partir de 2010.
Las enmiendas clientelares que aprobó el Congreso implican
un retroceso en el proceso de corrección gradual del déficit, el cual lo estaba
retornando a su nivel crítico de 2% del PIB, nivel que la comunidad financiera
internacional considera aceptable para Guatemala; a alejarnos de dicho nivel,
el Congreso ha puesto en peligro la calificación de riesgo del país, con todas
las consecuencias que ello conlleva.
A ello se añade que en el presupuesto aprobado no se
eliminó completamente la posibilidad de que se siga incurriendo en la ilegal deuda
flotante, que se repartieron recursos para obras sin base técnica, que está
lleno de rigideces debido a las pre-asignaciones de gastos por disposiciones constitucionales
o legales, y que se permite el irracional uso de duda para pagar gastos recurrentes.
Lo anterior, aunado a una estimación demasiado
optimista en la recaudación de impuesto sobre la renta, el rápido aumento de la
deuda pública y la incertidumbre existente respecto de algunas contingencias
(como la susodicha deuda flotante, el costo de las consultas populares, o la
inminente quiebra del régimen de clases pasivas), hace que el presupuesto del
Estado para 2013 sea más una fuente de incertidumbre que una herramienta útil para
administrar la política fiscal.
Afortunadamente se trata de un presupuesto, no de una condena
ineludible: el Ejecutivo bien puede ejecutarlo con responsabilidad e
inteligencia, buscando superar los estándares de calidad del gasto fijados por
el Congreso y reducir el déficit fiscal que el Congreso le autorizó, lo cual
sería un paso en la dirección correcta para retomar manejo adecuado y
sostenible de la deuda pública.
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