La sociedad guatemalteca, quizá fatigada –con
resignación, más que con acedia- por la extrema lentitud con la que camina hacia
el desarrollo y el bienestar, da indicios de preferir las soluciones
inmediatas, instantáneas, casi mágicas a sus problemas. Esta tendencia puede
apreciarse tanto en la esfera personal y
familiar, como los ámbitos institucional y estatal. La virtud de la
perseverancia –por la cual las demás virtudes dan su fruto, como dijo Arturo
Graf- parece estar fuera de moda.
Impera la cultura del atajo fácil y del mínimo
esfuerzo. La cultura de aspirar al home-run
aunque nos ponchemos en el intento. Cuánto
guatemalteco hay que añora hacer el negocio del siglo que lo saque de pobre de
un golpe, aunque ello pase por llevar algún paquete sospechoso a Panamá, o
vigilar un aterrizaje clandestino en la finquita de algún pariente, porque
“¡qué aburrido!” tomar el camino difícil de estudiar y trabajar durante años y
someterse al lento proceso de esperar algún ascenso o un mejor empleo con base
en nuestros méritos personales.
Como que es más fácil buscar aquel contrato con el
gobierno que de una sola vez haga prosperar a la empresa familiar, aunque ello
implique sobrevaluar la obra o acceder a pagar una comisión indebida, en vez de
seguir el aburrido camino de cumplir con los requisitos que la ley demanda para
participar en un proceso de licitación cuyo resultado es tan incierto.
Parece que resulta más cómodo abogar en favor del
equilibrio ecológico exigiendo moratorias radicales a la actividad minera o
hidroeléctrica, en vez de comprometerse en la búsqueda de opciones equilibradas
y de negociaciones que permitan obtener los frutos que, en materia de
producción, empleo e ingresos, puede generar la explotación racional de los
recursos naturales (que pertenecen a todos los guatemaltecos) sin comprometer
la sostenibilidad ambiental.
Requiere menos esfuerzo abogar por mayores oportunidades
para la juventud del país a través de una ley de la juventud que intente abarcar
toda la compleja problemática de los jóvenes, que trabajar con tesón para que
se diseñe y se cumpla una política nacional sobre el tema, basada en la
construcción de las instituciones que la apliquen sin contaminarla con
politiquería.
Es presumiblemente más cómodo pretender que el desarrollo
rural puede alcanzarse elaborando una lista de deseos y empaquetándola en una
ley, que trabajar en poner orden en la miríada de instituciones que, a día de
hoy, han sido incapaces de articular e implementar políticas de Estado que
trasciendan gobiernos y que atiendan los problemas de pobreza y baja
productividad que aquejan al área rural guatemalteca.
Aparentemente es más sencillo fingir que se ayuda al
adulto mayor haciéndole la caridad de regalarle un escueto bono mensual (que,
de paso, desincentiva a los trabajadores a cotizar en un sistema sostenible de
pensiones), en vez de tener que aplicarse en la ardua tarea de construir un sistema
de seguridad social que procure integrar cada vez más trabajadores al sistema
de pensiones y atención médica que coordina el IGSS.
Aparentemente resulta menos complicado pretender la
construcción del tejido social, el combate a racismo y el fomento de la
inclusión mediante una declaración formal en la Constitución, en vez de
emprender un complejo(y, previsiblemente, prolongado) proceso de diálogo, de
mutuo conocimiento entre grupos étnicos y de reconocimiento del pasado (por más
doloroso que sea), después del cual surja poco a poco la concordia, la
convivencia pacífica, el respeto a las diferencias y el fin de la
discriminación.
Pareciera que es más sencillo apuntarle a eliminar los
obstáculos y los molestos pesos y contrapesos que impiden gobernar con fluidez
mediante una reforma constitucional ad-hoc,
en vez de obligar a todas las entidades, funcionarios y servidores públicos a cumplir
y hacer cumplir (o –en caso sean insuficientes o anticuadas- modificar) las
leyes y reglamentos vigentes.
Pero no siempre lo que parece fácil y menos fatigoso es lo que, al final
de cuentas, funciona y perdura. Tanto en el ámbito familiar como en los asuntos
del Estado, es la dedicación, la perseverancia y el trabajo cotidianLa búsqueda de soluciones instantáneas a los complejos
problemas de la vida nacional genera, por lo regular, un desperdicio de recursos
y de esfuerzos que desemboca en un gran desencanto por parte de la ciudadanía y
en un debilitamiento de la credibilidad de las instituciones públicas. Las
políticas que prometen soluciones instantáneas suelen ser impulsadas a costa de
sacrificar otras políticas de largo plazo que, en contraste, requieren de
esfuerzo, paciencia y gestión continua, que además han sido exitosas en otras
latitudes pero que, para su desgracia, no son políticamente “rentables”.
Desafortunadamente, a la mayoría de políticos se les
dificulta aceptar que los cambios graduales, por medio y dentro de las
instituciones existentes, son los que en última instancia pueden transformar a
la sociedad, sus relaciones económicas fundamentales y sus estructuras
políticas. Aunque más lentas y políticamente menos “sexys”, las reformas
graduales son, normalmente, más efectivas y sostenibles que las grandes
revoluciones: la historia nos ha enseñado, desde la Revolución Francesa en 1789
a la caída del Muro de Berlín en 1989, que un shock brusco no es la mejor manera de producir un cambio
constructivo.
En el mundo moderno, China e India son dos ejemplos incuestionables
de cómo las reformas graduales –impulsadas con perseverancia y buen juicio-
pueden ayudar a los países en desarrollo a prosperar. Ambos países sufrían de
elevados índices de pobreza extrema, pero durante las últimas décadas pusieron en
práctica las políticas de estado adecuadas que les han permitido crecer a un
ritmo vibrante y, lo que es más importante, les ha permitido sacar de la pobreza
a millones de sus ciudadanos.
Esa
experiencia demuestra que lo que se necesita en nuestros países es menos
ingenio y más empeño; menos alquimistas que inventen la piedra filosofal para
resolver todos los problemas, y más gestores que trabajen con empeño y
perseverancia. Al respecto, resulta providencial la esclarecedora lección
dictada por nuestro compatriota Erick Barrondo, ejemplo vivo de lo que el
sacrificio, la constancia y el esfuerzo cotidiano
pueden lograr: no es necesario correr, si caminando con perseverancia podemos alcanzar
nuestras metas, de manera más eficiente.
En lugar de embarcarse en ambiciosas reformas
radicales en búsqueda de cambios instantáneos, los países en desarrollo como
Guatemala deben identificar aquellos pocos obstáculos cruciales que impiden el
desarrollo de sus economías y enfocarse en resolver primero estos problemas. Una
vez las economías empiecen a crecer, entonces habrá espacio, tiempo y dinero
para profundizar los cambios graduales y eficaces del sistema. Reformar, por
ejemplo, el tamaño y la profundidad del gobierno es, sin duda, algo necesario en
el largo plazo, pero una reforma más urgente es superar los graves problemas de
corrupción y de pobre gestión e ineficiencia del gasto público. Un gobierno que
no vela por el buen uso de los impuestos o que maneja mal el gasto –aunque sea
por pura incompetencia-, producirá más pobreza para sus ciudadanos y desalentará
la inversión y el crecimiento.
La resolución de estos problemas cruciales no es tarea
fácil, ya que en la práctica requieren de un cambio sistémico; pero la
realización de dicho cambio necesita del compromiso de la administración
pública y del apoyo ciudadano que quizá no se generen espontáneamente, razón
por la cual se necesita de la voluntad e impulso políticos para premiar e
incentivar el trabajo de los funcionarios que contribuya al referido cambio
sistémico, así como para castigar la negligencia y falta de honradez.
Lo anterior es válido para todos los países, pero lo es más para
aquellos que exhiben indicadores inaceptablemente bajos de bienestar, como los
que presenta el Índice de Desarrollo Humano, publicado por el PNUD, que ubica a
Guatemala en una posición inferior al promedio mundial y ocupando el puesto 131
de 184 países evaluados. Ello pone en
evidencia la necesidad de implementar políticas públicas que sean efectivas y
que se traduzcan en una reforma gradual que sirva a los ciudadanos y no a los intereses
particulares de políticos o grupos de poder. Sólo así los ciudadanos y los
inversionistas sentirán que en realidad pueden prosperar, y lo empezarán a
hacer.o bien
hecho –y no la búsqueda de soluciones instantáneas- lo que produce bienestar
perdurable.
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