Ahora lo que corresponde es presionar a la OEA para que
desempeñe con seriedad e independencia el trabajo que los jefes de estado le encomendaron respecto del combate al tráfico y consumo de drogas ilegales
Con la clausura de la cumbre presidencial de Cartagena
hace algunos días, que le encomendó a la OEA hacerse cargo de coordinar los
estudios y propuestas para enfrentar el problema de las drogas a nivel
regional, varios analistas locales daban por sentado que el momento político de
la iniciativa del presidente Pérez Molina en cuanto a la despenalización de las
drogas había terminado y que más le valía rencauzar sus esfuerzos diplomáticos
hacia otros temas.
Sin embargo, es aconsejable que el gobierno continúe
manteniendo el dedo sobre la llaga y no desaproveche el innegable éxito de
haber levantado el perfil de este polémico tema a nivel continental y mundial.
La lógica de la iniciativa sigue siendo inobjetable: la guerra contra las
drogas impuesta por Richard Nixon hace 40 años ha sido un rotundo fracaso. Esto
lo reconocen ya no sólo expresidentes y exministros (como los que integran la
Comisión Global sobre Política Anti-Droga), sino que también lo hacen,
explícita o implícitamente, los mandatarios en funciones, incluyendo el propio
Barack Obama.
Las evidencias lo demuestran: la cocaína y la heroína
son hoy más baratas (en términos reales) que hace 20 años; la mariguana es hoy,
en términos de valor comercializado (de unos US$14 millardos anuales), el
principal producto agrícola de California; la mayoría de los 10 mil
laboratorios ilegales de meta-anfetaminas clausurados por la justicia en 2009
se ubicaban en los Estados Unidos. Y todo ello en el país que se atreve a
“certificar” si los demás están cumpliendo con los estándares antidrogas que
los propios estadounidenses imponen.
Lo peor de todo es que los costos de la guerra contra
las drogas ha recaído desproporcionada e injustamente sobre los países
productores-comercializadores y no sobre los países consumidores. Aparte del
terrible costo en vidas, el Banco Mundial ha estimado que el crimen y la
violencia cuestan a Centroamérica más del 8% del valor de su producción
nacional, entre otras razones, porque nuestros Estados raquíticos no están en
capacidad de distraer recursos para combatir el narcotráfico sin poner en
riesgo la estabilidad social y la seguridad pública.
El hecho de que nuestros países deban descuidar la
inversión social a causa de desviar sus escasos recursos en función de las
políticas anti-drogas de los países consumidores es, de hecho, una cruel
transferencia de recursos de los países pobres a los ricos, de los pequeños
campesinos cultivadores de droga a los acomodados consumidores y a los
millonarios capos del narcotráfico.
Si bien no hay una solución mágica para replantear las
políticas anti-narcóticas, es importante aprovechar la creciente ola de opinión
pública favorable a explorar nuevas avenidas y presionar a la OEA para que
desempeñe con seriedad e independencia el trabajo que le encomendaron los jefes
de estado en Cartagena. Cada vez más personas (y ya no sólo libertarios o
hippies) están demandando a sus gobiernos un replanteo radical de las políticas
anti-narcóticos; y el gobierno estadounidense, cada vez con menos argumentos
convincentes para mantener las políticas actuales, se enfrenta al riesgo
inminente de que la violencia que aflige a sus vecinos se rebalse sobre el Río
Grande.
El debate de la despenalización aún está verde y
tomará años llegar a algún consenso. Pero los gobiernos latinoamericanos –y,
especialmente, el guatemalteco- deben ejercer con fuerza su influencia en la
OEA para que sus estudios y propuestas se traduzcan en avances concretos. Ello
implica combatir el tráfico y consumo de drogas mediante una adecuada
regulación que reduzca sus graves costos sociales; pero dicho combate no puede
seguirse haciendo como hasta ahora, sino que debe incorporar políticas más
ilustradas y efectivas a nivel regional.
Además de eso, la OEA deberá explicitar que la obligación que tienen las
principales naciones consumidoras de compensar a los países que han sido usados
como bases de producción o tráfico de estupefacientes, a través de medidas
tales como la apertura de sus mercados, el desembolso de recursos abundantes
para fortalecer la fuerza pública y el estado de derecho en nuestras tierras, o
el impulso de programas de acogida a nuestros emigrantes que sólo buscan
trabajar y progresar en las economías más avanzadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTARIOS DE LOS LECTORES: