domingo, 20 de mayo de 2012

¿Se Acabó la Iniciativa?


Ahora lo que corresponde es presionar a la OEA para que desempeñe con seriedad e independencia el trabajo que los jefes de estado le encomendaron respecto del combate al tráfico y consumo de drogas ilegales
Con la clausura de la cumbre presidencial de Cartagena hace algunos días, que le encomendó a la OEA hacerse cargo de coordinar los estudios y propuestas para enfrentar el problema de las drogas a nivel regional, varios analistas locales daban por sentado que el momento político de la iniciativa del presidente Pérez Molina en cuanto a la despenalización de las drogas había terminado y que más le valía rencauzar sus esfuerzos diplomáticos hacia otros temas.
Sin embargo, es aconsejable que el gobierno continúe manteniendo el dedo sobre la llaga y no desaproveche el innegable éxito de haber levantado el perfil de este polémico tema a nivel continental y mundial. La lógica de la iniciativa sigue siendo inobjetable: la guerra contra las drogas impuesta por Richard Nixon hace 40 años ha sido un rotundo fracaso. Esto lo reconocen ya no sólo expresidentes y exministros (como los que integran la Comisión Global sobre Política Anti-Droga), sino que también lo hacen, explícita o implícitamente, los mandatarios en funciones, incluyendo el propio Barack Obama.
Las evidencias lo demuestran: la cocaína y la heroína son hoy más baratas (en términos reales) que hace 20 años; la mariguana es hoy, en términos de valor comercializado (de unos US$14 millardos anuales), el principal producto agrícola de California; la mayoría de los 10 mil laboratorios ilegales de meta-anfetaminas clausurados por la justicia en 2009 se ubicaban en los Estados Unidos. Y todo ello en el país que se atreve a “certificar” si los demás están cumpliendo con los estándares antidrogas que los propios estadounidenses imponen.
Lo peor de todo es que los costos de la guerra contra las drogas ha recaído desproporcionada e injustamente sobre los países productores-comercializadores y no sobre los países consumidores. Aparte del terrible costo en vidas, el Banco Mundial ha estimado que el crimen y la violencia cuestan a Centroamérica más del 8% del valor de su producción nacional, entre otras razones, porque nuestros Estados raquíticos no están en capacidad de distraer recursos para combatir el narcotráfico sin poner en riesgo la estabilidad social y la seguridad pública.
El hecho de que nuestros países deban descuidar la inversión social a causa de desviar sus escasos recursos en función de las políticas anti-drogas de los países consumidores es, de hecho, una cruel transferencia de recursos de los países pobres a los ricos, de los pequeños campesinos cultivadores de droga a los acomodados consumidores y a los millonarios capos del narcotráfico.
Si bien no hay una solución mágica para replantear las políticas anti-narcóticas, es importante aprovechar la creciente ola de opinión pública favorable a explorar nuevas avenidas y presionar a la OEA para que desempeñe con seriedad e independencia el trabajo que le encomendaron los jefes de estado en Cartagena. Cada vez más personas (y ya no sólo libertarios o hippies) están demandando a sus gobiernos un replanteo radical de las políticas anti-narcóticos; y el gobierno estadounidense, cada vez con menos argumentos convincentes para mantener las políticas actuales, se enfrenta al riesgo inminente de que la violencia que aflige a sus vecinos se rebalse sobre el Río Grande.
El debate de la despenalización aún está verde y tomará años llegar a algún consenso. Pero los gobiernos latinoamericanos –y, especialmente, el guatemalteco- deben ejercer con fuerza su influencia en la OEA para que sus estudios y propuestas se traduzcan en avances concretos. Ello implica combatir el tráfico y consumo de drogas mediante una adecuada regulación que reduzca sus graves costos sociales; pero dicho combate no puede seguirse haciendo como hasta ahora, sino que debe incorporar políticas más ilustradas y efectivas a nivel regional.
Además de eso, la OEA deberá explicitar que la obligación que tienen las principales naciones consumidoras de compensar a los países que han sido usados como bases de producción o tráfico de estupefacientes, a través de medidas tales como la apertura de sus mercados, el desembolso de recursos abundantes para fortalecer la fuerza pública y el estado de derecho en nuestras tierras, o el impulso de programas de acogida a nuestros emigrantes que sólo buscan trabajar y progresar en las economías más avanzadas.

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