La pandemia ha evidenciado la debilidad del Estado, pero también nos está demostrando que algunas pocas instituciones sí funcionan y son valiosas
“En tiempo de desolación, nunca hacer mudanza”,
aconsejó Ignacio de Loyola a sus discípulos, “…mas estar firme y constante en
los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal
desolación”. De manera que, actuando con prudencia ignaciana, una vez superado
el período de tribulación que hoy vivimos, bien convendría aprender las
lecciones que nos deja la pandemia y perseverar en el esfuerzo de reformar la
débil institucionalidad que impide la modernización del Estado guatemalteco.
Porque si algo ha puesto en evidencia esta crisis
económica y sanitaria es la enorme deficiencia de la mayoría de instituciones y
la incapacidad del Estado de proveer los bienes públicos esenciales para el
funcionamiento de cualquier economía y sociedad civilizadas. Muchas son las
consecuencias de la ausencia de instituciones eficientes durante la pandemia:
la falta de cifras creíbles para toma de decisiones empresariales y
gubernamentales; el retraso en la provisión de ayuda a la población y a los
empresarios más afectados; la ineficiencia y corrupción en la adquisición de
suministros para combatir la crisis sanitaria; la escasez de cuadros técnicos que
impriman un mínimo de agilidad a la administración pública; o la casi nula
credibilidad de las cortes de justicia para dirimir conflictos y cimentar la
paz social.
A raíz de la pandemia, la sociedad ha cobrado
conciencia de lo oneroso que resulta la precariedad estructural del sistema de
salud pública. Asimismo, la opinión pública se ha dado cuenta de que el
gobierno puede seguir operando igual que antes, con la mitad de las oficinas
estatales cerradas; que puede funcionar igual con menos ministerios y menos
secretarías; que el hacinamiento de la población penitenciaria es una amenaza a
la salud y seguridad públicas; que los barrios marginales -con sus estrechos
callejones, escasez de agua y poca salubridad- representan un peligro sanitario
no solo para sus habitantes sino para todo el país; y, que la flexibilidad de
horarios y condiciones laborales es una exigencia del mundo moderno.
Pero también la pandemia nos está demostrando que
algunas pocas instituciones sí funcionan y son valiosas. La histórica
disciplina macroeconómica de Guatemala -reconocida por los mercados
internacionales- ha mantenido abiertas las ventanillas de crédito interna y externamente.
La estabilidad de precios ha sido un alivio invaluable en medio de la peor
recesión económica de las últimas décadas. Las políticas monetarias y fiscales
ortodoxas sí reditúan en una crisis como la actual. Muchos lustros de
disciplina fiscal han permitido que el presupuesto estatal pueda inflarse
rápidamente para aplicar medidas anti crisis, pero es menester retornar el
déficit fiscal -gradual pero consistentemente- a sus niveles tradicionalmente
bajos. Esas (pocas) instituciones que sí funcionan, hay que preservarlas y
consolidarlas.
Cuando la crisis pase, no deberíamos regresar a la
normalidad. No, al menos, a esa normalidad de instituciones débiles que impiden
al Estado cumplir con sus obligaciones mínimas de proveer servicios básicos de
seguridad, justicia, infraestructura, salud y educación primarias. Los
programas de recuperación económica y social post-pandemia deberían aspirar a
generar un desarrollo económico mucho más acelerado que el que teníamos antes,
así como a mejorar sosteniblemente la calidad de vida de todos los
guatemaltecos. Para ello es indispensable, desde ya, emprender con
determinación -sin prisa, pero sin pausa- la reforma institucional del estado.
Sin ella, a lo más que podremos aspirar es a retornar a nuestra mediocre
normalidad pre pandémica.
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