Un buen primer paso es el programa de emergencia de transferencias de efectivo; pero luego de la pandemia hay que restructurar toda la política de seguridad alimentaria.
El Covid-19 ha desatado múltiples crisis: sanitaria,
económica, de confianza, de liderazgo… a las que ahora se suma un agravamiento
en los indicadores de desnutrición. El confinamiento forzoso ha impedido que
muchas personas puedan trabajar normalmente, lo que reduce sus ingresos y, por
ende, su capacidad para adquirir alimentos. Esto afecta particularmente a los
hogares de menores ingresos que quizá han debido desviar su dieta hacia
alimentos menos nutritivos.
La pandemia también ha perjudicado la oferta de
alimentos, debido a una reducción en la producción local: la escasez de liquidez
causada por una menor demanda de alimentos y una caída de las remesas, se
agrava porque, al mismo tiempo, se produce una escasez temporal de mano de obra
por las restricciones a la movilidad de las personas. La disponibilidad de
alimentos también se ve perjudicada por trabas en los procesos de transporte y
distribución, que son claves para conectar a los productores con los
consumidores. Y, encima de todo, las medidas restrictivas al comercio
internacional que están aplicando muchos gobiernos alrededor del mundo redundan
en una menor oferta de alimentos importados que podrían satisfacer la demanda
de aquellos cuya producción doméstica es insuficiente.
Según datos del Ministerio de Salud Pública, los casos
de desnutrición aguda en menores de cinco años se triplican durante el primer
mes de la pandemia: los cuatro mil quinientos casos (19.8 por cada diez mil
niños menores de cinco años) que se registraban el año pasado, se elevaron a
trece mil setecientos a finales de abril de 2020 (58.5 por cada diez mil).
Estamos, pues, ante una evidente crisis alimentaria que precisa la adopción urgente
de medidas para apoyar la alimentación de la población vulnerable y en
situación de pobreza. Un buen primer paso es el programa de emergencia de
transferencias de efectivo. Sin embargo, este apoyo no atiende a las familias
vulnerables que no están bancarizadas, que no logran registrarse en el programa
o que se encuentran en lugares remotos. Para dichas familias, se requiere
acelerar el programa de reparto de alimentos a cargo del Ministerio de
Agricultura.
Pero una vez concluida la etapa de emergencia contra
la pandemia, es menester implementar programas que restructuren y consoliden la
lucha contra la desnutrición. Resulta imprescindible dirigir recursos
presupuestarios para darle sustento, estructura y sostenibilidad a los
programas de seguridad alimentaria y nutricional. Por ejemplo, debe plantearse
la creación de un Fondo Específico de Nutrición, como un vehículo financiero de
propósito especial para asegurar una ejecución coordinada y eficiente de los
programas e instituciones que combaten la desnutrición, basado en una
gobernanza profesional y técnica para administrar los recursos.
La desnutrición crónica es un problema multicausal que
debe ser enfrentado con un enfoque integral. Su atención involucra no solo
medidas en el área de salud (que solamente atienden los síntomas del problema),
sino principalmente temas de educación alimenticia (especialmente la ausencia
de proteína animal en la cultura dietética nacional) que deben complementarse
con políticas que generen capacidades y le devuelvan a la población las
herramientas necesarias para lograr generar riqueza por sus propios medios, así
como con políticas agrarias, comerciales y laborales. El marco legal que rige
el Sistema Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional -SINASAN- puede
potenciarse con un fondo como el propuesto que podría ser clave para hacer que
funcione ese sistema de coordinación institucional.
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