El sector minero colapsó a un ritmo negativo de 16 por ciento anual entre 2016 y 2019, volviéndose irrelevante en materia de exportaciones y de recaudación fiscal
La minería en Guatemala llegó a ser el sector económico
más dinámico (junto con el sector financiero) en la década de 2006 a 2015, con
una tasa de crecimiento superior al 9 por ciento anual, en promedio. Las
exportaciones de metales llegaron a representar más del 6 por ciento del total
de las exportaciones del país, casi tanto como las de café o las de banano. Y
las empresas mineras se constituyeron en los más importantes contribuyentes
fiscales.
Todo eso cambió a partir de 2015. La caída de los
precios internacionales de los metales preciosos le asestó un fuerte golpe al
sector, pero más fuerte fue el golpe por el cierre de las grandes minas en el
país. La mina de oro Marlin (de la empresa canadiense Goldcorp) inició ese año
su proceso de cierre, que culminó en 2017. Este último año, la actividad de la
mina de plata El Escobal (de la también canadiense Tahoe Resources) fue
obligada por la Corte de Constitucionalidad -CC-a suspender operaciones debido
a que las autoridades incumplieron el requisito de consultar a las comunidades
indígenas conforme lo establece el Convenio 169 de la OIT. Antes, en 2016, la CC
había suspendido las labores de la mina de oro Tambor (de la estadounidense
KPA).
El sector minero colapsó a un ritmo negativo de 16 por
ciento anual entre 2016 y 2019, volviéndose irrelevante en materia de
exportaciones y de recaudación fiscal. El tiro de gracia al sector se lo dio el
mes pasado una nueva sentencia de la CC suspendiendo las operaciones de la mina
de níquel Fénix (del suizo Grupo Solway) por las mismas razones: incumplimiento
de los requisitos de consulta a las comunidades indígenas. Las sentencias de la
CC suspendiendo la actividad minera tienen un motivo en común: la inexistencia
de un marco legal e institucional que regule y conduzca apropiadamente las
consultas comunitarias que exige el Convenio 169.
La experiencia en Sudamérica contrasta con la nuestra.
Aunque no exenta de conflictividad (especialmente ambiental) la actividad
minera aporta más del 10 por ciento del PIB en Chile, Perú, Paraguay y Ecuador,
y más del 5 por ciento en Bolivia, Uruguay, México y Colombia, indistintamente
de si en esos países gobierna la izquierda o la derecha. La diferencia con
nosotros es que en esos países existe un marco regulatorio (en varios de ellos están
legisladas las consultas comunitarias) e institucional que busca conciliar los
intereses del país, los de las empresas mineras y los de las comunidades.
La desidia de nuestras autoridades y legisladores en
cuanto a proveer un marco legal e institucional para la minería ha provocado tal
desorden e incertidumbre que pone en serias dudas el futuro del sector. La
minería es un negocio de largo plazo: la exploración toma diez años, el
desarrollo del proyecto otros cinco y la construcción otros tantos. La falta de
autoridad y de regulación impide a las empresas decentes realizar
razonablemente un esfuerzo de tal magnitud, lo que deja la puerta abierta a las
empresas con menores estándares técnicos, ambientales, laborales y sociales. Si
no se hacen las reformas del caso, serán estas empresas de quinta categoría las
que se harán cargo de la minería en el país, en perjuicio del Estado, el medio
ambiente y las comunidades.
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