Muchos usuarios de tarjetas de crédito en Guatemala sufren el acoso telefónico y la invasión a su privacidad por parte de los emisores, ya sea para ofrecer productos y servicios (que nadie ha solicitado), o para recordarles el pago de sus saldos (aunque no haya llegado la fecha). Por otro lado, algunos tarjetahabientes han acumulado deudas considerables -ya sea por desconocimiento de las condiciones crediticias de la tarjeta, por su escasa cultura financiera, o por pura irresponsabilidad personal-. Pero el peor remedio que un legislador puede encontrar a estos problemas es el pretender que, mediante una ley de Tarjeta de Crédito como la que recientemente se empezó a discutir en el Congreso, se fije un tope a las tasas de interés.
Quizá los
diputados ponentes tengan la loable intención de que, manteniendo
artificialmente bajo el costo del financiamiento, se pueda mejorar el acceso al
crédito a los tarjetahabientes. Pero los precios tope a las tasas de interés
van a lograr exactamente el efecto contrario. Es natural que los créditos que
se otorgan vía tarjeta de crédito sean más caros que otros créditos,
precisamente porque van dirigidos a prestatarios más riesgosos: consumidores de
clase media sin historial crediticio, o pequeños empresarios sin garantías
reales. Si a las tarjetas de crédito se les prohíbe cobrar la tasa de interés que los cubra de
esos riesgos, pues simplemente dejarán de otorgar esos créditos a quienes más
los necesitan.
La experiencia mundial
demuestra lo contraproducentes que resultan los precios tope a las tasas de
interés. Por ejemplo, cuando el Banco Central de África Occidental puso tope a
las tasas de microcréditos, fueron los usuarios más pobres y en las áreas más
remotas (es decir, los más riesgosos) quienes primero dejaron de recibir préstamos.
En Nicaragua, en 2001, se introdujo un techo a la tasa de interés de microfinanzas,
con el resultado de que el crecimiento del crédito se redujo de un 30 por ciento
anual, a un 2 por ciento, dejando sin acceso al crédito a los más necesitados.
Y lo mismo ha ocurrido en países desarrollados: cuando el estado de Oregón
introdujo en 2007 un tope a las tasas de interés sobre préstamos de día de pago,
se incrementó la proporción de personas que reportaron dificultades para
obtener créditos en 20 puntos porcentuales. Al final de cuentas, los precios
tope solo logran reducir la disponibilidad del producto cuyo precio se pretende
controlar.
Nadie niega que
en ocasiones los usuarios de tarjetas de crédito son víctimas de abuso, y que
algunos de ellos están sobre endeudados (quizá porque nunca debieron haber sido
sujetos de crédito). Pero los topes a las tasas de interés son el remedio
equivocado para las fallas de ese mercado, que se originan en la insuficiente competencia
o en la poca información disponible sobre prestamistas y clientes. Lo que se
necesita no son precios tope, sino mayor transparencia acerca de los costos,
tarifas y condiciones de los créditos, así como más fuentes de financiamiento y
más información sistemática sobre el récord crediticio de los prestatarios. En esto
deberían enfocarse los reguladores, y no en medidas populistas que
políticamente son sexys, pero que financieramente son un desastre anunciado.
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