El clima de polarización y confrontación en el país se
ha acentuado peligrosamente. La comunicación entre personas de distinta opinión
está rota. Esas son malas noticias para la economía porque un clima de negocios
enrarecido por la hostilidad y la desconfianza entre diversos sectores de la
sociedad es muy adverso para la inversión, el crecimiento económico y la
generación de empleo, aspectos que, según varias encuestas, son los que más
angustian al guatemalteco promedio.
Es preocupante también la forma en que los eventos
políticos nacionales se están percibiendo en el exterior, según se recoge en
medios tan diversos como el New York Times, The Economist o, incluso, el
reciente comunicado de la calficadora Fitch Ratings que alerta sobre los
efectos negativos que dichos eventos pueden tener sobre la calificación de
riesgo-país. Todo ello perjuicio de los potenciales flujos de inversión
(financiera y directa) hacia Guatemala.
Conviene recordar que en la década de los ochenta (la
década perdida de nuestra economía) fueron precisamente el conflicto interno y
el rompimiento del tejido social las causas principales que incidieron en el
desplome de la inversión, la pérdida de la estabilidad económica y la
ralentización severa de la actividad productiva.
En este momento crítico, y en aras del bien superior
de la Nación, es imprescindible reducir la intensidad del enfrentamiento y
restablecer la comunicación entre los grupos en conflicto. Ello requiere
madurez por parte de los distintos liderazgos para ceder y aceptar compromisos
que eviten el agravamiento de la crisis. Ceder y aceptar.
Aceptar, por ejemplo, que la salida y relevo del
comisionado Velásquez (mejor si pronto y voluntario) aliviaría las tensiones (y
daría una salida viable a las resoluciones que la Corte de Constitucionalidad
tiene que emitir respecto de su expulsión del país). Aceptar que la CICIG es un
experimento clave para la ONU y que su continuidad es necesaria para transferir
capacidades y reformar el sector justicia (esencial para la eficiencia
económica); pero aceptar también que debe ser reformada (en cuanto a la
definición de su mandato, su gobernanza y su obligación de rendir cuentas) para
fortalecer su credibilidad y eficacia.
Aceptar que el país estaba podrido de corrupción y que
quienes cometieron faltas o delitos deben reconocerlos y redimir el daño
causado. Aceptar que se necesitan herramientas jurídicas transicionales para
viabilizar tal reconocimiento. Aceptar que si todos los transgresores fueran encarcelados,
no alcanzarían todos los estadios de futbol del país convertidos en prisión
para albergarlos.
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