El operativo del Ministerio Público y la CICIG de la
semana pasada, relacionado con el millonario caso de corrupción en el
Transmetro, ha puesto de manifiesto una vez más la naturaleza sistémica de la
corrupción y que esta es una parte integral del quehacer político del país. La
corrupción parece ser el pegamento que mantuvo unido y operando al
establishment político durante décadas.
El problema de corrupción en Guatemala no es producto
de la casualidad o de la mala suerte, sino que es un sistema resultante de una
simple transacción: una persona ayuda a otra a alcanzar el poder político (en
cualquiera de los tres poderes del Estado o a nivel municipal) a cambio de que
esta, a su vez, le conceda acceso al erario público o a una parte del poder
político, creando en el camino lealtades de conveniencia que –mientras duran-
fortalecen el sistema.
Una cantidad creciente de funcionarios (electos o
nombrados) vieron sus cargos como una oportunidad de hacerse ricos, ya sea
mediante el tráfico de influencias o directamente mediante el robo descarado.
De esa degeneración sistémica no parece haberse salvado ninguno de los partidos
políticos que ejercieron el poder desde que empezó el actual periodo
democrático y parecía –hasta antes de
que la CICIG empezara su cruzada anti-corrupción en abril de 2015- que el
sistema aseguraba las lealtades necesarias para mantener operando la maquinaria
de extracción de recursos públicos.
Esto empezó a cambiar con la revelación del caso La
Línea en 2015. Desde entonces, la corrupción se ha convertido en la razón de
ser de la comunidad de activistas del país y en el tópico alrededor del cual
gira la discusión pública, las campañas electorales, las decisiones de ahorro e
inversión y, seguramente, los cálculos de los políticos para sobrevivir. El
establishment político ya no goza de la libertad absoluta que antes tuvo para
portarse mal impunemente, como lo atestiguan las sobrepobladas instalaciones
del Mariscal Zavala.
Pero aún estamos lejos de acabar con el poderoso
sistema de corrupción. El establishment cuenta con recursos a su favor, como la
ineficiencia del sistema judicial que permite prolongar indefinidamente los
juicios, con la esperanza de que los casos eventualmente se desvanezcan por
agotamiento. El establishment también le apuesta a que la ciudadanía
políticamente activa y crítica de la corrupción es una minoría concentrada en
las áreas urbanas y que, por ello, podrán seguir contando con los votos del
resto de la población poco involucrada en las intimidades operativas de la
vieja política y más preocupada en resolver sus problemas vitales básicos,
tales como la seguridad, el empleo y los ingresos.
Por eso, pecan de ingenuos quienes creen que solamente
mediante la persecución penal de casos como La Línea y el Transmetro será
suficiente para desmantelar el sistema patrimonialista que durante décadas ha
depredado el erario público y destruido las instituciones del Estado. Ese
sistema perverso, que se ha convertido en el principal obstáculo al desarrollo
económico y social del país, es resistente y poderoso.
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