lunes, 19 de febrero de 2018

La Corrupción y el Sistema Político

Mientras no haya una reforma profunda del sistema político y de las instituciones clave del Estado (justicia, servicio civil, obras públicas, Contraloría, etcétera), la corrupción continuará siendo el pegamento que mantiene unido al establishment político

El operativo del Ministerio Público y la CICIG de la semana pasada, relacionado con el millonario caso de corrupción en el Transmetro, ha puesto de manifiesto una vez más la naturaleza sistémica de la corrupción y que esta es una parte integral del quehacer político del país. La corrupción parece ser el pegamento que mantuvo unido y operando al establishment político durante décadas.

El problema de corrupción en Guatemala no es producto de la casualidad o de la mala suerte, sino que es un sistema resultante de una simple transacción: una persona ayuda a otra a alcanzar el poder político (en cualquiera de los tres poderes del Estado o a nivel municipal) a cambio de que esta, a su vez, le conceda acceso al erario público o a una parte del poder político, creando en el camino lealtades de conveniencia que –mientras duran- fortalecen el sistema.

Una cantidad creciente de funcionarios (electos o nombrados) vieron sus cargos como una oportunidad de hacerse ricos, ya sea mediante el tráfico de influencias o directamente mediante el robo descarado. De esa degeneración sistémica no parece haberse salvado ninguno de los partidos políticos que ejercieron el poder desde que empezó el actual periodo democrático y  parecía –hasta antes de que la CICIG empezara su cruzada anti-corrupción en abril de 2015- que el sistema aseguraba las lealtades necesarias para mantener operando la maquinaria de extracción de recursos públicos.

Esto empezó a cambiar con la revelación del caso La Línea en 2015. Desde entonces, la corrupción se ha convertido en la razón de ser de la comunidad de activistas del país y en el tópico alrededor del cual gira la discusión pública, las campañas electorales, las decisiones de ahorro e inversión y, seguramente, los cálculos de los políticos para sobrevivir. El establishment político ya no goza de la libertad absoluta que antes tuvo para portarse mal impunemente, como lo atestiguan las sobrepobladas instalaciones del Mariscal Zavala.

Pero aún estamos lejos de acabar con el poderoso sistema de corrupción. El establishment cuenta con recursos a su favor, como la ineficiencia del sistema judicial que permite prolongar indefinidamente los juicios, con la esperanza de que los casos eventualmente se desvanezcan por agotamiento. El establishment también le apuesta a que la ciudadanía políticamente activa y crítica de la corrupción es una minoría concentrada en las áreas urbanas y que, por ello, podrán seguir contando con los votos del resto de la población poco involucrada en las intimidades operativas de la vieja política y más preocupada en resolver sus problemas vitales básicos, tales como la seguridad, el empleo y los ingresos.

Por eso, pecan de ingenuos quienes creen que solamente mediante la persecución penal de casos como La Línea y el Transmetro será suficiente para desmantelar el sistema patrimonialista que durante décadas ha depredado el erario público y destruido las instituciones del Estado. Ese sistema perverso, que se ha convertido en el principal obstáculo al desarrollo económico y social del país, es resistente y poderoso.

Lo que se requiere para desmantelar ese sistema es la reforma profunda del régimen electoral y de partidos políticos, así como el fortalecimiento de las instituciones fundamentales del gobierno: el sector justicia, el servicio civil, la contraloría, los sistemas de contrataciones e infraestructura, etcétera. Debemos cobrar conciencia de que el problema básico del país no es tanto la corrupción o el crimen organizado, sino la ausencia patente de un Estado que provea los servicios públicos esenciales en función de las necesidades de los ciudadanos y no de los intereses de los políticos.

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