Hemos progresado como país, pero otros países que antes estaban detrás de Guatemala (como Tailandia, China o Indonesia) nos han dejado atrás. Sin ir tan lejos, Costa Rica y Panamá están ya mismo en otra liga muy superior a la nuestra. La diferencia entre ellos y nosotros: la debilidad y disfuncionalidad de nuestras instituciones estatales.
Durante la preparación de un informe sobre la
situación económica de Guatemala y sus perspectivas para 2018 (que presentaré
esta semana en la reunión mensual de Consultores Para el Desarrollo –COPADES-)
me fue surgiendo la imagen de un país con una serie de indicadores
(macroeconómicos, sociales e, incluso, políticos) que permiten compararlo
razonablemente bien con otros países de la región o con otros de similar nivel
de ingreso en otras partes del mundo pero que, al mismo tiempo, avanza con
pasmosa lentitud en comparación con sus semejantes.
Por ejemplo, hemos mantenido un crecimiento del PIB sostenido,
estable, moderado y muy resiliente ante los vaivenes de la economía mundial;
además, a diferencia de la mayoría de países vecinos, Guatemala ha mostrado desde
hace tiempo un déficit fiscal bastante bajo y, desde hace un par de años, un
superávit en su cuenta corriente de la balanza de pagos con el exterior,
aspectos que se traducen en un bajísimo nivel de endeudamiento y que son
indicativos de una firme y remarcable estabilidad macroeconómica.
En las pasadas tres décadas también se han producido
importantes avances en importantes indicadores sociales –como los de
escolaridad, mortalidad infantil, o cobertura de servicios públicos de agua,
saneamiento, electricidad y telecomunicaciones-, así como evidentes progresos
en materia de libertades civiles –libertad de expresión y prensa, participación
política- e instituciones democráticas –Ministerio Público independiente,
procesos electorales ininterrumpidos, defensoría de los derechos humanos
activa-.
Ciertamente ha habido avances y tenemos buenos
indicadores de estabilidad económica. Podríamos decir que estamos bien. Pero al
mismo tiempo podemos decir que vamos mal, muy mal, porque avanzamos a un paso
exageradamente lento y estamos, con claridad, quedándonos rezagados respecto de
nuestros pares. Hace 30 años Costa Rica y Panamá ya nos superaban en la mayoría
de indicadores de productividad y bienestar social, pero esas diferencias se
han multiplicado rápidamente. Mientras que esos dos países progresan
rápidamente, Guatemala se ha quedado estancada y firmemente adherida al pelotón
de la mediocridad junto con Honduras, El Salvador y Nicaragua, tal como
irrefutablemente lo atestiguan los diversos índices disponibles de desarrollo
humano, de competitividad, o de progreso social.
En el mismo periodo hemos visto como nuestro país, que
en los años ochenta exhibía un nivel de ingreso per cápita similar al de
Tailandia o Corea, y muy superior al de China o Indonesia, ha sido rápida y
ampliamente rebasado por estos países asiáticos, que han logrado sacar de la
pobreza a millones de sus habitantes a través de procesos de rápido crecimiento
económico basado en la inversión y en la productividad. Nuestra economía,
mientras tanto, languidece adocenada sin poder generar suficientes empleos y
mejoras en las condiciones de vida para los guatemaltecos que se ven obligados
a migrar al exterior, muchas veces a riesgo de su propia vida, en busca de las
oportunidades que su patria les niega.
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