El desencanto creciente con el capitalismo plantea un gran desafío para los gobiernos y las empresas: cómo preservar los innegables beneficios del libre intercambio y de la globalización y, al mismo tiempo, como minimizar sus inevitables costos
Al mundo lo recorre una ola de desencanto con el
capitalismo y la globalización. Una encuesta reciente en 28 países
industrializados da cuenta de que, diez años después de la crisis financiera
mundial, un 62% de los entrevistados desconfía de la globalización y un 55% tiene
temor de que los inmigrantes dañen la economía y la cultura de su país. Esos
porcentajes son aún mayores en los Estados Unidos, donde un 75% cree que el
gobierno debe proteger la industria y los empleos locales, anque sea a costa
del crecimiento económico. Los países en vías de desarrollo tampoco escapan de
esta tendencia.
Es un hecho que el mundo hoy está altamente integrado
mediante un flujo continuo de bienes, servicios, capitales, personas e ideas
que ha generado una enorme prosperidad: se ha reducido la desigualdad del
ingreso entre países (aunque no intra
países) y, en los últimos veinte años, la población en situación de pobreza se
ha reducido a la mitad a nivel mundial. Los estándares de vida han mejorado en
todos los países y, gracias al libre comercio, los consumidores tienen acceso
más barato a una mayor cantidad de bienes y, al mismo tiempo, las economías se
hacen más productivas al acceder a insumos más modernos y baratos.
Pero también sabemos que la globalización ha acarreado
algunos efectos colaterales negativos (como la pérdida de empleos en ciertos
sectores o las tensiones sociales generadas por las migraciones) que pueden
llegar a opacar todos aquellos beneficios, especialmente si la percepción
imperante es la de un sistema capitalista en el que los beneficios del
comercio, la tecnología y la globalización se concentran en unos pocos
privilegiados, mientras que los costos recaen en los trabajadores no
calificados y en los productores locales.
El peligro de tal percepción es que los desencantados
pueden elevar al poder, mediante su voto y apoyo, a líderes populistas, nacionalistas
y proteccionistas capaces no solo de frenar de tajo los beneficios de la
globalización (y de sumir en más pobreza a sus ciudadanos), sino también de generar
tensiones geopolíticas que, aderezadas por motivos raciales, religiosos o
tribales, pueden desbordarse hacia la confrontación y –si la razón no
prevalece- la guerra.
Este peligro plantea un serio desafío a gobiernos y
empresas. El Estado debe jugar un rol central para procurar preservar los
beneficios de la globalización y minimizar sus costos, haciendo uso de su
capacidad de orientar los recursos del país hacia la creación de condiciones
propicias para la generación de empleos e inversiones en los sectores más
pujantes. Además, debe suavizar y facilitar la movilidad de los trabajadores
(entre empresas, sectores y regiones) ayudándolos con asistencia técnica,
capacitación, seguros de desempleo y servicios de salud. Pero la mejor
respuesta que puede dar el Estado en el actual entorno es la de no dar la
espalda al libre comercio e integrarse cada vez más a la economía mundial.
Por su parte, las empresas también deben enfrentar el desafío que
plantean los descontentos, en un mundo en que cada vez están más sujetas al
escrutinio instantáneo de los consumidores, autoridades, competidores y potenciales
inversionistas. Quizá la mejor actitud que pueden tomar las empresas sea la de guiarse
por la máxima de Goldman Sachs de ser “codiciosas en el largo plazo”; es decir,
ser coherentes en buscar su objetivo de maximizar las utilidades (que, según
Friedman, es la principal responsabilidad social empresarial), pero a la vez conscientes
de que la sostenibilidad a largo plazo de dicho objetivo pasa porque exista
bienestar material y paz social en la sociedad en la que se desenvuelven.
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