lunes, 4 de diciembre de 2017

El Desencanto con el Capitalismo

El desencanto creciente con el capitalismo plantea un gran desafío para los gobiernos y las empresas: cómo preservar los innegables beneficios del libre intercambio y de la globalización y, al mismo tiempo, como minimizar sus inevitables costos

Al mundo lo recorre una ola de desencanto con el capitalismo y la globalización. Una encuesta reciente en 28 países industrializados da cuenta de que, diez años después de la crisis financiera mundial, un 62% de los entrevistados desconfía de la globalización y un 55% tiene temor de que los inmigrantes dañen la economía y la cultura de su país. Esos porcentajes son aún mayores en los Estados Unidos, donde un 75% cree que el gobierno debe proteger la industria y los empleos locales, anque sea a costa del crecimiento económico. Los países en vías de desarrollo tampoco escapan de esta tendencia.

Es un hecho que el mundo hoy está altamente integrado mediante un flujo continuo de bienes, servicios, capitales, personas e ideas que ha generado una enorme prosperidad: se ha reducido la desigualdad del ingreso entre países (aunque no intra países) y, en los últimos veinte años, la población en situación de pobreza se ha reducido a la mitad a nivel mundial. Los estándares de vida han mejorado en todos los países y, gracias al libre comercio, los consumidores tienen acceso más barato a una mayor cantidad de bienes y, al mismo tiempo, las economías se hacen más productivas al acceder a insumos más modernos y baratos.

Pero también sabemos que la globalización ha acarreado algunos efectos colaterales negativos (como la pérdida de empleos en ciertos sectores o las tensiones sociales generadas por las migraciones) que pueden llegar a opacar todos aquellos beneficios, especialmente si la percepción imperante es la de un sistema capitalista en el que los beneficios del comercio, la tecnología y la globalización se concentran en unos pocos privilegiados, mientras que los costos recaen en los trabajadores no calificados y en los productores locales.

El peligro de tal percepción es que los desencantados pueden elevar al poder, mediante su voto y apoyo, a líderes populistas, nacionalistas y proteccionistas capaces no solo de frenar de tajo los beneficios de la globalización (y de sumir en más pobreza a sus ciudadanos), sino también de generar tensiones geopolíticas que, aderezadas por motivos raciales, religiosos o tribales, pueden desbordarse hacia la confrontación y –si la razón no prevalece- la guerra.

Este peligro plantea un serio desafío a gobiernos y empresas. El Estado debe jugar un rol central para procurar preservar los beneficios de la globalización y minimizar sus costos, haciendo uso de su capacidad de orientar los recursos del país hacia la creación de condiciones propicias para la generación de empleos e inversiones en los sectores más pujantes. Además, debe suavizar y facilitar la movilidad de los trabajadores (entre empresas, sectores y regiones) ayudándolos con asistencia técnica, capacitación, seguros de desempleo y servicios de salud. Pero la mejor respuesta que puede dar el Estado en el actual entorno es la de no dar la espalda al libre comercio e integrarse cada vez más a la economía mundial.

Por su parte, las empresas también deben enfrentar el desafío que plantean los descontentos, en un mundo en que cada vez están más sujetas al escrutinio instantáneo de los consumidores, autoridades, competidores y potenciales inversionistas. Quizá la mejor actitud que pueden tomar las empresas sea la de guiarse por la máxima de Goldman Sachs de ser “codiciosas en el largo plazo”; es decir, ser coherentes en buscar su objetivo de maximizar las utilidades (que, según Friedman, es la principal responsabilidad social empresarial), pero a la vez conscientes de que la sostenibilidad a largo plazo de dicho objetivo pasa porque exista bienestar material y paz social en la sociedad en la que se desenvuelven.


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