lunes, 12 de diciembre de 2016

Lucha Contra la Corrupción: Lo que Aún Falta

Aunque luchar contra la corrupción puede tener costos en el corto plazo, puede significar grandes réditos económicos a mediano plazo. Pero para lograrlo hay que perseverar y, sobre todo, fortalecer las instituciones.

El viernes pasado se celebró el Día Internacional Contra la Corrupción, que se conmemoró en Guatemala con muestras de satisfacción –desde enhorabuenas del Secretario General de las Naciones Unidas a la Fiscal Thelma Aldana, hasta auto-felicitaciones de la sociedad civil por sus inspiradoras protestas del año pasado-, en celebración por lo que se ha avanzado en los últimos meses.

Debemos reconocer el despertar ciudadano en contra de la corrupción que se vivió el año pasado, así como los esfuerzos del MP y el empuje de la CICIG. Pero el monstruo de la corrupción es demasiado grande y poderoso como para darnos por satisfechos. Aún falta mucho por hacer: la lucha contra la corrupción debe ser algo sistémico e integral, no solamente un conjunto de esfuerzos aislados.

La situación aún es muy grave. La corrupción está tan arraigada en el quehacer público en Guatemala que muchas decisiones (en el Ejecutivo, en el Legislativo y en el Judicial) se toman solamente por el interés de enriquecerse (a costa de sobornos, sobreprecios o tráfico de influencias), y no motivadas por el interés colectivo. No se trata de transacciones aisladas, sino de una auténtica captura del Estado por redes y costumbres corruptas tan arraigadas que ya no son la excepción, sino que se han convertido en el patrón de comportamiento y en la norma de funcionamiento.

Los costos económicos y sociales son altísimos. La corrupción generalizada impide al Estado cumplir con sus funciones básicas: por un lado implica desperdiciar millones de quetzales de gasto público (que se deja de hacer o, en el mejor de los casos, que se hace mal) y, por otro, daña profundamente la voluntad de los contribuyentes de pagar impuestos, lo cual compromete la sostenibilidad de las finanzas públicas y la estabilidad económica del país. La corrupción debilita igualmente el cumplimiento de los contratos, el cobro de adeudos y, en general, la confianza en los mercados, con el consiguiente costo en pérdida de productividad económica.

La corrupción daña también la infraestructura: la inversión pública está corroída por sistemas opacos de contratación, deudas flotantes espurias, y sobrecostos recurrentes; la inversión privada, por su parte, se ve obstaculizada por la corrupción asociada a los trámites, licencias y normas desordenadas y arbitrarias que plagan la operatoria gubernamental. La corrupción también impide la inversión pública en educación y en salud, lo que imposibilita mejorar el capital humano del país. Y, por si esto fuera poco, la corrupción también daña la calificación de riesgo-país y, con ello, encarece el financiamiento público y privado para el desarrollo.

Combatir la corrupción requiere de un esfuerzo integral, sistemático y multifacético que incluya acciones en materia de transparencia, adoptando las mejores prácticas internacionales de gobierno abierto; en materia de aplicación estricta de la ley, para castigar a los funcionarios corruptos y confiscarles su botín; en materia de facilitación de trámites y regulaciones, para minimizar el riesgo de que las decisiones burocráticas discrecionales degeneren en sobornos; y, en materia de construcción de instituciones que, como la Contraloría y el servicio civil, son esenciales para combatir la corrupción.


Los resultados de tal esfuerzo tomarán tiempo y serán efectivos solo cuando en la mentalidad de los actores clave (tanto en el sector público como en el privado) se asuma que las reglas del juego de verdad han cambiado. Lograrlo requiere de visión de Estado, perseverancia, decisión política y liderazgo, virtudes estas que, por desgracia, no suelen abundar por estos lares.

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