Aunque luchar contra la corrupción puede tener costos en el corto plazo, puede significar grandes réditos económicos a mediano plazo. Pero para lograrlo hay que perseverar y, sobre todo, fortalecer las instituciones.
El viernes pasado se celebró el Día Internacional
Contra la Corrupción, que se conmemoró en Guatemala con muestras de
satisfacción –desde enhorabuenas del Secretario General de las Naciones Unidas
a la Fiscal Thelma Aldana, hasta auto-felicitaciones de la sociedad civil por
sus inspiradoras protestas del año pasado-, en celebración por lo que se ha
avanzado en los últimos meses.
Debemos reconocer el despertar ciudadano en contra de
la corrupción que se vivió el año pasado, así como los esfuerzos del MP y el
empuje de la CICIG. Pero el monstruo de la corrupción es demasiado grande y
poderoso como para darnos por satisfechos. Aún falta mucho por hacer: la lucha
contra la corrupción debe ser algo sistémico e integral, no solamente un
conjunto de esfuerzos aislados.
La situación aún es muy grave. La corrupción está tan
arraigada en el quehacer público en Guatemala que muchas decisiones (en el
Ejecutivo, en el Legislativo y en el Judicial) se toman solamente por el
interés de enriquecerse (a costa de sobornos, sobreprecios o tráfico de
influencias), y no motivadas por el interés colectivo. No se trata de
transacciones aisladas, sino de una auténtica captura del Estado por redes y
costumbres corruptas tan arraigadas que ya no son la excepción, sino que se han
convertido en el patrón de comportamiento y en la norma de funcionamiento.
Los costos económicos y sociales son altísimos. La
corrupción generalizada impide al Estado cumplir con sus funciones básicas: por
un lado implica desperdiciar millones de quetzales de gasto público (que se
deja de hacer o, en el mejor de los casos, que se hace mal) y, por otro, daña
profundamente la voluntad de los contribuyentes de pagar impuestos, lo cual
compromete la sostenibilidad de las finanzas públicas y la estabilidad
económica del país. La corrupción debilita igualmente el cumplimiento de los
contratos, el cobro de adeudos y, en general, la confianza en los mercados, con
el consiguiente costo en pérdida de productividad económica.
La corrupción daña también la infraestructura: la
inversión pública está corroída por sistemas opacos de contratación, deudas
flotantes espurias, y sobrecostos recurrentes; la inversión privada, por su
parte, se ve obstaculizada por la corrupción asociada a los trámites, licencias
y normas desordenadas y arbitrarias que plagan la operatoria gubernamental. La
corrupción también impide la inversión pública en educación y en salud, lo que
imposibilita mejorar el capital humano del país. Y, por si esto fuera poco, la
corrupción también daña la calificación de riesgo-país y, con ello, encarece el
financiamiento público y privado para el desarrollo.
Combatir la corrupción requiere de un esfuerzo
integral, sistemático y multifacético que incluya acciones en materia de
transparencia, adoptando las mejores prácticas internacionales de gobierno
abierto; en materia de aplicación estricta de la ley, para castigar a los
funcionarios corruptos y confiscarles su botín; en materia de facilitación de
trámites y regulaciones, para minimizar el riesgo de que las decisiones
burocráticas discrecionales degeneren en sobornos; y, en materia de construcción
de instituciones que, como la Contraloría y el servicio civil, son esenciales
para combatir la corrupción.
Los resultados de tal esfuerzo tomarán tiempo y serán
efectivos solo cuando en la mentalidad de los actores clave (tanto en el sector
público como en el privado) se asuma que las reglas del juego de verdad han
cambiado. Lograrlo requiere de visión de Estado, perseverancia, decisión
política y liderazgo, virtudes estas que, por desgracia, no suelen abundar por
estos lares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTARIOS DE LOS LECTORES: