viernes, 24 de abril de 2015

Así sí, CICIG

El combate a la corrupción debería ser, a estas alturas, parte de la lucha por proteger los derechos humanos

Si Guatemala corre algún peligro de convertirse en un estado fallido, la causa principal es, sin duda, la corrupción, cuya influencia nefasta sobre el funcionamiento del aparato público tiene gravísimas consecuencias económicas, políticas y sociales. De acuerdo a la recién publicada encuesta del Barómetro de las Américas, Guatemala es como uno de los países con mayor incidencia de corrupción: uno de cada cinco guatemaltecos ha sido víctima directa en el último año. La misma encuesta revela que más del 70 por ciento de los guatemaltecos percibe que la corrupción en el país está generalizada.
Los costos para la economía son gigantescos, tanto por las pérdidas de eficiencia que genera la corrupción, como por la evidente merma que sufre el erario público. Apenas un día antes de que estallara el escándalo de la defraudación aduanera la semana recién pasada, se hacía público un estudio elaborado por una red de tanques de pensamiento en el que se estimaba que el costo del contrabando y la defraudación aduanera supera el 3% del PIB. Y si a eso sumamos lo que el fisco pierde por la corrupción o el desperdicio en otras muchas áreas de la gestión gubernamental (compra de medicinas, subsidio al transporte, mantenimiento de carreteras, saneamiento de lagos, y un interminable etcétera), resulta evidente que no existe otra medida de eficiencia fiscal o reforma tributaria que sean más eficientes que el efectivo combate a la corrupción.
Más aún, los niveles actuales de corrupción son tan elevados que se han convertido en un asunto de violación de los derechos humanos fundamentales: la corrupción cuesta vidas.  Cobra vidas de guatemaltecos que acuden a los servicios de salud pública y se encuentran con un sistema de saqueo institucionalizado que va desde el robo de suministros por parte de los empleados del menor nivel, hasta la oscura asignación de millonarios contratos de compra de medicamentos a más alto nivel. Todo ello mientras los ciudadanos más pobres literalmente mueren en las salas de urgencias.
Cobra vidas de trabajadores guatemaltecos dedicados al oficio de pilotos de transporte público, negocio tan absolutamente desnaturalizado por el tenebroso sistema de otorgamiento de subsidios y de sospechosos procesos de compra de autobuses, que ahora es fuero casi exclusivo del crimen organizado.  Cae de su peso, entonces, que el combate a la corrupción no es solamente un asunto de conveniencia administrativa y de buen gobierno, sino que es un tema de interés geopolítico por sus implicaciones en las áreas de derechos humanos y de seguridad regional.
Por eso resulta tan reconfortante y esperanzador el exitoso operativo de la semana pasada, que desarticuló la estructura de defraudadores aduaneros dirigida por los más altos funcionarios gubernamentales en la materia. Es menester reconocer el rol fundamental que la CICIG desempeñó en ese operativo. Resulta positivo que la CICIG haya, por fin, detectado que esas redes de corrupción son centrales en las actividades delictivas de los cuerpos paralelos enquistados en el estado guatemalteco, contra los cuales tiene el mandato de actuar.
Falta ver, eso sí, si el sistema judicial (tanto o más cuestionado que el Ejecutivo por su ineficiencia y opacidad) está a la altura para castigar como corresponde a los delincuentes capturados. Falta  ver también si la CICIG (cuyo mandato ha sido prorrogado hasta 2017) se sigue concentrando en el combate a las actividades de corrupción que están carcomiendo al Estado (ojalá que, en tal sentido, ya hayan pesquisas en torno a los asesinatos de pilotos y el botín del subsidio al transporte, o en torno a los procesos de compras de medicamentos y otros suministros).
Por nuestra parte, toca a los guatemaltecos luchar por fortalecer las instituciones de control que deberían hacerse cargo de tomar la estafeta de la CICIG cuando esta abandone finalmente el país. Para empezar, hay que impulsar reformas que rescaten y fortalezcan a la Superintendencia de Administración Tributaria. Pero principalmente hay que luchar por el fortalecimiento de las instancias de vigilancia y control: la Contraloría de Cuentas, el Ministerio Público y el Organismo Judicial. Sin ese esfuerzo, el exitoso operativo contra la defraudación aduanera de la semana pasada no pasará de ser una simple llamarada de tusas.

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