sábado, 5 de enero de 2013

La Brecha Urbano-Rural


La situación en el área rural se caracteriza por dos caras de la misma moneda: la pobreza y la baja productividad.
Guatemala es un país fracturado, dividido, desarticulado. Entre las innumerables divisiones que fragmentan al país, una de las más dramáticas es la enorme brecha que existe entre la realidad urbana y la rural: dos mundos separados, contrastantes y, en muchos sentidos, opuestos.
La brecha urbano-rural se revela con solo ver unos pocos (y significativos) indicadores. Guatemala es el segundo país menos urbanizado de América; las zonas rurales e indígenas son las que presentan los mayores índices de pobreza: 38% de población indígena rural subsiste con menos de un dólar al día; los índices de desnutrición crónica son muchísimo mayores en el área rural; la diversidad ambiental y cultural está mal aprovechada y es poco entendida. Esta situación ha estado presente desde hace años y sigue vigente.
Según la más reciente encuesta de empleo –ENEI-, publicada hace unas semanas, el ingreso laboral mensual promedio en el área rural estaba entre Q1,055 y Q1,379, que ni siquiera representa la mitad del promedio del área metropolitana, que se ubicaba entre Q2,511 y Q2,768; de manera similar, el ingreso promedio mensual de un trabajador agrícola era de Q746 (el más bajo de cualquier rama de actividad), contrastando con el ingreso promedio de Q4,728 que alcanzaba un trabajador promedio en la rama de la información y comunicaciones. Por si todo lo anterior fuera poco, la atención que el Estado dedica al desarrollo del área rural se ve perjudicada por la dispersión de esfuerzos (existen más de 50 entidades estatales involucradas en políticas del área rural), por la escasa coordinación entre las entidades y acciones públicas relacionadas con el desarrollo rural, y por la ausencia de una política de largo plazo impulsada de forma coherente por el aparato estatal.
La situación en el área rural guatemalteca puede caracterizarse por dos aspectos: la pobreza y la falta de productividad. Ambos son las dos caras de la misma medalla. En el área rural hay muchas personas trabajando, pero generando menor cantidad de producción que en el área urbana. Según la ENEI, el 39% de la población ocupada se ubica en actividades agropecuarias pero, según las cuentas nacionales, estas actividades representan solamente el 13% del PIB. Muchos trabajadores producen pocos bienes y servicios (baja productividad), y muchas familias generan pocos ingresos (pobreza).
¿Qué puede hacerse para revertir esta realidad? De acuerdo con diversos disponibles, lo que se requiere para logar el desarrollo rural son esfuerzos concretos en dos áreas. Por un lado, un conjunto coherente de políticas públicas de largo plazo orientadas a aumentar la productividad de los trabajadores y empresas rurales; a generar excedentes en las economías campesinas para sacarlas de la producción de subsistencia; y, a propiciar la participación de los ciudadanos en los mercados y en la vida política y social. Por otro lado, se requiere estructurar una institucionalidad pública coordinada y bien fiscalizada que diseñe e implemente las políticas de desarrollo rural.
Eso es lo que hay que hacer, y hay que hacerlo con urgencia. Para el efecto, si bien no es algo imprescindible, podría convenir la emisión de una ley que enmarque las acciones esenciales en esas dos áreas: orientar las políticas y fortalecer la institucionalidad. En ese sentido, es un trágico desperdicio que la tan traída y llevada iniciativa de ley 4084 (la cual fue redactada de forma apresurada y antitécnica a inicios de 2009 y presentada como iniciativa ese año por el exdiputado Ferdy Berganza) no atienda ni por asomo esas dos prioridades. Y no sólo no las atiende, sino que la aplicación de su contenido posiblemente agravaría la situación en ambos campos.
Por ejemplo, en el tema de políticas públicas, la iniciativa 4084, en vez de enfocarse en orientarlas hacia la productividad, la excedentariedad y la participación ciudadana (a través de los Consejos de Desarrollo), se dedica a listar un conjunto amorfo de aspiraciones difíciles de satisfacer en la práctica. Y, lejos de fortalecer la institucionalidad, crea nuevas entidades cuyas funciones se traslapan con las ya existentes y debilita instancias como el Sistema de Seguridad Alimentaria y Nutricional.
Ojalá ahora que el receso en el Congreso abre un espacio para recapacitar y analizar las propuestas de ley existentes, pueda aprovecharse la oportunidad para hacer un trabajo técnico correcto, con la urgencia que las circunstancias ameritan, pero sin irresponsables precipitaciones que pongan en riesgo la gobernabilidad y la frágil unidad nacional.

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