Como sociedad nos hemos acostumbrado a la
ineficiencia estatal y somos cada día más tolerantes ante la corrupción
A finales del año pasado tuvo lugar una reunión del grupo de
economistas y analistas económicos –conocido como G-40- con el Superintendente
de Administración Tributaria, en la que el funcionario presentó los avances y
planes de mejora del ente recaudador. Derivado de dicha presentación y del
subsiguiente intercambio de impresiones, resulta claro que el tema de ingresos
tributarios no puede evaluarse aisladamente del tema de la calidad del gasto
público y que, más allá del tema estrictamente fiscal, el país necesita una
reflexión profunda sobre la eficiencia de las instituciones y la actitud
ciudadana respecto del funcionamiento del Estado.
Por desgracia, parece que como sociedad nos hemos
acostumbrado a la ineficiencia estatal y somos cada día más tolerantes con la
corrupción. Poca gente tiene conciencia de que los recursos fiscales son de
todos los ciudadanos y que, como tales, tenemos la obligación de velar por su
buen uso. Esa actitud de condescendencia ante la corrupción es un signo del
deterioro en los valores y principios, algo que en un país civilizado no
debiese ser aceptable ni normal.
Pero en nuestra realidad, por parte de políticos y
funcionarios parece normal creer que ser diputado (o afiliado-activista de un
partido político que hace gobierno) equivale a tener derecho a plazas en la
administración pública para asignarlas a parientes o amigos. Pero no: eso es nepotismo
y podría constituir delito de tráfico de influencias o de nombramientos
ilegales.
Parece normal creer que el ejercicio de un cargo
público lleva consigo el derecho a conceder contratos u obras públicas a
empresas de su propiedad o de sus familiares. Pero no: eso es abusar del cargo
y podría constituir delito de fraude, abuso de información privilegiada o
enriquecimiento ilícito.
Parece normal contratar obras o servicios sin contar
con la partida presupuestaria que respalde ese gasto (lo que ha generado la
espuria “deuda flotante” que hoy amenaza la estabilidad fiscal). Pero no: eso
es no sólo irresponsable, sino que viola flagrantemente la Ley Orgánica del
Presupuesto y podría constituir delito de malversación y peculado culposo.
Parece normal contraer deuda pública con el fin de
pagar gastos recurrentes (pago de salarios, compra de fertilizantes, pago de
prestaciones a jubilados, etcétera), en vez de endeudarse sólo para pagar
inversiones o repagar deuda. Pero no: eso no sólo es un suicidio financiero,
sino una flagrante violación a la Ley Orgánica del Presupuesto y a la
Constitución Política de la República.
Parece normal incumplir con obligaciones legales que
propician el correcto funcionamiento de las instituciones públicas como, por
ejemplo, la obligación de incluir en el presupuesto las cuotas patronales que
el Estado debe pagar al IGSS, o el reconocimiento al Banco de Guatemala de las
pérdidas anuales en que éste haya incurrido para mantener la estabilidad. Pero
no: omitir estas obligaciones en el presupuesto no sólo debilita la
institucionalidad del Estado, sino que podría implicar un delito por
incumplimiento de deberes.
Y del lado de los ciudadanos y empresas parece normal
no dar ni pedir factura cuando se efectúa una compra, o declarar que las
propiedades inmuebles valen muchísimo menos que su costo real de mercado, con
el propósito de pagar menos impuestos que los que en justicia corresponden.
Pero no: eso es evasión de impuestos y perjurio. También parece normal pagar
“comisiones” (sobornos) a funcionarios para que autoricen o aceleren la
aprobación de una disposición o contrato. Pero no, eso constituye delito de
soborno o peculado.
Es necesario combatir esta cultura de impunidad, donde ninguna
institución se hace responsable de la ineficiencia en el gasto público, donde
no se rinden cuentas, y donde nadie se indigna por ello. Hay que combatir esta
cultura de nihilismo ciudadano respecto de la corrupción, la cual cambiará únicamente
en la medida en que aumenten los niveles de riqueza, de educación y de
participación democrática de todos los guatemaltecos. Se trata de una
monumental tarea que requiere de instituciones que funcionen, de ciudadanos que
sean más responsables y de líderes (tanto en el sector público como en el
privado) que se atrevan a tomar decisiones para hacer que se cumplan las leyes.
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