Es peligrosa la proliferación de iniciativas sin un análisis de su impacto financiero y macroeconómico
Bien sea por escasez de propuestas de política pública, o
bien por falta de voluntad política para impulsar las pocas iniciativas que al
respecto existen, han proliferado una serie de propuestas legislativas que
pueden calificarse de populistas. La
iniciativa de condonar la deuda de las empresas municipales con el INDE, por
ejemplo, no solo distorsionaría las señales e incentivos del mercado eléctrico,
sino que le costaría al Estado más de Q3 millardos. O la iniciativa de derogar
el Impuesto de Solidaridad, que implicaría una merma de ingresos fiscales de
más de Q7 millardos anuales. Y qué decir del aumento a las pensiones de los
jubilados del Estado, aprobado recientemente entre el regocijo de los diputados,
que no repararon demasiado en el hecho de que el fisco tendrá que erogar unos
Q6 millardos anuales adicionales por dicho aumento.
La característica común de esas iniciativas es que los
dictámenes que las respaldan no incluyeron ningún estudio de su impacto sobre
las finanzas públicas y sobre la macroeconomía del país. Ese tipo de estudios,
que debería ser obligatorio para cualquier iniciativa que afecte el erario, es
una práctica parlamentaria común en otros países más desarrollados, pero no es
habitual en Guatemala.
Las políticas que se basan en regalar comida, herramientas o dinero a los ciudadanos, tienden a ser insostenibles y a causar problemas económicos e institucionales: generalmente implican un aumento significativo en el gasto sin un incremento proporcional en los ingresos, lo que acrecienta el déficit fiscal; pueden causar distorsiones en los mercados financieros, en las tasas de interés y, eventualmente, en la estabilidad de precios; generan desincentivos al trabajo y al emprendimiento; y, casi siempre, producen distorsiones en el mecanismo de precios y un debilitamiento institucional. Las políticas de regalar bienes o dinero sin condiciones y sin un marco de sostenibilidad o mejora de las condiciones productivas, pueden generar una dependencia que perpetúa la pobreza y la desigualdad, a la vez que se merma la capacidad del Estado para implementar políticas estructurales que promuevan el desarrollo económico y social. Aunque pueden tener efectos positivos inmediatos en términos de popularidad o bienestar, a mediano plazo suelen ser perjudiciales para la estabilidad económica e institucional.
La reciente proliferación de este tipo de iniciativas tiene
qué ver con la creencia (entre un número creciente de diputados y, cada vez
más, en la opinión pública) de que el gobierno cuenta con amplios y abundantes
recursos que pueden (y hasta deben) gastarse sin mayores contemplaciones. Pero
los más de Q25 millardos que hoy tiene el gobierno “guardados” en su caja
fiscal no son ahorros (como erróneamente se cree), sino deuda que el gobierno
ha adquirido y que tarde o temprano gastará. Pero debe hacerlo con sabiduría y
visión de largo plazo, no con base en ocurrencias populistas.
Ciertamente es
inevitable que en el estamento político se prefieran las políticas de gasto
fácil que, aunque insostenibles a mediano plazo, dan réditos electoreros en el
corto plazo. Una forma de refrenar esa natural tendencia de los políticos de
turno es mediante reglas y procedimientos, de observancia obligatoria en el
proceso legislativo, que obliguen a acompañar cualquier dictamen de ley que genere
gasto público de un análisis de su viabilidad fiscal y de su impacto
macroeconómico. De lo contrario, la política fiscal seguirá siendo conducida
por las ocurrencias parlamentarias del momento y no por una visión de estado
que debería emanar del Ejecutivo.
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