lunes, 27 de septiembre de 2021

¿PODREMOS SALIR ADELANTE?

 O NOS PONEMOS DE ACUERDO EN UNA AGENDA MÍNIMA, O CORREMOS EL RIESGO DE PERDER NUESTRA FRÁGIL DEMOCRACIA

La semana pasada tuve el honor de participar en un par de foros en los que, en el marco de la conmemoración del bicentenario de la independencia nacional, se discutieron las posibilidades y conveniencia de impulsar ciertas reformas clave para lograr que Guatemala genere mayores niveles de prosperidad y bienestar para sus ciudadanos. Sobresale entre ellas la necesidad de reformar el disfuncional y desnaturalizado sistema electoral y de partidos políticos.

En ese contexto, resulta clave lograr que los habitantes del país se conviertan en ciudadanos del mismo: que se hagan partícipes de la vida política, social, económica y cultural de la comunidad y que se sientan representados por -y les exijan cuentas a- los funcionarios públicos electos. Ese sentido de ciudadanía está ausente, entre otras razones, porque el Estado está -a su vez- ausente de la vida ciudadana, incapaz de proveer los servicios básicos (seguridad, justicia, infraestructura, educación y salud) que cualquier Estado mínimo está llamado a prestar a sus habitantes. Esta ausencia mutua ha creado un creciente abismo entre la ciudadanía y el sistema político que se acrecienta a medida que dicho sistema se corrompe y se distorsiona.

La necesaria reforma del sistema político está, paradójicamente, en manos de la clase política que se beneficia de que nada cambie. Pero esa reforma también está en manos de la sociedad y de la presión que esta debe ejercer sobre el estamento político. Por desgracia, el clima de crispación, desconfianza y radicalización que ha contaminado en años recientes las relaciones entre los distintos liderazgos sociales, impide que los políticos se sientan presionados y conminados a reformar el sistema. Si queremos que se produzcan reformas tan importantes (no solo la del sistema electoral, sino también otras como la del servicio civil, la del sector justicia o la del control del gasto público) es imprescindible que los distintos liderazgos sociales dejen de lado la desconfianza y descalificación mutua y logren identificar los puntos (que son muchos) en los que existen consensos mínimos y que pueden ser la base de una agenda mínima de reformas que el país reclama con urgencia.

Aunque lograr esos consensos parece difícil ahora, vale la pena recordar que en el pasado reciente los guatemaltecos hemos sido capaces de dejar nuestras diferencias de lado y ponernos de acuerdo en temas trascendentales para el futuro del país (como lo atestiguan las experiencias del retorno a la democracia constitucional en los años ochenta del siglo pasado, o la firma de los Acuerdos de Paz una década después). El deterioro de las instituciones republicanas y democráticas (que se está dando no solo en Guatemala, sino en muchos países alrededor del mundo) se está convirtiendo en un obstáculo al progreso y en una amenaza a la sobrevivencia de nuestra frágil democracia. Mientras no seamos capaces como sociedad de acordar una agenda mínima para reformar las instituciones que se están deteriorando y, al mismo tiempo, preservar aquellas pocas que aún están funcionando bien, esa amenaza tendrá más chance de convertirse en una trágica realidad.

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