La sociedad guatemalteca está peligrosamente dividida. En el umbral del enfrentamiento, es necesario recapacitar y enfocarse en los temas de fondo, lo cual implica un acuerdo nacional sobre la reforma institucional: sistemas de partidos políticos, de justicia, de servicio civil, de compras gubernamentales y de infraestructura pública. Sin esa reforma, no habrá desarrollo.
La semana pasada fui invitado por la Asociación de
Gerentes de Guatemala a impartir una conferencia sobre la situación del país,
en el marco de su programa Líderes en Contacto. El ambiente prevaleciente entre
el público participante -que, sin duda, es un reflejo del sentir de las élites
dirigenciales del país- era de una patente incertidumbre respecto de la
situación económica, así como de un cierto temor respecto del clima de
conflicto que parece haberse instalado en quehacer político nacional.
En cuanto a la situación política, es evidente que la
problemática que estamos viviendo, aunque compleja, puede entenderse -y
atenderse- mejor si reconocemos que
Guatemala está viviendo (desde abril de 2015) un típico periodo de
transición política desde un antiguo régimen (donde las leyes y normas no eran
obligatorias, donde el patrimonialismo definía el juego político-partidista y donde
la corrupción y la impunidad eran una cotidianeidad socialmente tolerada) hacia
un nuevo régimen (donde se aspira a contar con instituciones fuertes que hagan
prevalecer el Estado de Derecho).
Las transiciones, a lo largo de la historia y
alrededor del mundo, son procesos más o menos prolongados que generan una serie
de tensiones sociales y de reacomodos políticos que en el largo plazo, si son
bien conducidos, generan beneficios al país, pero que en el corto plazo
ocasionan conflictos y enfrentamientos entre tres bandos: el que se resiste al
cambio, el que anhela un cambio gradual y ordenado, y el que aspira a un cambio
radical e inmediato.
En cuanto a la situación económica, a pesar de contar
con un ambiente externo propicio (la economía mundial está en un periodo de
auge) y de condiciones macroeconómicas estables (merced a nuestras políticas
fiscal y monetaria ortodoxas), la muy baja -y malamente atendida- productividad
del aparato económico, aunada a la conflictividad política, nos conduce a una permanente
mediocridad del crecimiento económico y a muy escasos avances en materia de
bienestar material.
Para superar la difícil coyuntura en los dos ámbitos
(político y económico) se requiere de una agenda priorizada y de un liderazgo
definido que den un aliento de esperanza ante la incertidumbre prevaleciente. Dicha
agenda y dicho liderazgo deben enfocarse fundamentalmente en la reforma
institucional: solo con instituciones más fuertes será posible darle sustento a
la transición política (hasta ahora circunscrita al combate a la corrupción) y,
simultáneamente, elevar la productividad del aparato económico (condición
indispensable para lograr el desarrollo del país).
La buena noticia es que la agenda de reforma
institucional está bastante bien identificada: sistema de justicia, sistema de
servicio civil, sistemas de contratación e infraestructura pública, y sistema
electoral y de partidos políticos. Si bien el contenido en detalle de las
reformas puede y debe ser objeto de debate y discusión, la esencia y necesidad
de las mismas debiese ser, más bien, motivo de unidad y consensos entre los
distintos sectores organizados de la ciudadanía.
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