A lo largo del presente año algunas entidades como la
Comisión Económica para América Latina -CEPAL- y la oenegé OXFAM han buscado
posicionar en el debate nacional el tema de la desigualdad económica que,
innegablemente, caracteriza a nuestro país. El tema, aunque para nada es
novedoso, es especialmente importante pues es bien sabido que una sociedad con
pobreza y desigualdad extremas es un campo fértil para la ingobernabilidad, la
inestabilidad y, por consiguiente, la insostenibilidad del crecimiento
económico.
Dicho esto, no deja de llamar la atención la
vehemencia con que algunos de los ponentes buscan posicionar dicho desafío en
la opinión pública, al extremo de afirmar que “el problema principal no es la
pobreza, sino la desigualdad extrema” (¡válgame Dios!, que eso equivale a decir
que no importa que todos seamos pobres, en tanto seamos iguales), o de
recomendar soluciones para superar la desigualdad tan superfluamente
redundantes como la de “distribuir mejor la riqueza ganada” (¡válgame de
nuevo!, que eso significa que para no estar enfermo, lo recomendable es estar
sano).
Lo que recomendaría a quienes estén genuinamente
preocupados por la problemática de pobreza e inequidad que aqueja a Guatemala
es que, en vez de pretender aparecer como descubridores del asunto y
proponentes de novedosas soluciones a la misma, se refieran a los estudios
técnicos que, desde hace muchas décadas, se han realizado por parte de expertos
y organismos internacionales serios y que plantean respuestas de política
pública realistas y viables que, por desgracia, los distintos gobiernos han
sido incapaces de aplicar para reducir decididamente la pobreza y,
complementariamente, la inequidad.
Viene a mi mente, en particular, el excelente estudio
titulado “Más crecimiento, más equidad (Prioridades de desarrollo en
Guatemala)”, que el Banco Interamericano de Desarrollo publicó hace casi diez
años y que contiene una de los más claros diagnósticos y propuestas de política
que se hayan visto en los últimos años. Dicho estudio empieza reconociendo que
no es posible reducir la pobreza sin crecimiento económico, e identifica al
bajo nivel de inversión privada como el problema básico que restringe tal
crecimiento y, a partir de allí, señala las tres áreas clave en las que debiese
centrarse la acción del Estado.
Un área es la calidad del capital humano, que debe
mejorarse particularmente en materia de educación y salud. Otra área clave es
la inversión en infraestructura, que debe aumentar cuantitativa y
cualitativamente, particularmente la relativa a carreteras y provisión de agua
potable. Y la tercera es la de las instituciones, que se constituyen en la
condición indispensable para fortalecer el estado de derecho y reducir la criminalidad,
sin lo cual es imposible la inversión, el intercambio y una actividad económica
más pujante.
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