domingo, 10 de enero de 2010

Lecciones para 2010

Con esto de ponerse uno reflexivo y sentimental con el Año Nuevo (pues no creo que haya sido la resaca de las fiestas ni la modorra del viaje de vuelta a casa), se me ocurrió centrar la primera columna del año en torno a las lecciones que debemos extraer de la crisis económica mundial de los dos años anteriores. No me refiero a las lecciones para los economistas, para los tecnócratas ni para los políticos sino, más ampliamente, a las lecciones para el ciudadano de a pie, de las cuales pueden existir muchas, ciertamente. Pero creí conveniente enfatizar en dos de ellas: que la riqueza no consiste en los títulos valores o cuentas bancarias que poseamos, sino en los bienes y servicios tangibles que podamos adquirir; y, que la humanidad siempre tendrá entre sus miembros a seres tramposos y malintencionados, por lo que es menester que las actividades económicas estén basadas sobre un conjunto de valores éticos aceptado y respetado por la mayoría (particularmente por los principales actores del mercado). No sé si es mucho pedir, pero creo que hay que hacer la lucha...

§ POLÍTICAS PÚBLICAS

LECCIONES PARA 2010

A fines de 2009 la polvareda de la recesión mundial empezó a disiparse y se hizo evidente que el nuevo año experimentará una lenta y dolorosa recuperación económica mundial. Aunque parece que la economía internacional superó el riesgo de una grave depresión como la de los años 30 del siglo pasado, bien vale la pena extraer lecciones de los eventos que desencadenaron la crisis. El auto-engaño en que incurrieron los banqueros y los compradores de vivienda en los países desarrollados es una faceta central de la crisis, lo mismo que la otra cara de esa medalla: la incapacidad de los reguladores del mercado financiero para evitar que los excesos de aquéllos pusieran en riesgo la estabilidad del sistema. Si bien, como decía Hayek, el libre mercado es una máquina estupenda para procesar y transmitir información, no es extraño que a veces se presenten fallas en su funcionamiento.

Una prueba de esas fallas es, por ejemplo, que los precios al alza de las viviendas (el sector que desencadenó la crisis) debieron desincentivar su compra; en la práctica, los compradores de vivienda vieron en dicho aumento una señal de futuras ganancias y, como en una horda acicateada por la disponibilidad de créditos blandos, aumentaron la demanda y generaron una burbuja especulativa. Y los mercados también fallan cuando, por desidia o mala fe, la información no fluye y los vendedores (por ejemplo) saben más que los compradores acerca de las características del producto transado, lo que hace que su precio no refleje todos los costos (incluyendo los sociales) incorporados en su producción. Por ello la corriente principal del pensamiento económico actual se inclina por lograr un mejor equilibrio entre la libertad individual de emprender y la responsabilidad gubernamental de vigilar el desempeño del mercado.

Pero aparte de la discusión sobre las virtudes y defectos del libre mercado, existen dos lecciones de la crisis que merece la pena aprender para el nuevo año, y más allá. La primera es que la verdadera riqueza no yace en los productos financieros, sino en los bienes y servicios que deseamos consumir o en las cosas (fábricas, maquinaria, mano de obra calificada) que nos dan la posibilidad de producir más de tales bienes y servicios. Los activos financieros (depósitos bancarios, bonos, acciones) surgen del deseo de posponer el consumo, de manera que el dinero puede ser ahorrado por motivos precautorios o especulativos: los valores financieros no son riqueza, sino solamente títulos representativos de la misma.

La segunda es que algunas de las fallas del mercado que se revelaron en la crisis se produjeron por mala fe. La economía de mercado no puede funcionar adecuadamente si no está basada en un conjunto de valores ampliamente aceptado y éticamente fundamentado. La regulación estatal, aunque sea necesaria, no es la única solución. Se necesita que los líderes empresariales del mundo pongan el ejemplo de un comportamiento íntegro, que la formación de los gerentes incluya una cultura de buen gobierno corporativo (con comités de ética y de auditoría independientes), y que las empresas forjen vínculos con los demás actores de la sociedad. Y, sobre todo, que comprendamos que la riqueza de una nación se construye con perseverancia, esfuerzo y productividad, y no a través del dinero fácil proveniente de negocios riesgosos y moralmente cuestionables.

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