lunes, 27 de octubre de 2025

¿A UN PASO DEL GRADO DE INVERSIÓN?

Estamos cerca del grado de inversión, pero aún pesan mucho las debilidades institucionales

La reciente decisión de Fitch Ratings de elevar la calificación soberana de Guatemala a BB+ con perspectiva estable es, sin duda, una buena noticia para el país. Con ello, esta calificadora equipara su nota con la que ya otorgaban, desde meses atrás, las otras calificadoras relevantes (Moody’s y Standard & Poor’s), colocando al país a solo un peldaño del ansiado grado de inversión. Pero conviene no exagerar en la celebración: llegar a ese grado será muy difícil, y mantener lo logrado exigirá prudencia.

Fitch justifica su decisión de mejorar la calificación del país en la solidez macroeconómica, el bajo endeudamiento público —25 % del PIB, el menor de América Latina—, la estabilidad de precios y el superávit externo respaldado por reservas monetarias internacionales récord. Coincide con Moody’s y S&P en destacar la ortodoxia de las políticas fiscal y monetaria, el papel estabilizador de las remesas familiares y la resiliencia del sistema bancario. Guatemala sigue siendo, en el vecindario, un país fiscalmente responsable y monetariamente predecible.

Sin embargo, las tres agencias calificadoras coinciden en advertir los mismos riesgos: el creciente déficit fiscal, la debilidad institucional y la pobreza persistente. El déficit del gobierno central, que en 2024 fue apenas de 1 % del PIB, se proyecta que podría más que duplicarse hasta alcanzar el 3.5% del PIB para 2026, impulsado por elevados presupuestos que, en teoría, deberían destinarse a mayor gasto social e infraestructura, pero que en la práctica se diluyen en gastos opacos y poco efectivos. Mientras tanto, la escasa capacidad de ejecución, la falta de prioridades claras y las rigideces estructurales del presupuesto resultan incompatibles con un Estado que pretenda financiar bienes públicos de calidad sin comprometer la estabilidad fiscal.

Para alcanzar el grado de inversión no basta con una macroeconomía ordenada

Las calificadoras son claras: para alcanzar el grado de inversión no basta con una macroeconomía ordenada. Hace falta un entorno de gobernanza sólida, certeza jurídica y Estado de Derecho efectivo. Guatemala puntúa apenas en el percentil 27 del índice mundial de gobernanza del Banco Mundial, con niveles preocupantemente bajos en los subíndices que miden el Estado de Derecho, el control de la corrupción y la efectividad gubernamental. Dicho de otra forma: el principal obstáculo para la mejora de la calificación del país ya no es macroeconómico, sino institucional y político.

La paradoja es evidente: el país exhibe fortalezas que muchos vecinos envidiarían —estabilidad, deuda baja, inflación contenida—, pero no logra convertirlas en crecimiento más rápido ni en mejores oportunidades para su población. La productividad (que es el factor clave de la prosperidad) está estancada porque las maltrechas instituciones no generan confianza ni incentivan la inversión privada de largo plazo. Sin reformas sustantivas al sistema de justicia, al servicio civil, a la administración pública y al sistema electoral y de partidos políticos, difícilmente se reducirá esa brecha.

Obtener el grado de inversión sería mucho más que un galardón simbólico. Significaría crédito más barato, mayor inversión extranjera y acceso a nuevos mercados financieros. Pero, como se deduce de la opinión de las calificadoras, solo un esfuerzo nacional sostenido, que combine prudencia macroeconómica con fortalecimiento institucional, podrá llevarnos hasta allí. No es fácil, pero tampoco imposible. Se requiere conciencia y visión de todos los estamentos para lograrlo. Lo importante es entender que el verdadero riesgo de Guatemala no está en sus cifras económicas, sino en su política.


lunes, 13 de octubre de 2025

UN ÁRBITRO TÉCNICO PARA EL CONGRESO

Sin un análisis fiscal independiente, el Congreso legisla en la oscuridad y compromete el futuro

En el Congreso se legisla demasiado a ciegas: se aprueban leyes, ampliaciones y transferencias millonarias sin que exista un análisis técnico independiente que mida su impacto sobre la sostenibilidad fiscal del país. Las consecuencias son graves: compromisos ocultos, déficits crecientes y decisiones clientelares que hipotecan el futuro. En los últimos años, el Legislativo ha multiplicado los decretos que asignan fondos a entidades y programas sin respaldo técnico ni evaluación del gasto. Los ejemplos abundan: aportes extraordinarios a Consejos de Desarrollo, transferencias a municipalidades sin planes de ejecución y subsidios de dudoso impacto económico. Cada quetzal aprobado así, es un paso más hacia la opacidad y la pérdida de disciplina fiscal.

A diferencia de tal precariedad, el Congreso de los Estados Unidos -por ejemplo- cuenta desde 1974 con la Congressional Budget Office (CBO), una oficina técnica y no partidista creada precisamente para evitar que la política destruya la aritmética. La CBO estima el costo real de cada ley que se discute, proyecta los ingresos y gastos del gobierno a diez años y analiza el efecto de las decisiones legislativas sobre el déficit y la deuda. Su credibilidad es tal que ningún partido se atreve a ignorar sus cálculos. No dicta política. sino pone sobre la mesa los números; pero eso basta para ordenar el debate. Si una propuesta tiene un impacto fiscal insostenible, la CBO lo advierte y los legisladores deben ajustarla o justificar su costo. Su transparencia e independencia técnica son el mejor antídoto contra el populismo presupuestario. 

El contraste con Guatemala es evidente. Aquí, ninguna comisión de trabajo del Congreso tiene ese rol técnico, ni el personal especializado, ni los modelos de proyección y de información completa. No existe la práctica obligatoria de acompañar cada iniciativa con un estudio de impacto fiscal. En la práctica, los diputados deciden sobre miles de millones de quetzales sin saber cuánto cuestan sus decisiones ni cómo se financiarán.

Esa debilidad institucional amenaza nuestra estabilidad macroeconómica. Lo que empezó como excepciones “temporales” —asignaciones extraordinarias, fondos discrecionales, ampliaciones de última hora— se ha vuelto la norma. Los recursos públicos se reparten según afinidades políticas, no conforme a prioridades nacionales. Y mientras tanto, la deuda pública crece y los incentivos para gastar sin control se multiplican.

El Congreso necesita su propio órgano técnico de análisis fiscal: una oficina independiente, integrada por economistas y especialistas en finanzas públicas, con mandato legal y autonomía suficiente para emitir análisis imparciales sobre toda iniciativa que implique gasto, exoneraciones o deuda. Su creación requeriría una reforma institucional seria, pero sería una de las más trascendentes en décadas. Esa oficina —una suerte de CBO guatemalteca— debería tener tres virtudes: independencia frente a los partidos, estabilidad presupuestaria y transparencia metodológica. Sus informes deberían ser públicos, con supuestos claros y cálculos replicables, a fin de ganarse la confianza ciudadana y convertirse en árbitro creíble entre el entusiasmo político y la prudencia fiscal.

Modernizar la forma en que el Congreso analiza, aprueba y fiscaliza el presupuesto es una necesidad urgente. Sin una brújula técnica que ponga límites al desorden, el país seguirá condenado a repetir el ciclo de improvisación y despilfarro que cada año erosiona la estabilidad conquistada con tanto esfuerzo. No se puede seguir legislando sin saber cuánto cuesta hacerlo.

¿A UN PASO DEL GRADO DE INVERSIÓN?

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