lunes, 29 de septiembre de 2025

PRESUPUESTO 2026: LA TENTACIÓN DE LA IMPRUDENCIA

El presupuesto 2026 profundiza déficits y sacrifica inversión: un camino riesgoso para Guatemala 

El Presupuesto del Estado debería ser la principal herramienta de política económica de un país. Pero en Guatemala, una vez más, corremos el riesgo de que el Presupuesto 2026 se convierta en un vehículo para aumentar el gasto improductivo, financiar clientelismo y comprometer la sostenibilidad fiscal. A primera vista, el proyecto de Presupuesto que hoy discute la Comisión de Finanzas del Congreso prevé unos ingresos tributarios que parecen realistas; el problema está en el lado del gasto: la propuesta privilegia el funcionamiento sobre la inversión, incrementa la deuda pública y consolida una estructura presupuestaria rígida, en la que casi el 83% de los recursos ya está precomprometido.

Este desbalance se traduce en un déficit fiscal extraordinaria y peligrosamente elevado y en un saldo primario negativo que obliga al Estado que obliga a endeudarse, ya no solo para cubrir sus gastos, sino para pagar deudas anteriores. Esta es la antesala de un círculo vicioso que, de no corregirse, puede comprometer la estabilidad lograda en décadas anteriores. La teoría económica lo explica bien: la deuda pública excesiva puede estimular el crecimiento en el corto plazo, pero termina desplazando a la inversión privada, obligando a imponer tributos distorsionantes, aumentando los riesgos inflacionarios y reduciendo el margen de maniobra de la política contracíclica. Diversos estudios han mostrado que, al rebasar ciertos umbrales, la deuda deja de ser un motor y se convierte en un freno para el desarrollo.

Más impuestos y más deuda terminan financiando clientelismo, en vez de infraestructura


Lo preocupante es que Guatemala ya podría encontrarse por encima del umbral de sobre-endeudamiento (alrededor del 25% del PIB) identificado por diversos analistas (incluyendo técnicos del FMI)). Aunque nuestra deuda sigue siendo baja en términos regionales, estamos entrando a una zona de riesgo. Ignorar estas advertencias puede tener costos severos: mayor fragilidad frente a choques externos, deterioro de la calificación de riesgo y pérdida de la confianza de inversionistas. A ello se suma la baja calidad del gasto. Apenas 17.5% del presupuesto se destina a inversión y la ejecución histórica muestra que ni siquiera se logra materializar lo asignado. Mientras tanto, se multiplican transferencias discrecionales a consejos de desarrollo y municipalidades, sin suficiente transparencia ni alineación con políticas de Estado. Así, más impuestos y más deuda terminan financiando clientelismo, en vez de infraestructura, salud o educación de calidad.

Lo paradójico es que Guatemala, por su tradicional estabilidad macroeconómica, todavía conserva acceso a financiamiento interno y externo en condiciones favorables. Pero ese activo es frágil. Si los indicadores fiscales siguen deteriorándose, pronto se pondrá en entredicho nuestra calificación de riesgo. Y una vez que se pierde la confianza, cuesta mucho recuperarla.

¿Qué hacer? Hay varias salidas. En el corto plazo, el Congreso debería reorientar el Presupuesto 2026: blindar la inversión prioritaria (a través del SNIP), reducir techos y fijar reglas claras para las modificaciones, y condicionar transferencias a planes validados. En el mediano plazo, urge adoptar reglas fiscales cuantitativas, fortalecer la Contraloría y modernizar los sistemas de gestión financiera. En ocasiones anteriores hemos advertido sobre la tentación de aprobar techos imprudentes sin reparar en la calidad del gasto. Hoy, más que nunca, Guatemala necesita preservar su estabilidad macroeconómica, invertir con eficiencia y recuperar la confianza en las finanzas públicas. De lo contrario, el costo de la imprudencia lo terminaremos pagando todos.


lunes, 15 de septiembre de 2025

UNA PIEZA EN EL ROMPECABEZAS ANTICORRUPCIÓN

Una nueva Secretaría de Integridad Pública sería muy positiva, pero solo apenas un primer paso 

Hace unos días, el Presidente Arévalo anunció una iniciativa para crear una Secretaría de Integridad Pública en sustitución de la Comisión Nacional contra la Corrupción. La propuesta de ley busca fortalecer la transparencia y la coordinación de las políticas anticorrupción desde la Presidencia. La iniciativa merece una valoración positiva: es un gesto político relevante, un reconocimiento de que la corrupción sigue siendo un problema central para el desarrollo y una señal de que el Ejecutivo quiere relanzar el tema.

Sin embargo, si algo enseñan la experiencia internacional y la literatura especializada, es que una nueva secretaría, por sí sola, difícilmente transformará la realidad. Por ejemplo, el reciente libro “La corrupción bajo una nueva lupa” (de Carroll Ríos, David Casasola y José Gálvez), ofrece un enfoque claro: la corrupción no es solo un asunto moral o de voluntad política, sino un fenómeno sistémico que responde a incentivos, estructuras institucionales y niveles de impunidad. Su combate exige un conjunto de medidas más amplio y sostenido.

Entre las lecciones más importantes que aporta el libro destacan cuatro. La primera es la profesionalización del servicio civil: donde los cargos públicos siguen siendo botín partidario, la corrupción florece. Guatemala necesita un sistema meritocrático que premie la capacidad y reduzca la dependencia de padrinos políticos. La segunda es la digitalización de la gestión pública y de las contrataciones: plataformas abiertas y en tiempo real (como las que ya funcionan en Chile o México) reducen la discrecionalidad y permiten la fiscalización ciudadana en cada etapa del gasto.

La tercera es la reducción de la discrecionalidad política en la asignación de recursos (especialmente en los fondos y transferencias donde hay espacios propicios para el clientelismo), adoptando una distribución con criterios técnicos, transparencia total y auditorías externas. La cuarta es el fortalecimiento de la justicia: el factor disuasivo central no es la severidad de las penas, sino la certeza de castigo. Si las investigaciones no prosperan en tribunales independientes y eficaces, la corrupción seguirá siendo un negocio rentable.

A estas dimensiones se suma un aspecto crucial: el papel de las entidades fiscalizadoras superiores. En Guatemala, la Contraloría General de Cuentas debería ser el verdadero freno institucional contra el despilfarro y la captura de recursos públicos. Hoy, sin embargo, la CGC carga con la percepción de ser un ente burocrático, lento y politizado. Transformarla en una institución independiente, profesional y tecnológicamente avanzada es quizás la reforma más urgente del sistema anticorrupción. Eso implica mejorar la forma en que el Contralor es electo; que las auditorías se realicen en tiempo real; y que los hallazgos se traduzcan en procesos judiciales y en información accesible a la ciudadanía. 

Una Secretaría de Integridad puede llegar a ser una pieza positiva en este rompecabezas, pero no debemos sobrestimar su alcance. Si queremos pasar de los gestos a los resultados, la prioridad está en reformar los sistemas que generan los incentivos equivocados y en fortalecer las instituciones que pueden sancionar efectivamente. Celebramos la intención presidencial, pero recordemos que la verdadera lucha contra la corrupción también requiere reformas estructurales. Una secretaría puede coordinar, pero el corazón de la integridad pública está en la profesionalización, la digitalización, la justicia independiente y, sobre todo, en una Contraloría independiente, profesional y con dientes de acero.


lunes, 1 de septiembre de 2025

PUERTOS: LA GRAN REFORMA PENDIENTE

Los puertos son una llave de su competitividad futura del país: se necesita una reforma integral

La infraestructura portuaria es, para un país pequeño y abierto como Guatemala, mucho más que un asunto técnico: es un eslabón crítico que conecta nuestra economía con el mundo. No obstante, el sistema portuario nacional funciona hoy con leyes incompletas, gobernanzas fragmentadas y limitaciones que frenan tanto la eficiencia operativa como la atracción de inversión. El reciente Summit de Infraestructura: Puertos para el Desarrollo -en el que participé como panelista- volvió a poner sobre la mesa la urgencia de una reforma legal integral.

Actualmente, en el Congreso se discuten dos iniciativas de ley para rediseñar el sistema portuario nacional: una presentada por el Ejecutivo y otra por una diputada que preside la Comisión de Comunicaciones e Infraestructura. Ambas iniciativas contienen elementos valiosos, pero también carencias y vacíos. Lejos de ser contrapuestas, deberían entenderse como complementarias: la tarea clave del parlamento es articular lo mejor de cada una en un marco normativo coherente.

En mi participación en el panel sobre certeza jurídica y autoridad para el desarrollo portuario destaqué cinco desafíos que el Congreso debe superar si quiere aprobar una buena ley. El primero es no legislar con precipitación: la ley de la Autoridad Portuaria aprobada el año pasado dio al Ejecutivo 120 días para presentar un proyecto integral, pero el Congreso no está sujeto a plazos. Es preferible tomarse un tiempo prudencial, escuchar a expertos y aprender de las mejores prácticas internacionales. El segundo desafío es diferenciar con claridad los problemas de corto plazo —dragado, mantenimiento de muelles y rompeolas— de los retos de largo plazo –como ordenar la institucionalidad y habilitar nuevas inversiones—.

Para atender los problemas de corto plazo habría que identificar las “cirugías legales” que deben practicarse a las leyes orgánicas de las portuarias existentes para destrabar operaciones. Pero para los asuntos de mediano y largo plazo se requiere de una reforma integral que otorgue certeza jurídica, ordene la estrategia nacional en materia portuaria, establezca una autoridad rectora técnica y autónoma, y defina mecanismos claros de financiamiento, fiscalización y participación privada. Esa visión coincide con lo que los mejores marcos legales a nivel internacional establecen para el funcionamiento de un sistema portuario eficiente: institucionalidad robusta, gobernanza con contrapesos, reglas claras para concesiones y alianzas público-privadas, todo ello contemplando un régimen de transición ordenado del viejo sistema hacia el nuevo modelo de desarrollo portuario.

La discusión de la reforma portuaria debería asumirse como un asunto de Estado

Conviene recordar que las leyes no son instrumentos de gestión operativa; son marcos de actuación. La gestión recae en las juntas directivas y en las autoridades portuarias. Por ello, la ley debe ser lo suficientemente clara para habilitar soluciones y dar certeza jurídica, pero no tan detallada que intente administrar la cosa pública desde el Legislativo. Lo fundamental es que fije los objetivos estratégicos, los equilibrios institucionales y los incentivos correctos.

La discusión de la reforma portuaria debería asumirse como un asunto de Estado. Guatemala necesita dejar de lado las banderas partidarias y construir consensos amplios para una reforma de largo plazo que modernice nuestros puertos, los convierta en verdaderas plataformas logísticas regionales y libere el potencial competitivo del país. La oportunidad está servida: o seguimos remendando con soluciones de coyuntura, o apostamos de una vez por esta gran reforma pendiente.


¿A UN PASO DEL GRADO DE INVERSIÓN?

Estamos cerca del grado de inversión, pero aún pesan mucho las debilidades institucionales La reciente decisión de Fitch Ratings de elevar l...