lunes, 27 de octubre de 2025

¿A UN PASO DEL GRADO DE INVERSIÓN?

Estamos cerca del grado de inversión, pero aún pesan mucho las debilidades institucionales

La reciente decisión de Fitch Ratings de elevar la calificación soberana de Guatemala a BB+ con perspectiva estable es, sin duda, una buena noticia para el país. Con ello, esta calificadora equipara su nota con la que ya otorgaban, desde meses atrás, las otras calificadoras relevantes (Moody’s y Standard & Poor’s), colocando al país a solo un peldaño del ansiado grado de inversión. Pero conviene no exagerar en la celebración: llegar a ese grado será muy difícil, y mantener lo logrado exigirá prudencia.

Fitch justifica su decisión de mejorar la calificación del país en la solidez macroeconómica, el bajo endeudamiento público —25 % del PIB, el menor de América Latina—, la estabilidad de precios y el superávit externo respaldado por reservas monetarias internacionales récord. Coincide con Moody’s y S&P en destacar la ortodoxia de las políticas fiscal y monetaria, el papel estabilizador de las remesas familiares y la resiliencia del sistema bancario. Guatemala sigue siendo, en el vecindario, un país fiscalmente responsable y monetariamente predecible.

Sin embargo, las tres agencias calificadoras coinciden en advertir los mismos riesgos: el creciente déficit fiscal, la debilidad institucional y la pobreza persistente. El déficit del gobierno central, que en 2024 fue apenas de 1 % del PIB, se proyecta que podría más que duplicarse hasta alcanzar el 3.5% del PIB para 2026, impulsado por elevados presupuestos que, en teoría, deberían destinarse a mayor gasto social e infraestructura, pero que en la práctica se diluyen en gastos opacos y poco efectivos. Mientras tanto, la escasa capacidad de ejecución, la falta de prioridades claras y las rigideces estructurales del presupuesto resultan incompatibles con un Estado que pretenda financiar bienes públicos de calidad sin comprometer la estabilidad fiscal.

Para alcanzar el grado de inversión no basta con una macroeconomía ordenada

Las calificadoras son claras: para alcanzar el grado de inversión no basta con una macroeconomía ordenada. Hace falta un entorno de gobernanza sólida, certeza jurídica y Estado de Derecho efectivo. Guatemala puntúa apenas en el percentil 27 del índice mundial de gobernanza del Banco Mundial, con niveles preocupantemente bajos en los subíndices que miden el Estado de Derecho, el control de la corrupción y la efectividad gubernamental. Dicho de otra forma: el principal obstáculo para la mejora de la calificación del país ya no es macroeconómico, sino institucional y político.

La paradoja es evidente: el país exhibe fortalezas que muchos vecinos envidiarían —estabilidad, deuda baja, inflación contenida—, pero no logra convertirlas en crecimiento más rápido ni en mejores oportunidades para su población. La productividad (que es el factor clave de la prosperidad) está estancada porque las maltrechas instituciones no generan confianza ni incentivan la inversión privada de largo plazo. Sin reformas sustantivas al sistema de justicia, al servicio civil, a la administración pública y al sistema electoral y de partidos políticos, difícilmente se reducirá esa brecha.

Obtener el grado de inversión sería mucho más que un galardón simbólico. Significaría crédito más barato, mayor inversión extranjera y acceso a nuevos mercados financieros. Pero, como se deduce de la opinión de las calificadoras, solo un esfuerzo nacional sostenido, que combine prudencia macroeconómica con fortalecimiento institucional, podrá llevarnos hasta allí. No es fácil, pero tampoco imposible. Se requiere conciencia y visión de todos los estamentos para lograrlo. Lo importante es entender que el verdadero riesgo de Guatemala no está en sus cifras económicas, sino en su política.


lunes, 13 de octubre de 2025

UN ÁRBITRO TÉCNICO PARA EL CONGRESO

Sin un análisis fiscal independiente, el Congreso legisla en la oscuridad y compromete el futuro

En el Congreso se legisla demasiado a ciegas: se aprueban leyes, ampliaciones y transferencias millonarias sin que exista un análisis técnico independiente que mida su impacto sobre la sostenibilidad fiscal del país. Las consecuencias son graves: compromisos ocultos, déficits crecientes y decisiones clientelares que hipotecan el futuro. En los últimos años, el Legislativo ha multiplicado los decretos que asignan fondos a entidades y programas sin respaldo técnico ni evaluación del gasto. Los ejemplos abundan: aportes extraordinarios a Consejos de Desarrollo, transferencias a municipalidades sin planes de ejecución y subsidios de dudoso impacto económico. Cada quetzal aprobado así, es un paso más hacia la opacidad y la pérdida de disciplina fiscal.

A diferencia de tal precariedad, el Congreso de los Estados Unidos -por ejemplo- cuenta desde 1974 con la Congressional Budget Office (CBO), una oficina técnica y no partidista creada precisamente para evitar que la política destruya la aritmética. La CBO estima el costo real de cada ley que se discute, proyecta los ingresos y gastos del gobierno a diez años y analiza el efecto de las decisiones legislativas sobre el déficit y la deuda. Su credibilidad es tal que ningún partido se atreve a ignorar sus cálculos. No dicta política. sino pone sobre la mesa los números; pero eso basta para ordenar el debate. Si una propuesta tiene un impacto fiscal insostenible, la CBO lo advierte y los legisladores deben ajustarla o justificar su costo. Su transparencia e independencia técnica son el mejor antídoto contra el populismo presupuestario. 

El contraste con Guatemala es evidente. Aquí, ninguna comisión de trabajo del Congreso tiene ese rol técnico, ni el personal especializado, ni los modelos de proyección y de información completa. No existe la práctica obligatoria de acompañar cada iniciativa con un estudio de impacto fiscal. En la práctica, los diputados deciden sobre miles de millones de quetzales sin saber cuánto cuestan sus decisiones ni cómo se financiarán.

Esa debilidad institucional amenaza nuestra estabilidad macroeconómica. Lo que empezó como excepciones “temporales” —asignaciones extraordinarias, fondos discrecionales, ampliaciones de última hora— se ha vuelto la norma. Los recursos públicos se reparten según afinidades políticas, no conforme a prioridades nacionales. Y mientras tanto, la deuda pública crece y los incentivos para gastar sin control se multiplican.

El Congreso necesita su propio órgano técnico de análisis fiscal: una oficina independiente, integrada por economistas y especialistas en finanzas públicas, con mandato legal y autonomía suficiente para emitir análisis imparciales sobre toda iniciativa que implique gasto, exoneraciones o deuda. Su creación requeriría una reforma institucional seria, pero sería una de las más trascendentes en décadas. Esa oficina —una suerte de CBO guatemalteca— debería tener tres virtudes: independencia frente a los partidos, estabilidad presupuestaria y transparencia metodológica. Sus informes deberían ser públicos, con supuestos claros y cálculos replicables, a fin de ganarse la confianza ciudadana y convertirse en árbitro creíble entre el entusiasmo político y la prudencia fiscal.

Modernizar la forma en que el Congreso analiza, aprueba y fiscaliza el presupuesto es una necesidad urgente. Sin una brújula técnica que ponga límites al desorden, el país seguirá condenado a repetir el ciclo de improvisación y despilfarro que cada año erosiona la estabilidad conquistada con tanto esfuerzo. No se puede seguir legislando sin saber cuánto cuesta hacerlo.

lunes, 29 de septiembre de 2025

PRESUPUESTO 2026: LA TENTACIÓN DE LA IMPRUDENCIA

El presupuesto 2026 profundiza déficits y sacrifica inversión: un camino riesgoso para Guatemala 

El Presupuesto del Estado debería ser la principal herramienta de política económica de un país. Pero en Guatemala, una vez más, corremos el riesgo de que el Presupuesto 2026 se convierta en un vehículo para aumentar el gasto improductivo, financiar clientelismo y comprometer la sostenibilidad fiscal. A primera vista, el proyecto de Presupuesto que hoy discute la Comisión de Finanzas del Congreso prevé unos ingresos tributarios que parecen realistas; el problema está en el lado del gasto: la propuesta privilegia el funcionamiento sobre la inversión, incrementa la deuda pública y consolida una estructura presupuestaria rígida, en la que casi el 83% de los recursos ya está precomprometido.

Este desbalance se traduce en un déficit fiscal extraordinaria y peligrosamente elevado y en un saldo primario negativo que obliga al Estado que obliga a endeudarse, ya no solo para cubrir sus gastos, sino para pagar deudas anteriores. Esta es la antesala de un círculo vicioso que, de no corregirse, puede comprometer la estabilidad lograda en décadas anteriores. La teoría económica lo explica bien: la deuda pública excesiva puede estimular el crecimiento en el corto plazo, pero termina desplazando a la inversión privada, obligando a imponer tributos distorsionantes, aumentando los riesgos inflacionarios y reduciendo el margen de maniobra de la política contracíclica. Diversos estudios han mostrado que, al rebasar ciertos umbrales, la deuda deja de ser un motor y se convierte en un freno para el desarrollo.

Más impuestos y más deuda terminan financiando clientelismo, en vez de infraestructura


Lo preocupante es que Guatemala ya podría encontrarse por encima del umbral de sobre-endeudamiento (alrededor del 25% del PIB) identificado por diversos analistas (incluyendo técnicos del FMI)). Aunque nuestra deuda sigue siendo baja en términos regionales, estamos entrando a una zona de riesgo. Ignorar estas advertencias puede tener costos severos: mayor fragilidad frente a choques externos, deterioro de la calificación de riesgo y pérdida de la confianza de inversionistas. A ello se suma la baja calidad del gasto. Apenas 17.5% del presupuesto se destina a inversión y la ejecución histórica muestra que ni siquiera se logra materializar lo asignado. Mientras tanto, se multiplican transferencias discrecionales a consejos de desarrollo y municipalidades, sin suficiente transparencia ni alineación con políticas de Estado. Así, más impuestos y más deuda terminan financiando clientelismo, en vez de infraestructura, salud o educación de calidad.

Lo paradójico es que Guatemala, por su tradicional estabilidad macroeconómica, todavía conserva acceso a financiamiento interno y externo en condiciones favorables. Pero ese activo es frágil. Si los indicadores fiscales siguen deteriorándose, pronto se pondrá en entredicho nuestra calificación de riesgo. Y una vez que se pierde la confianza, cuesta mucho recuperarla.

¿Qué hacer? Hay varias salidas. En el corto plazo, el Congreso debería reorientar el Presupuesto 2026: blindar la inversión prioritaria (a través del SNIP), reducir techos y fijar reglas claras para las modificaciones, y condicionar transferencias a planes validados. En el mediano plazo, urge adoptar reglas fiscales cuantitativas, fortalecer la Contraloría y modernizar los sistemas de gestión financiera. En ocasiones anteriores hemos advertido sobre la tentación de aprobar techos imprudentes sin reparar en la calidad del gasto. Hoy, más que nunca, Guatemala necesita preservar su estabilidad macroeconómica, invertir con eficiencia y recuperar la confianza en las finanzas públicas. De lo contrario, el costo de la imprudencia lo terminaremos pagando todos.


lunes, 15 de septiembre de 2025

UNA PIEZA EN EL ROMPECABEZAS ANTICORRUPCIÓN

Una nueva Secretaría de Integridad Pública sería muy positiva, pero solo apenas un primer paso 

Hace unos días, el Presidente Arévalo anunció una iniciativa para crear una Secretaría de Integridad Pública en sustitución de la Comisión Nacional contra la Corrupción. La propuesta de ley busca fortalecer la transparencia y la coordinación de las políticas anticorrupción desde la Presidencia. La iniciativa merece una valoración positiva: es un gesto político relevante, un reconocimiento de que la corrupción sigue siendo un problema central para el desarrollo y una señal de que el Ejecutivo quiere relanzar el tema.

Sin embargo, si algo enseñan la experiencia internacional y la literatura especializada, es que una nueva secretaría, por sí sola, difícilmente transformará la realidad. Por ejemplo, el reciente libro “La corrupción bajo una nueva lupa” (de Carroll Ríos, David Casasola y José Gálvez), ofrece un enfoque claro: la corrupción no es solo un asunto moral o de voluntad política, sino un fenómeno sistémico que responde a incentivos, estructuras institucionales y niveles de impunidad. Su combate exige un conjunto de medidas más amplio y sostenido.

Entre las lecciones más importantes que aporta el libro destacan cuatro. La primera es la profesionalización del servicio civil: donde los cargos públicos siguen siendo botín partidario, la corrupción florece. Guatemala necesita un sistema meritocrático que premie la capacidad y reduzca la dependencia de padrinos políticos. La segunda es la digitalización de la gestión pública y de las contrataciones: plataformas abiertas y en tiempo real (como las que ya funcionan en Chile o México) reducen la discrecionalidad y permiten la fiscalización ciudadana en cada etapa del gasto.

La tercera es la reducción de la discrecionalidad política en la asignación de recursos (especialmente en los fondos y transferencias donde hay espacios propicios para el clientelismo), adoptando una distribución con criterios técnicos, transparencia total y auditorías externas. La cuarta es el fortalecimiento de la justicia: el factor disuasivo central no es la severidad de las penas, sino la certeza de castigo. Si las investigaciones no prosperan en tribunales independientes y eficaces, la corrupción seguirá siendo un negocio rentable.

A estas dimensiones se suma un aspecto crucial: el papel de las entidades fiscalizadoras superiores. En Guatemala, la Contraloría General de Cuentas debería ser el verdadero freno institucional contra el despilfarro y la captura de recursos públicos. Hoy, sin embargo, la CGC carga con la percepción de ser un ente burocrático, lento y politizado. Transformarla en una institución independiente, profesional y tecnológicamente avanzada es quizás la reforma más urgente del sistema anticorrupción. Eso implica mejorar la forma en que el Contralor es electo; que las auditorías se realicen en tiempo real; y que los hallazgos se traduzcan en procesos judiciales y en información accesible a la ciudadanía. 

Una Secretaría de Integridad puede llegar a ser una pieza positiva en este rompecabezas, pero no debemos sobrestimar su alcance. Si queremos pasar de los gestos a los resultados, la prioridad está en reformar los sistemas que generan los incentivos equivocados y en fortalecer las instituciones que pueden sancionar efectivamente. Celebramos la intención presidencial, pero recordemos que la verdadera lucha contra la corrupción también requiere reformas estructurales. Una secretaría puede coordinar, pero el corazón de la integridad pública está en la profesionalización, la digitalización, la justicia independiente y, sobre todo, en una Contraloría independiente, profesional y con dientes de acero.


lunes, 1 de septiembre de 2025

PUERTOS: LA GRAN REFORMA PENDIENTE

Los puertos son una llave de su competitividad futura del país: se necesita una reforma integral

La infraestructura portuaria es, para un país pequeño y abierto como Guatemala, mucho más que un asunto técnico: es un eslabón crítico que conecta nuestra economía con el mundo. No obstante, el sistema portuario nacional funciona hoy con leyes incompletas, gobernanzas fragmentadas y limitaciones que frenan tanto la eficiencia operativa como la atracción de inversión. El reciente Summit de Infraestructura: Puertos para el Desarrollo -en el que participé como panelista- volvió a poner sobre la mesa la urgencia de una reforma legal integral.

Actualmente, en el Congreso se discuten dos iniciativas de ley para rediseñar el sistema portuario nacional: una presentada por el Ejecutivo y otra por una diputada que preside la Comisión de Comunicaciones e Infraestructura. Ambas iniciativas contienen elementos valiosos, pero también carencias y vacíos. Lejos de ser contrapuestas, deberían entenderse como complementarias: la tarea clave del parlamento es articular lo mejor de cada una en un marco normativo coherente.

En mi participación en el panel sobre certeza jurídica y autoridad para el desarrollo portuario destaqué cinco desafíos que el Congreso debe superar si quiere aprobar una buena ley. El primero es no legislar con precipitación: la ley de la Autoridad Portuaria aprobada el año pasado dio al Ejecutivo 120 días para presentar un proyecto integral, pero el Congreso no está sujeto a plazos. Es preferible tomarse un tiempo prudencial, escuchar a expertos y aprender de las mejores prácticas internacionales. El segundo desafío es diferenciar con claridad los problemas de corto plazo —dragado, mantenimiento de muelles y rompeolas— de los retos de largo plazo –como ordenar la institucionalidad y habilitar nuevas inversiones—.

Para atender los problemas de corto plazo habría que identificar las “cirugías legales” que deben practicarse a las leyes orgánicas de las portuarias existentes para destrabar operaciones. Pero para los asuntos de mediano y largo plazo se requiere de una reforma integral que otorgue certeza jurídica, ordene la estrategia nacional en materia portuaria, establezca una autoridad rectora técnica y autónoma, y defina mecanismos claros de financiamiento, fiscalización y participación privada. Esa visión coincide con lo que los mejores marcos legales a nivel internacional establecen para el funcionamiento de un sistema portuario eficiente: institucionalidad robusta, gobernanza con contrapesos, reglas claras para concesiones y alianzas público-privadas, todo ello contemplando un régimen de transición ordenado del viejo sistema hacia el nuevo modelo de desarrollo portuario.

La discusión de la reforma portuaria debería asumirse como un asunto de Estado

Conviene recordar que las leyes no son instrumentos de gestión operativa; son marcos de actuación. La gestión recae en las juntas directivas y en las autoridades portuarias. Por ello, la ley debe ser lo suficientemente clara para habilitar soluciones y dar certeza jurídica, pero no tan detallada que intente administrar la cosa pública desde el Legislativo. Lo fundamental es que fije los objetivos estratégicos, los equilibrios institucionales y los incentivos correctos.

La discusión de la reforma portuaria debería asumirse como un asunto de Estado. Guatemala necesita dejar de lado las banderas partidarias y construir consensos amplios para una reforma de largo plazo que modernice nuestros puertos, los convierta en verdaderas plataformas logísticas regionales y libere el potencial competitivo del país. La oportunidad está servida: o seguimos remendando con soluciones de coyuntura, o apostamos de una vez por esta gran reforma pendiente.


lunes, 18 de agosto de 2025

NO HAY GASTO MÁGICO SIN INSTITUCIONES FUERTES

Intentar acelerar obras sin reformar el Estado es como inyectarle aire a un globo pinchado

La semana pasada participé en un programa radial de opinión en el que discutimos la situación del gasto del gobierno, incluyendo su transparencia, velocidad y calidad de ejecución. En la entrevista insistí en la idea de que incrementar el gasto público en infraestructura solo impulsará el desarrollo si el aparato estatal está a la altura del desafío. Los datos lo confirman: aunque al primer semestre de 2025 el gobierno alcanzó una ejecución presupuestaria superior a la de los dos gobiernos anteriores en el mismo periodo, ese aumento no se tradujo en inversión real: solo se ejecutó el 30.1% del gasto de inversión. La inversión pública no despega mientras el gasto de funcionamiento absorbe más del 70% del gasto ejecutado.

Es cierto que existen razones legítimas que explican por qué al gobierno le cuesta ejecutar su presupuesto; pero reconocerlas no significa claudicar del compromiso de mejorar la calidad y cantidad de los servicios públicos. El lento ritmo del gasto refleja la persistencia de tres lastres: corrupción enquistada en el aparato estatal, un servicio civil con escasa capacidad y sin incentivos adecuados, y funcionarios paralizados por el temor a una justicia disfuncional y politizada. La tentación de buscar “atajos” para tratar de superar esos obstáculos –como la iniciativa de “Ley de agilización de la inversión pública”— es fuerte, pero equivale a renunciar a reformar los problemas de fondo. Ese es el riesgo: sacrificar la esperanza de una transformación duradera del aparato estatal en nombre de resultados inmediatos que, sin una institucionalidad sólida, nunca llegan a realizarse o, simplemente, se dilapidan.

"No basta simplemente con hinchar el presupuesto del Estado"

Y es que no basta simplemente con hinchar el presupuesto del Estado. Aquí aplica el viejo axioma neoclásico: si la cadena productiva es defectuosa, meter más insumos solamente genera más desperdicio. En el océano de gastos que atraviesa nuestro Estado, sin controles, sin capacitación, sin incentivos y sin supervisión, el dinero se evapora o se convierte en obras incompletas, sobrevaloradas o fuera de tiempo.

Existen, empero, algunas salidas pragmáticas que podrían explorarse para acelerar el gasto y mejorar su calidad sin recurrir a atajos simplistas. A corto plazo, como lo planteamos en una columna anterior, es factible crear fondos específicos de propósito especial enfocados en temas clave (infraestructura, electrificación, nutrición) y diseñados con una gobernanza ágil, transparente y responsable. Esa arquitectura aislaría proyectos estratégicos del ruido burocrático que los retrasa o desvirtúa. También es viable acudir a convenios con actores internacionales —como el acuerdo al que llegó el gobierno con el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los EE. UU. para rescatar la actividad portuaria en la Costa Sur— que permitan apalancar capacidades externas y sistemas con resultados probados.

La clave de un gasto público más eficaz está más bien en las reformas estructurales que el país demanda desde hace años: fortalecer el servicio civil, profesionalizar la supervisión de obra pública, modernizar el sistema de contrataciones e institucionalizar la transparencia y rendición de cuentas. Estas reformas no son políticamente fáciles ni ofrecen réditos inmediatos, pero son imprescindibles y eficaces. Hoy, la administración electa por su promesa de cambio y combate a la corrupción enfrenta una encrucijada: tomar el camino fácil del atajo con fines electoreros, o apostar por una reforma con visión de Estado. De lo que decida dependerá si el gasto público deja de ser un globo pinchado y se convierte en trampolín de desarrollo real.


lunes, 4 de agosto de 2025

LAS REGLAS DEL JUEGO SÍ IMPORTAN

 Las inversiones no llegan por decreto: se construyen con certeza, instituciones y visión de largo plazo

La semana pasada participé como panelista en un foro organizado por FUNDESA sobre los habilitadores para atraer inversión extranjera directa a Guatemala. Fue una oportunidad valiosa para reflexionar, desde la perspectiva del entorno institucional, sobre por qué Guatemala no crece más rápido, ni recibe los flujos de inversión que su ubicación y estabilidad merecerían. En el panel me tocó comentar dos aspectos clave para la generación de inversiones: el estado de nuestro sistema de justicia y la calidad de nuestras políticas públicas; dos temas que suelen estar en la última página del PowerPoint, pero que deberían ocupar la primera.

Empecemos por lo primero. La inversión, tanto nacional como extranjera, es un acto de confianza. Y esa confianza depende, en buena medida, de la existencia de un sistema de justicia independiente e imparcial, pronta y cumplida, profesional y eficiente. Sin certeza jurídica, no es posible que se produzca una inversión sostenida. Y sin inversión, no hay desarrollo económico ni generación de empleo. No se trata únicamente de combatir la corrupción o despolitizar el sistema. Se trata de rediseñar su arquitectura institucional: de garantizar independencia mediante una mejora sólida y precisa de la forma en que se eligen y permanecen los jueces; de asegurar su profesionalismo con una verdadera carrera judicial; y de blindar al sistema contra capturas e injerencias por parte de grupos de interés externos.

Sin embargo, una reforma estructural puede tomar tiempo en llegar; en el ínterin, urge fortalecer mecanismos alternativos de solución de controversias. Al respecto, existen esfuerzos que han venido promoviendo una reforma integral a la Ley de Arbitraje. Esta modernización se enfoca en adoptar estándares internacionales, acortar los tiempos de resolución de disputas y ofrecer un canal confiable, ágil y menos politizado para resolver conflictos mercantiles y de otra índole. El Organismo Judicial ha manifestado su anuencia para respaldar una iniciativa para reformar y modernizar la vía del arbitraje para la resolución de disputas, lo cual es alentador. Ello no solo contribuirá a descongestionar los tribunales ordinarios, sino que puede enviar una señal positiva a los inversionistas de que en Guatemala hay voluntad de modernizar las reglas del juego.

La inversión no ocurre por decreto. Se construye sobre confianza y reglas claras

Pero no basta con reformar leyes. También es indispensable que las políticas públicas —las decisiones cotidianas del Estado— estén alineadas con los principios de transparencia, participación y responsabilidad institucional. Hoy en día, muchas decisiones públicas en Guatemala aún se toman bajo lógicas clientelares, con escasa planificación, débil rendición de cuentas y mínima evaluación de resultados. Eso limita tanto la calidad del gasto como la efectividad de las inversiones públicas. La inversión no ocurre por decreto. Se construye sobre confianza, instituciones funcionales, reglas claras y una visión de largo plazo. Como lo han reiterado expertos y agencias calificadoras: la debilidad estructural de Guatemala no es macroeconómica, sino institucional.

Si queremos atraer inversión que transforme, necesitamos un Estado que funcione. Y para ello, se requiere algo más que promesas: se necesita continuidad en las reformas, voluntad política para enfrentar intereses enquistados y una ciudadanía que exija resultados. Guatemala tiene potencial. Pero el potencial no basta: hay que liberar su energía productiva con las reglas correctas, instituciones fuertes y una brújula de largo plazo. De eso se trata, al final, la inversión: de apostar por un país donde valga la pena quedarse.


¿A UN PASO DEL GRADO DE INVERSIÓN?

Estamos cerca del grado de inversión, pero aún pesan mucho las debilidades institucionales La reciente decisión de Fitch Ratings de elevar l...