Los acuerdos que entrañó la
aprobación del Presupuesto 2026 podrían terminar saliendo muy caros
El Economista Lúgubre
Opiniones sobre economía, política y cultura
lunes, 8 de diciembre de 2025
¿GOBERNABILIDAD… A CUALQUIER PRECIO?
lunes, 24 de noviembre de 2025
LECCIONES REGIONALES PARA ATRAER INVERSIÓN
La región ofrece señales claras
sobre qué funciona —y qué no— para atraer inversión extranjera
lunes, 10 de noviembre de 2025
PROPIEDAD, INSTITUCIONES Y DESARROLLO REAL
Los derechos de propiedad solo
rinden si están protegidos por un marco institucional efectivo
En el reciente evento organizado por el Observatorio de Derechos de Propiedad, tuvimos el privilegio de dialogar con el economista peruano Hernando De Soto, fundador del Instituto para la Libertad y la Democracia, y con Lorenzo Montanari, director ejecutivo de la Property Rights Alliance. Del encuentro pueden derivarse importantes lecciones en torno a un tema central para el desarrollo del país y el ordenamiento del Estado: la relación entre los derechos de propiedad y el fortalecimiento institucional. De Soto ha recordado durante décadas que muchos países en desarrollo están llenos de activos que no “existen” legalmente: viviendas, parcelas, talleres, negocios familiares sin títulos formales. Son —en sus palabras— capitales muertos, riquezas que no pueden servir de garantía, que no se pueden vender ni invertir y que, por tanto, permanecen improductivas.
Montanari presentó el Índice Internacional de Derechos de Propiedad 2025, en el que Guatemala aparece rezagada en casi todos sus componentes: entorno legal, derechos de propiedad física, protección de la propiedad intelectual y capacidad del Estado para hacer cumplir la ley. Ese rezago no es una simple estadística: se traduce en menor inversión, baja productividad y escasa movilidad social. Los países con instituciones sólidas que garantizan la propiedad tienden a registrar también mayor innovación, menor desigualdad y más oportunidades reales de progreso para sus ciudadanos
Los derechos de propiedad son herramientas esenciales para el desarrollo económico. Saber que lo que uno posee está protegido permite asumir riesgos, emprender, e innovar. En cambio, la incertidumbre sobre la tenencia, la lentitud judicial o la arbitrariedad administrativa generan desconfianza, informalidad y pobreza. Desde una óptica liberal, la propiedad es el punto de partida de la responsabilidad individual y del dinamismo productivo. Su protección requiere de instituciones capaces de hacer operativa la ley. No se trata de aprobar más normas, sino de lograr que los registros funcionen, los jueces resuelvan con rapidez y las reglas no cambien según el capricho político.
En este contexto, el fortalecimiento institucional resulta clave. El Ejecutivo debe modernizar los registros, digitalizar trámites y reducir burocracia para facilitar la formalización y la transabilidad de los activos. El Organismo Judicial necesita tribunales especializados, independientes y ágiles que garanticen la certeza jurídica. Y el Legislativo debe aprobar un marco estable y previsible que resista la tentación populista de debilitar la propiedad privada.
En la práctica, Guatemala podría avanzar mediante la formalización de activos con programas que combinen titulación, interoperabilidad de registros y acceso al crédito; mediante la medición del desempeño institucional: tiempos registrales, eficacia judicial y capacidad del sistema para convertir títulos en capital transable; y, mediante la promoción de la transabilidad real de los bienes, porque solo cuando la propiedad puede usarse, venderse o servir de colateral se convierte en motor de desarrollo.
El desafío no es solo técnico; es político e institucional. La protección de los derechos de propiedad debe ser una política de Estado, pues donde hay certeza jurídica florecen la inversión, el ahorro y la innovación. Guatemala tiene una gran reserva de capital dormido que solo despertará si el Estado garantiza derechos de propiedad claros, defendibles y transables. La prosperidad no surge de decretos, sino de la certeza de saberse dueño de lo propio y de poder usarlo para construir futuro.
lunes, 27 de octubre de 2025
¿A UN PASO DEL GRADO DE INVERSIÓN?
Estamos cerca del grado de inversión, pero aún pesan mucho las debilidades institucionales
La reciente decisión de Fitch Ratings de elevar la calificación soberana de Guatemala a BB+ con perspectiva estable es, sin duda, una buena noticia para el país. Con ello, esta calificadora equipara su nota con la que ya otorgaban, desde meses atrás, las otras calificadoras relevantes (Moody’s y Standard & Poor’s), colocando al país a solo un peldaño del ansiado grado de inversión. Pero conviene no exagerar en la celebración: llegar a ese grado será muy difícil, y mantener lo logrado exigirá prudencia.
Fitch justifica su decisión de mejorar la calificación del país en la solidez macroeconómica, el bajo endeudamiento público —25 % del PIB, el menor de América Latina—, la estabilidad de precios y el superávit externo respaldado por reservas monetarias internacionales récord. Coincide con Moody’s y S&P en destacar la ortodoxia de las políticas fiscal y monetaria, el papel estabilizador de las remesas familiares y la resiliencia del sistema bancario. Guatemala sigue siendo, en el vecindario, un país fiscalmente responsable y monetariamente predecible.
Sin embargo, las tres agencias calificadoras coinciden en advertir los mismos riesgos: el creciente déficit fiscal, la debilidad institucional y la pobreza persistente. El déficit del gobierno central, que en 2024 fue apenas de 1 % del PIB, se proyecta que podría más que duplicarse hasta alcanzar el 3.5% del PIB para 2026, impulsado por elevados presupuestos que, en teoría, deberían destinarse a mayor gasto social e infraestructura, pero que en la práctica se diluyen en gastos opacos y poco efectivos. Mientras tanto, la escasa capacidad de ejecución, la falta de prioridades claras y las rigideces estructurales del presupuesto resultan incompatibles con un Estado que pretenda financiar bienes públicos de calidad sin comprometer la estabilidad fiscal.
Las calificadoras son claras: para alcanzar el grado de inversión no basta con una macroeconomía ordenada. Hace falta un entorno de gobernanza sólida, certeza jurídica y Estado de Derecho efectivo. Guatemala puntúa apenas en el percentil 27 del índice mundial de gobernanza del Banco Mundial, con niveles preocupantemente bajos en los subíndices que miden el Estado de Derecho, el control de la corrupción y la efectividad gubernamental. Dicho de otra forma: el principal obstáculo para la mejora de la calificación del país ya no es macroeconómico, sino institucional y político.
La paradoja es evidente: el país exhibe fortalezas que muchos vecinos envidiarían —estabilidad, deuda baja, inflación contenida—, pero no logra convertirlas en crecimiento más rápido ni en mejores oportunidades para su población. La productividad (que es el factor clave de la prosperidad) está estancada porque las maltrechas instituciones no generan confianza ni incentivan la inversión privada de largo plazo. Sin reformas sustantivas al sistema de justicia, al servicio civil, a la administración pública y al sistema electoral y de partidos políticos, difícilmente se reducirá esa brecha.
Obtener el grado de inversión sería mucho más que un galardón simbólico. Significaría crédito más barato, mayor inversión extranjera y acceso a nuevos mercados financieros. Pero, como se deduce de la opinión de las calificadoras, solo un esfuerzo nacional sostenido, que combine prudencia macroeconómica con fortalecimiento institucional, podrá llevarnos hasta allí. No es fácil, pero tampoco imposible. Se requiere conciencia y visión de todos los estamentos para lograrlo. Lo importante es entender que el verdadero riesgo de Guatemala no está en sus cifras económicas, sino en su política.
lunes, 13 de octubre de 2025
UN ÁRBITRO TÉCNICO PARA EL CONGRESO
Sin un análisis fiscal independiente, el Congreso legisla en la oscuridad y compromete el futuro
En el Congreso se legisla demasiado a ciegas: se aprueban leyes, ampliaciones y transferencias millonarias sin que exista un análisis técnico independiente que mida su impacto sobre la sostenibilidad fiscal del país. Las consecuencias son graves: compromisos ocultos, déficits crecientes y decisiones clientelares que hipotecan el futuro. En los últimos años, el Legislativo ha multiplicado los decretos que asignan fondos a entidades y programas sin respaldo técnico ni evaluación del gasto. Los ejemplos abundan: aportes extraordinarios a Consejos de Desarrollo, transferencias a municipalidades sin planes de ejecución y subsidios de dudoso impacto económico. Cada quetzal aprobado así, es un paso más hacia la opacidad y la pérdida de disciplina fiscal.
A diferencia de tal precariedad, el Congreso de los Estados Unidos -por ejemplo- cuenta desde 1974 con la Congressional Budget Office (CBO), una oficina técnica y no partidista creada precisamente para evitar que la política destruya la aritmética. La CBO estima el costo real de cada ley que se discute, proyecta los ingresos y gastos del gobierno a diez años y analiza el efecto de las decisiones legislativas sobre el déficit y la deuda. Su credibilidad es tal que ningún partido se atreve a ignorar sus cálculos. No dicta política. sino pone sobre la mesa los números; pero eso basta para ordenar el debate. Si una propuesta tiene un impacto fiscal insostenible, la CBO lo advierte y los legisladores deben ajustarla o justificar su costo. Su transparencia e independencia técnica son el mejor antídoto contra el populismo presupuestario.
El contraste con Guatemala es evidente. Aquí, ninguna comisión de trabajo del Congreso tiene ese rol técnico, ni el personal especializado, ni los modelos de proyección y de información completa. No existe la práctica obligatoria de acompañar cada iniciativa con un estudio de impacto fiscal. En la práctica, los diputados deciden sobre miles de millones de quetzales sin saber cuánto cuestan sus decisiones ni cómo se financiarán.
Esa debilidad institucional amenaza nuestra estabilidad macroeconómica. Lo que empezó como excepciones “temporales” —asignaciones extraordinarias, fondos discrecionales, ampliaciones de última hora— se ha vuelto la norma. Los recursos públicos se reparten según afinidades políticas, no conforme a prioridades nacionales. Y mientras tanto, la deuda pública crece y los incentivos para gastar sin control se multiplican.
El Congreso necesita su propio órgano técnico de análisis fiscal: una oficina independiente, integrada por economistas y especialistas en finanzas públicas, con mandato legal y autonomía suficiente para emitir análisis imparciales sobre toda iniciativa que implique gasto, exoneraciones o deuda. Su creación requeriría una reforma institucional seria, pero sería una de las más trascendentes en décadas. Esa oficina —una suerte de CBO guatemalteca— debería tener tres virtudes: independencia frente a los partidos, estabilidad presupuestaria y transparencia metodológica. Sus informes deberían ser públicos, con supuestos claros y cálculos replicables, a fin de ganarse la confianza ciudadana y convertirse en árbitro creíble entre el entusiasmo político y la prudencia fiscal.
Modernizar la forma en que el Congreso analiza, aprueba y fiscaliza el presupuesto es una necesidad urgente. Sin una brújula técnica que ponga límites al desorden, el país seguirá condenado a repetir el ciclo de improvisación y despilfarro que cada año erosiona la estabilidad conquistada con tanto esfuerzo. No se puede seguir legislando sin saber cuánto cuesta hacerlo.
lunes, 29 de septiembre de 2025
PRESUPUESTO 2026: LA TENTACIÓN DE LA IMPRUDENCIA
El presupuesto 2026 profundiza
déficits y sacrifica inversión: un camino riesgoso para Guatemala
El Presupuesto del Estado debería ser la principal herramienta de política económica de un país. Pero en Guatemala, una vez más, corremos el riesgo de que el Presupuesto 2026 se convierta en un vehículo para aumentar el gasto improductivo, financiar clientelismo y comprometer la sostenibilidad fiscal. A primera vista, el proyecto de Presupuesto que hoy discute la Comisión de Finanzas del Congreso prevé unos ingresos tributarios que parecen realistas; el problema está en el lado del gasto: la propuesta privilegia el funcionamiento sobre la inversión, incrementa la deuda pública y consolida una estructura presupuestaria rígida, en la que casi el 83% de los recursos ya está precomprometido.
Este desbalance se traduce en un déficit fiscal extraordinaria y peligrosamente elevado y en un saldo primario negativo que obliga al Estado que obliga a endeudarse, ya no solo para cubrir sus gastos, sino para pagar deudas anteriores. Esta es la antesala de un círculo vicioso que, de no corregirse, puede comprometer la estabilidad lograda en décadas anteriores. La teoría económica lo explica bien: la deuda pública excesiva puede estimular el crecimiento en el corto plazo, pero termina desplazando a la inversión privada, obligando a imponer tributos distorsionantes, aumentando los riesgos inflacionarios y reduciendo el margen de maniobra de la política contracíclica. Diversos estudios han mostrado que, al rebasar ciertos umbrales, la deuda deja de ser un motor y se convierte en un freno para el desarrollo.
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Más impuestos y más deuda terminan financiando
clientelismo, en vez de infraestructura |
Lo preocupante es que Guatemala ya podría encontrarse por encima del umbral de sobre-endeudamiento (alrededor del 25% del PIB) identificado por diversos analistas (incluyendo técnicos del FMI)). Aunque nuestra deuda sigue siendo baja en términos regionales, estamos entrando a una zona de riesgo. Ignorar estas advertencias puede tener costos severos: mayor fragilidad frente a choques externos, deterioro de la calificación de riesgo y pérdida de la confianza de inversionistas. A ello se suma la baja calidad del gasto. Apenas 17.5% del presupuesto se destina a inversión y la ejecución histórica muestra que ni siquiera se logra materializar lo asignado. Mientras tanto, se multiplican transferencias discrecionales a consejos de desarrollo y municipalidades, sin suficiente transparencia ni alineación con políticas de Estado. Así, más impuestos y más deuda terminan financiando clientelismo, en vez de infraestructura, salud o educación de calidad.
Lo paradójico es que Guatemala, por su tradicional estabilidad macroeconómica, todavía conserva acceso a financiamiento interno y externo en condiciones favorables. Pero ese activo es frágil. Si los indicadores fiscales siguen deteriorándose, pronto se pondrá en entredicho nuestra calificación de riesgo. Y una vez que se pierde la confianza, cuesta mucho recuperarla.
¿Qué hacer? Hay varias salidas. En el corto plazo, el Congreso debería reorientar el Presupuesto 2026: blindar la inversión prioritaria (a través del SNIP), reducir techos y fijar reglas claras para las modificaciones, y condicionar transferencias a planes validados. En el mediano plazo, urge adoptar reglas fiscales cuantitativas, fortalecer la Contraloría y modernizar los sistemas de gestión financiera. En ocasiones anteriores hemos advertido sobre la tentación de aprobar techos imprudentes sin reparar en la calidad del gasto. Hoy, más que nunca, Guatemala necesita preservar su estabilidad macroeconómica, invertir con eficiencia y recuperar la confianza en las finanzas públicas. De lo contrario, el costo de la imprudencia lo terminaremos pagando todos.
lunes, 15 de septiembre de 2025
UNA PIEZA EN EL ROMPECABEZAS ANTICORRUPCIÓN
Una nueva Secretaría de
Integridad Pública sería muy positiva, pero solo apenas un primer paso
Hace unos días, el Presidente Arévalo anunció una iniciativa para crear una Secretaría de Integridad Pública en sustitución de la Comisión Nacional contra la Corrupción. La propuesta de ley busca fortalecer la transparencia y la coordinación de las políticas anticorrupción desde la Presidencia. La iniciativa merece una valoración positiva: es un gesto político relevante, un reconocimiento de que la corrupción sigue siendo un problema central para el desarrollo y una señal de que el Ejecutivo quiere relanzar el tema.
Sin embargo, si algo enseñan la experiencia internacional y la literatura especializada, es que una nueva secretaría, por sí sola, difícilmente transformará la realidad. Por ejemplo, el reciente libro “La corrupción bajo una nueva lupa” (de Carroll Ríos, David Casasola y José Gálvez), ofrece un enfoque claro: la corrupción no es solo un asunto moral o de voluntad política, sino un fenómeno sistémico que responde a incentivos, estructuras institucionales y niveles de impunidad. Su combate exige un conjunto de medidas más amplio y sostenido.
Entre las lecciones más importantes que aporta el libro destacan cuatro. La primera es la profesionalización del servicio civil: donde los cargos públicos siguen siendo botín partidario, la corrupción florece. Guatemala necesita un sistema meritocrático que premie la capacidad y reduzca la dependencia de padrinos políticos. La segunda es la digitalización de la gestión pública y de las contrataciones: plataformas abiertas y en tiempo real (como las que ya funcionan en Chile o México) reducen la discrecionalidad y permiten la fiscalización ciudadana en cada etapa del gasto.
La tercera es la reducción de la discrecionalidad política en la asignación de recursos (especialmente en los fondos y transferencias donde hay espacios propicios para el clientelismo), adoptando una distribución con criterios técnicos, transparencia total y auditorías externas. La cuarta es el fortalecimiento de la justicia: el factor disuasivo central no es la severidad de las penas, sino la certeza de castigo. Si las investigaciones no prosperan en tribunales independientes y eficaces, la corrupción seguirá siendo un negocio rentable.
A estas dimensiones se suma un aspecto crucial: el papel de las entidades fiscalizadoras superiores. En Guatemala, la Contraloría General de Cuentas debería ser el verdadero freno institucional contra el despilfarro y la captura de recursos públicos. Hoy, sin embargo, la CGC carga con la percepción de ser un ente burocrático, lento y politizado. Transformarla en una institución independiente, profesional y tecnológicamente avanzada es quizás la reforma más urgente del sistema anticorrupción. Eso implica mejorar la forma en que el Contralor es electo; que las auditorías se realicen en tiempo real; y que los hallazgos se traduzcan en procesos judiciales y en información accesible a la ciudadanía.
Una Secretaría de Integridad puede llegar a ser una pieza positiva en este rompecabezas, pero no debemos sobrestimar su alcance. Si queremos pasar de los gestos a los resultados, la prioridad está en reformar los sistemas que generan los incentivos equivocados y en fortalecer las instituciones que pueden sancionar efectivamente. Celebramos la intención presidencial, pero recordemos que la verdadera lucha contra la corrupción también requiere reformas estructurales. Una secretaría puede coordinar, pero el corazón de la integridad pública está en la profesionalización, la digitalización, la justicia independiente y, sobre todo, en una Contraloría independiente, profesional y con dientes de acero.
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