lunes, 19 de diciembre de 2016

A 20 Años de los Acuerdos de Paz

Las metas y compromisos planteados en el Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria, aunque excesivamente ambiciosos, eran loables. La debilidad institucional y la corrupción generalizada los hicieron imposibles de lograr.

Este mes se cumplen 20 años de la firma de los Acuerdos de Paz en Guatemala, ocasión propicia para evaluar no solo su cumplimiento, sino su validez actual y si deberían replantearse a la luz de los cambios ocurridos en el entorno durante cuatro lustros. En particular es oportuno referirse al Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria –ASSA- del que, entre otras implicaciones, se desprendió el Pacto Fiscal de 2003.

El ASSA planteaba, esencialmente, adoptar políticas económicas para alcanzar un crecimiento del 6% anual; también aplicar una política social con prioridad en salud, nutrición, educación y capacitación, vivienda, saneamiento ambiental y acceso al empleo productivo; y, proponía como prioridad el fortalecimiento del papel rector del Estado en las políticas económicas y sociales. Puede afirmarse que estos planteamientos han sido ampliamente incumplidos.

Las razones de tal incumplimiento tienen que ver, en primer lugar, con el hecho de que ni uno solo de los sucesivos gobiernos que ha tenido el país desde que se firmaron los Acuerdos de Paz ha planteado una agenda de Estado que le ponga Norte a las políticas públicas que debieron emprenderse para cumplir con los compromisos adquiridos. Ello ha implicado una patética ausencia de prioridades que contribuye al desorden de la gestión pública y a una lamentable dispersión e ineficiencia del gasto gubernamental.

A esto se suma, por un lado, la progresiva degeneración del sistema político que ha mutado hasta convertirse en un sistema de saqueo del erario público y, por otro lado, el progresivo debilitamiento del Estado que se ha centrado en ser un mero gestor de la coyuntura, en vez de convertirse en el rector estratégico de las políticas de desarrollo nacional. De tal suerte que ni el sistema político, ni las élites nacionales, ni la ciudadanía en general se apropiaron nunca de los Acuerdos de Paz, que quedaron huérfanos casi desde su nacimiento.

La corrupción, por su parte, dañó la mayoría de medidas planteadas en el ASSA y comprometió el pacto fiscal: la exigua moral tributaria fue destruida paulatinamente, lo cual derivó en una dramática insuficiencia de recursos para las prioridades planteadas en el ASSA (educación/capactación, salud, nutrición, etcétera); instituciones como el Fondo de Tierras y Registro de Información Catastral, ideadas para lidiar desde una lógica de mercado con la problemática agraria, fueron desnaturalizadas y cooptadas por grupos de interés, al igual que el sistema de Consejos de Desarrollo Urbano y Rural; y, en general, la administración pública se tornó cada vez más disfuncional.

De manera que los principales obstáculos al cumplimiento de los Acuerdos de Paz han sido el propio sistema político disfuncional y la corrupción generalizada. Ambos aspectos requieren de un reforma profunda que debe acompañar a cualquier replanteamiento del ASSA o del propio pacto fiscal. Ahora que el gobierno parece que volverá a lanzarse a proponer una nueva reforma fiscal en los primeros meses de 2017, bien vale la pena aprovechar el aniversario de los Acuerdos de Paz para proponer un diálogo fiscal integral, en el que se discutan aspectos tan esenciales como cuáles van a ser las prioridades del gasto público dentro de una agenda de Estado de largo plazo, cómo se van a optimizar los recursos con que ya cuenta el gobierno (mejorando la recaudación y combatiendo la corrupción) y qué límites van a respetarse para asegurar la sostenibilidad de las finanzas públicas. Las lecciones que puedan extraerse del incumplimiento de los principales compromisos del ASSA pueden ser de utilidad en este proceso.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Lucha Contra la Corrupción: Lo que Aún Falta

Aunque luchar contra la corrupción puede tener costos en el corto plazo, puede significar grandes réditos económicos a mediano plazo. Pero para lograrlo hay que perseverar y, sobre todo, fortalecer las instituciones.

El viernes pasado se celebró el Día Internacional Contra la Corrupción, que se conmemoró en Guatemala con muestras de satisfacción –desde enhorabuenas del Secretario General de las Naciones Unidas a la Fiscal Thelma Aldana, hasta auto-felicitaciones de la sociedad civil por sus inspiradoras protestas del año pasado-, en celebración por lo que se ha avanzado en los últimos meses.

Debemos reconocer el despertar ciudadano en contra de la corrupción que se vivió el año pasado, así como los esfuerzos del MP y el empuje de la CICIG. Pero el monstruo de la corrupción es demasiado grande y poderoso como para darnos por satisfechos. Aún falta mucho por hacer: la lucha contra la corrupción debe ser algo sistémico e integral, no solamente un conjunto de esfuerzos aislados.

La situación aún es muy grave. La corrupción está tan arraigada en el quehacer público en Guatemala que muchas decisiones (en el Ejecutivo, en el Legislativo y en el Judicial) se toman solamente por el interés de enriquecerse (a costa de sobornos, sobreprecios o tráfico de influencias), y no motivadas por el interés colectivo. No se trata de transacciones aisladas, sino de una auténtica captura del Estado por redes y costumbres corruptas tan arraigadas que ya no son la excepción, sino que se han convertido en el patrón de comportamiento y en la norma de funcionamiento.

Los costos económicos y sociales son altísimos. La corrupción generalizada impide al Estado cumplir con sus funciones básicas: por un lado implica desperdiciar millones de quetzales de gasto público (que se deja de hacer o, en el mejor de los casos, que se hace mal) y, por otro, daña profundamente la voluntad de los contribuyentes de pagar impuestos, lo cual compromete la sostenibilidad de las finanzas públicas y la estabilidad económica del país. La corrupción debilita igualmente el cumplimiento de los contratos, el cobro de adeudos y, en general, la confianza en los mercados, con el consiguiente costo en pérdida de productividad económica.

La corrupción daña también la infraestructura: la inversión pública está corroída por sistemas opacos de contratación, deudas flotantes espurias, y sobrecostos recurrentes; la inversión privada, por su parte, se ve obstaculizada por la corrupción asociada a los trámites, licencias y normas desordenadas y arbitrarias que plagan la operatoria gubernamental. La corrupción también impide la inversión pública en educación y en salud, lo que imposibilita mejorar el capital humano del país. Y, por si esto fuera poco, la corrupción también daña la calificación de riesgo-país y, con ello, encarece el financiamiento público y privado para el desarrollo.

Combatir la corrupción requiere de un esfuerzo integral, sistemático y multifacético que incluya acciones en materia de transparencia, adoptando las mejores prácticas internacionales de gobierno abierto; en materia de aplicación estricta de la ley, para castigar a los funcionarios corruptos y confiscarles su botín; en materia de facilitación de trámites y regulaciones, para minimizar el riesgo de que las decisiones burocráticas discrecionales degeneren en sobornos; y, en materia de construcción de instituciones que, como la Contraloría y el servicio civil, son esenciales para combatir la corrupción.


Los resultados de tal esfuerzo tomarán tiempo y serán efectivos solo cuando en la mentalidad de los actores clave (tanto en el sector público como en el privado) se asuma que las reglas del juego de verdad han cambiado. Lograrlo requiere de visión de Estado, perseverancia, decisión política y liderazgo, virtudes estas que, por desgracia, no suelen abundar por estos lares.

lunes, 5 de diciembre de 2016

La Madre de las Reformas

La reforma del sistema electoral y de partidos políticos es tan importante que, si ocurriera, podría lograr varios de los fines que se persiguen hoy con la reforma constitucional al sector Justicia, particularmente en lo referente a la independencia de jueces, magistrados, fiscales y contralores respecto del poder político.

Este año se han producido algunas reformas institucionales importantes que, meritoriamente, el Congreso ha logrado aprobar (por ejemplo, a la Ley Orgánica del Congreso, a la Ley de la SAT o a la Ley de Contrataciones). Y actualmente está en discusión una trascendental reforma constitucional al sector Justicia. Pero aún están pendientes muchas reformas institucionales imprescindibles; la madre de todas ellas debe ser la reforma del sistema electoral y de partidos políticos.

Porque resulta que la “vieja política” está vivita y coleando. Esa que, a lo largo de muchos años, se ha configurado para buscar el poder con políticos que –como dijo un analista- “roban para llegar, y llegan para robar”. Esa vieja forma de hacer política está golpeada por los acontecimientos desencadenados por la CICIG y el Ministerio Público en abril del año pasado. Pero aún está activa y reponiéndose rápidamente de sus dolencias.

Para constatarlo basta ver la forma en que, con toda desfachatez, proliferaron las propuestas de enmiendas al Presupuesto del Estado 2017 que buscaban, por ejemplo, quitar controles al manejo de la planilla de empleados, o incrementar el aporte fiscal a oscuras ONGs, o aumentar el presupuesto del ineficiente y sospechoso Registro de Información Catastral o de la oscura unidad de edificios estatales. Algunas de estas enmiendas, lamentablemente, se aprobaron y costarán al fisco cerca de Q100 millones.

Basta ver también cómo, en el marco de la reforma constitucional, el artículo que endurecía el recurso del antejuicio fue rápidamente desaprobado, sin debate y sin explicaciones en medio de una sesión desordenada y pésimamente conducida en la que emergieron muchas de las prácticas sucias de la vieja política que habían estado adormecidas durante meses. De hecho, ahora toda la reforma al sector justicia corre peligro de fracasar al haber quedado en manos de una clase política carente de credibilidad, visión de estado y elegancia.

Algunas de las más importantes reformas propuestas para el sector justicia tienen que ver con la relación entre ésta y el estamento político. Se quiere reformar el método de elección de las principales autoridades de justicia (los magistrados de la Corte Suprema y de la de Constitucionalidad, o el jefe del Ministerio Público) y de otros entes de control (el Contralor de Cuentas), tratando de aislar dicha elección de cualquier injerencia político-partidista, debido a la desconfianza y el rechazo que la política y los políticos generan en nuestra sociedad. Esto es una anomalía: en los países avanzados precisamente son los parlamentos y los jefes de Estado –es decir, los políticos democráticamente electos- quienes (mediante mecanismos con controles y balances) eligen a tales autoridades.

Lo que esto nos dice es que lo que en el fondo está mal en el Estado de Guatemala es, precisamente, el sistema electoral y de partidos políticos, que clama por cambios profundos que mejoren la representatividad de los funcionarios electos, la democracia interna de los partidos políticos, y la autoridad del tribunal electoral. Urge una reforma de verdad, no como la muy timorata reforma aprobada a las carreras el año pasado por un Congreso plagado de representantes de la vieja política que, con aparente reticencia, accedieron a introducirle tímidos cambios a la ley electoral sabiendo que, en el fondo, nada cambiaría realmente. La reforma pendiente, la más difícil, para cambiar el país quizá no sea la del sistema de justicia, sino la del sistema electoral y de partidos políticos. Quizá la CICIG debería enfocar esfuerzos en este frente.

lunes, 28 de noviembre de 2016

El Peso de la Desconfianza

La profunda desconfianza, el "sospechosismo" sobre la "agenda oculta" del otro, el recelo respecto de la ideología contraria, nos están llevando a una situación de polarización y maniqueísmo que no solo impide el avance de las reformas que el país necesita, sino que impone costos enormes sobre la vida económica, política y social del país

Uno de los más pesados lastres que impiden que en Guatemala avancen las acciones, políticas y actividades cotidianas necesarias para el progreso del país es la profunda desconfianza que impera tanto en las relaciones entre unos y otros, como en las actitudes frente a las autoridades y a las instituciones.

La más reciente encuesta de Latinobarómetro revela que la sociedad guatemalteca manifiesta una severa falta de confianza: somos el país con porcentaje más bajo (31% de los encuestados, en comparación con el 54% regional) que confían en la democracia como sistema de gobierno; sólo el 20% de guatemaltecos cree que se puede confiar en la mayoría de las personas; muy pocos (34%) le confieren alguna credibilidad a la política y a los políticos; sólo el 15% (versus el 24% de los latinoamericanos) cree que el país está progresando. No sorprende, entonces, que seamos el país donde el mayor porcentaje de ciudadanos encuentra justificada la evasión de impuestos. La desconfianza generalizada en las autoridades se confirma en otras encuestas de opinión ciudadana que ubican a los partidos políticos, los sindicatos, el Congreso, el Gobierno Central y el Organismo Judicial como las instituciones menos confiables del país.

La extrema ineficiencia de los tres poderes del Estado, manifestada en la omnipresencia de la corrupción, y provocada fundamentalmente por un sistema político conformado ex profeso para esquilmar el erario público, explica y justifica las actitudes prevalecientes de desconfianza. Esta se manifiesta, por un lado, en un sospechosismo  -como dicen los mexicanos- y un recelo automático respecto de las intenciones que pueda haber detrás de cualquier propuesta que se plantee y, por otro, en una tendencia automática a encasillar (y generalizar) ideológicamente a quien se atreva a hacer propuestas.

Lo anterior está derivando en una peligrosa polarización de opiniones y posiciones en la dinámica pública del país. Ello se ha visto claramente, por ejemplo, en la reciente discusión de las reformas constitucionales al sector justicia: o se está en el bando que las apoya ciegamente, o en el que las adversa férreamente. Cualquier posición intermedia que reconozca que dicha propuesta de reformas tiene virtudes que deben preservarse, pero también defectos que deben corregirse, es vista, por un bando, como una actitud de obstaculización al progreso de país y, por el otro, como una traición a la sagrada soberanía nacional.

Desde el punto de vista de la eficiencia económica de las interacciones sociales, la desconfianza generalizada se traduce en unos elevados costos de transacción para la sociedad que, entre otros efectos nocivos, hace que a nivel privado los acuerdos contractuales deban ser blindados por un sinnúmero de cláusulas para prevenir el fraude, y que a nivel público se estanque la aplicación de políticas públicas virtuosas. Numerosos estudios demuestran que la falta de confianza en la sociedad obstaculiza el crecimiento económico, obstaculiza el comercio, afecta el desarrollo financiero, entorpece la innovación y el emprendedurismo, e impide la necesaria cooperación para la provisión de bienes públicos.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Trump y la economía (de Guatemala)

La mala noticia es que las políticas económicas anunciadas por Trump durante su campaña electoral serían -en general- negativas para Guatemala. La buena noticia es que es muy poco probable que algún día se lleguen a aplicar.

Durante su campaña electoral, el ahora presidente electo de los Estados Unidos anunció varias medidas de política que, si se llegan a aplicar (lo cual podría nunca ocurrir, tratándose de promesas de campaña) tendrían repercusiones, directa o indirectamente, sobre la economía guatemalteca.

En su plan de acción, Trump enfatizó el objetivo de proteger el empleo estadounidense mediante medidas proteccionistas, entre las que incluye: renegociar o denunciar tratados de libre comercio (incluyendo el NAFTA); elevar tarifas (aranceles) sobre bienes importados para proteger la producción de bienes locales; declarar oficialmente a China como “manipulador cambiario” e identificar abusos comerciales-laborales que cometan otros países en perjuicio del empleo estadounidense (con posibles sanciones); y, facilitar la producción de fuentes de energía doméstica (incluyendo petróleo, shale y gas natural).

Trump también ofreció medidas para restaurar la seguridad nacional con potenciales repercusiones económicas, entre las que se incluyen: deportar a millones de inmigrantes ilegales con antecedentes criminales; aumentar sensiblemente el gasto militar y de seguridad estratégica; y, restringir la inmigración desde países que se juzguen incapaces de identificar los antecedentes (terroristas) de los potenciales migrantes.

En el área fiscal, Trump ofreció un plan de alivio (reducción) de impuestos sobre la renta y una simplificación tributaria que, aunados a un plan de facilitación de regulaciones y eliminación de restricciones a ciertas actividades (como la energética) generaría un aumento de la actividad económica que podría (según él) duplicar el crecimiento del PIB y pagar la totalidad de la deuda pública.

En el corto plazo todas esas políticas (si llegan a aplicarse) tardarán en tener algún impacto y, sin lo tienen, hasta podría ser positivo en términos de crecimiento de la economía estadounidense. Pero en el mediano plazo, para países como Guatemala podrían tener repercusiones –no del todo positivas-, pues se trata de medidas claramente proteccionistas, de tono nacionalista (algunas muy radicales que, aunque no guste reconocerlo a los admiradores de Trump, rayan en el populismo).

Las restricciones comerciales que favorece el nuevo presidente republicano perjudicarían directamente a las exportaciones guatemaltecas y, en general, al comercio mundial. El desequilibrio fiscal que ocasionarían las políticas de Trump impactaría en la inflación y en las tasas de interés internacionales, encareciendo el financiamiento externo que Guatemala necesita. Y, aunque lo anterior podría propiciar una depreciación del quetzal que dé algún alivio a los exportadores, las restricciones migratorias podrían tener un impacto mucho más negativo, al implicar una reducción de los flujos de remesas familiares, factor clave en el que se ha sustentado nuestra demanda interna (y el crecimiento económico) en los últimos años.

Pero quizá no haya que preocuparse demasiado. El plan económico de Trump es inconsistente por donde se le mire (reduce impuestos pero eleva aranceles, paga la deuda pero sube el gasto, elimina restricciones pero obstruye el mercado laboral). Por su parte, los republicanos, que tienen mayoría en las dos cámaras legislativas, no tolerarán un aumento desmedido del déficit fiscal. Y la realidad hará ver al nuevo presidente que es más fácil prometer en campaña, que incidir desde el gobierno en las variables económicas. Pronto habrá de percatarse de que no es factible reactivar la economía simplemente mediante decretos ejecutivos. Eso, ojalá, lo tornará más pragmático y menos dogmático.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Perspectiva Negativa

La calificadora Standard & Poor's redujo a "negativa" la perspectiva de Guatemala, pero no porque hayamos hecho algo malo, sino por lo que hemos dejado de hacer.  Los eventos políticos del año anterior nos dieron la oportunidad de reformar las instituciones y de reorientar el gasto público hacia los fines que el desarrollo demanda; pero parece ser (y a eso se refiere la calificadora de riesgos) que como país hemos desperdiciado esa oportunidad

Hace algunos días, la calificadora internacional Standard & Poor´s (S&P) revisó la calificación de riesgo-país (riesgo soberado) de Guatemala y, aunque decidió mantener la calificación central en el nivel de BB (por debajo del anhelado grado de inversión) que le ha asignado al país en los últimos años, dispuso reducir la perspectiva de la calificación de “estable” a “negativa”. Esta revisión es una advertencia a los mercados sobre un aumento de las probabilidades de que la calificadora reduzca la calificación del país en un futuro cercano, si no se corrigen ciertos aspectos que la evaluación efectuada señala como preocupantes.

La justificación de la revisión efectuada radica, según la calificadora, en que la debilidad del Estado y de sus instituciones se traduce en unos niveles excesivamente bajos de ingresos fiscales que, a su vez, se reflejan en niveles igualmente bajos de inversión en infraestructura pública. La ausencia de infraestructura física y social básica ocasiona que la productividad nacional sea baja y, por lo tanto, que el crecimiento económico sea lento e insuficiente para reducir los elevados índices de pobreza.

A fin de cuentas, lo que S&P advierte –en su rol de calificadora de riesgos- es que el escaso dinamismo de la economía entraña el riesgo de que el país no genere suficientes ingresos para hacer frente a sus compromisos de pago de deuda externa y, al mismo tiempo, que los elevados indicadores de pobreza generen un clima de ingobernabilidad que también pueden derivar en amenazas a la capacidad del país de honrar sus compromisos financieros.

Con esa advertencia, la calificación del país podría ser reducida si no se produce un aumento en los ingresos fiscales que permitan incrementar la infraestructura púbica y reducir el indicador del servicio de la deuda pública como porcentaje de los ingresos tributarios. También indica S&P que la calificación se reduciría si el déficit fiscal excede persistentemente el equivalente al 2% del PIB, lo cual realza la importancia de que el Congreso apruebe un presupuesto estatal para 2017 con un déficit moderado.

No obstante ello, la calificadora reconoce que el país cuenta con importantes fortalezas que sustentan el mantener, por ahora, la calificación soberana en un nivel de BB: el reducido déficit comercial con el exterior, el reducido monto de la deuda pública (como porcentaje del PIB), así como la ortodoxia y autonomía de la política monetaria –que ha contribuido a preservar bajos índices inflacionarios-, son factores que favorecen la calificación del país y que es menester salvaguardar.

Sugiere incluso S&P que la calificación podría subir en el mediano plazo si, además de preservar sus fortalezas, el país logra impulsar una agenda integral de reformas que fortalezcan los ingresos fiscales, la efectividad de las instituciones, y la calidad de la infraestructura pública, a fin de acelerar el crecimiento económico y reducir la pobreza.

En el recién pasado Investment Summit organizado por la Cámara de Industria quedó claro que Guatemala ofrece oportunidades atractivas de inversión, y que existen potenciales inversionistas en el mundo que podrían atenderlas, pero también quedó claro que los prerrequisitos para generar un clima propicio para que tales inversiones se materialicen, pasan por el fortalecimiento institucional y la mejora en la provisión de servicios públicos que el diagnóstico de Standard & Poor´s ha identificado con precisión. Es cuestión de que el liderazgo nacional tome debida nota y se aplique en las políticas públicas que tan claramente se desprenden de dicho diagnóstico.

lunes, 7 de noviembre de 2016

¿Y Dónde Está la Contraloría?

La lucha contra la corrupción, en cualquier país civilizado, tiene como pieza clave el rol fiscalizador de la Contraloría de Cuentas. ¿Por qué en Guatemala -inmersa desde hace meses en una histórica batalla contra la corrupción estatal- la Contraloría brilla por su ausencia?

La corrupción en el Estado es un cáncer perverso de consecuencias nefastas sobre el desempeño global del país, pues distorsiona la asignación de recursos económicos -lo que ocasiona ineficiencia-, provoca la pérdida de confianza en lo líderes -lo que abona a la ingobernabilidad- y amenaza los cimientos mismos de la democracia. Estos efectos adversos de la corrupción son ampliamente reconocidos, pero poco se dice de cuáles son las mejores herramientas para combatirla.

La experiencia reciente a nivel internacional resalta dos vías exitosas para el combate a la corrupción. Una se refiere a las instituciones políticas que restringen la búsqueda de renta de los funcionarios, especialmente de aquello electos, a quienes la vigilancia ciudadana, la vindicta pública y el riesgo de no ser re-electos pueden inducirlos a evitar actos de corrupción (en Guatemala, los acontecimientos iniciados en mayo de 2015 son una muestra de lo que el poder ciudadano puede hacer al respecto). La otra se enfoca en la efectividad de las instituciones judiciales y de persecución penal, cuyas acciones legales pueden disuadir a los potenciales corruptos de intentar infringir la ley.

Pero ambos enfoques, para ser efectivos y sostenibles en el tiempo requieren, en primer lugar, de la habilidad del Estado de detectar oportunamente los actos de corrupción. Tal habilidad debe estar en manos de la institución que está llamada a ser la pieza central del fortalecimiento de la probidad de la gestión pública y de su rendición de cuentas, como medios de lucha contra el peculado, el tráfico de influencias, la malversación de fondos y el desvío de recursos públicos: la Contraloría de Cuentas.

La Contraloría, en cumplimiento de su mandato legal, debería emitir dictamen de los estados financieros y liquidación del presupuesto del Estado y de las entidades autónomas y descentralizadas e informarlo al Congreso de la República; promover de oficio los juicios de cuentas en contra de funcionarios y empleados públicos; y, nombrar interventores en las instituciones sujetas a control cuando compruebe actos anómalos. Pero, además de estas labores habituales, la Contraloría debería hacer auditorías aleatorias a las entidades públicas, tal como, por ejemplo, lo ha hecho exitosamente Brasil en años recientes.

La Contraloría brasileña aplica el Programa de Fiscalizaçao por Sorteios Públicos, que consiste en auditorías aleatorias a las municipalidades; las municipalidades se eligen por sorteo (público) y se les audita por el uso de fondos federales durante los tres años previos, por parte de un equipo de 10 a 15 contralores durante dos semanas, para inspeccionar la existencia y calidad de las contrataciones de obras y servicios públicos efectuadas. Los contralores son contratados con base en un examen público y son remunerados con salarios competitivos (de manera que se reduzca el riesgo de que caigan en actos corruptos). El resultado de la auditoría es publicado en internet y enviado el Ministerio Público.

Un programa como éste debería ser inmediatamente implementado por la Contraloría General de Cuentas de Guatemala, y no sólo enfocado a las municipalidades del país, son también a los consejos de desarrollo, a las entidades autónomas (especialmente a aquellas que, como la Universidad de San Carlos, se niegan a acogerse a herramientas de transparencia como el SIAF y el SICOIN), y a los fideicomisos estatales (tales como el FOPAVI, COVIAL o el del transporte de la Ciudad de Guatemala). Así podría la Contraloría empezar a cumplir el papel que su Ley Orgánica y el momento histórico que vive el país le exigen.

lunes, 24 de octubre de 2016

Una Reforma que Debe Mejorarse

La reforma del Sistema de Justicia no solo es necesaria, sino que es, quizá, una de las reformas institucionales más importantes para que Guatemala tenga viabilidad como país. Por eso resulta decepcionante que la iniciativa de reformas constitucionales al sector justicia haya llegado al Congreso plagada de errores elementales, conceptuales y hasta de redacción. Y, para más inri, muchos de los diputados "ponentes" ni siquiera la leyeron antes de firmarla.

Sería de necios negar que el sistema de justicia en Guatemala tiene innumerables debilidades que generan graves obstáculos a la gobernabilidad, al desarrollo económico y a la paz social. Ello clama por una efectiva reforma que garantice la independencia de los jueces y una mejora de su efectividad y organización institucional. Por ello, sería de necios oponerse a una reforma constitucional que atienda este clamor.

También sería de necios no reconocer el esfuerzo que diversas entidades nacionales (como el Ministerio Público o la Procuraduría de los Derechos Humanos) e internacionales (como la CICIG), así como un amplio espectro de organizaciones ciudadanas, hicieron en meses recientes durante largas sesiones de trabajo para discutir las reformas a la Constitución en cuanto al sector justicia.

Tal esfuerzo fue muy meritorio. Sin embargo, cuando se lee el texto que se convirtió –mediante la firma de un grupo de diputados, que ojalá la hayan leído antes- en iniciativa de ley, se aprecian varios errores conceptuales y de redacción que demeritan el esfuerzo realizado durante las agotadoras mesas de diálogo de meses previos. Estos errores pueden justificarse, quizá, por la premura con que se redactó el texto final, lo cual es una lástima porque la prisa suele ser mala consejera (y más tratándose de algo tan trascendental como una reforma constitucional).

Si bien, en general, la iniciativa de reforma presenta mejoras considerables para superar muchas de las limitaciones a la garantía de independencia del Poder Judicial, también es cierto que incluye propuestas que deben ser corregidas ya que, de lo contrario, podrían impedir que se alcancen los objetivos planteados y hasta debilitar la institucionalidad del Poder Judicial. Al menos tres aspectos de la iniciativa ameritan ser corregidos.

El primero es el tema del Consejo de la Carrera Judicial. Resulta muy peligroso que se cree una entidad súper-independiente, separada de la jerarquía de la Corte Suprema, para dirigir la carrera judicial; ello equivale a crear un poder autónomo (vulnerable a ser capturado por grupos de interés) dentro del Poder Judicial. Lo planteado en la iniciativa es un absurdo organizacional que debería corregirse sin mayor dificultad, sujetando el Consejo a la autoridad de la Corte.

El segundo se refiere al mandato del Ministerio Público y la elección del Fiscal General. Por un lado, la iniciativa pretende redefinir el mandato del MP, eliminándole la actual responsabilidad de velar por el cumplimiento de la ley y dejándolo sólo a cargo de ejercer la acción penal, lo cual iría en detrimento de una investigación criminal objetiva. Por otro lado, también se pretende que en la elección de Fiscal General participe el propio Organismo Judicial, lo cual evidentemente menoscabaría la independencia que debe tener la persecución penal respecto de quienes imparten justicia.

El tercer aspecto a corregir se refiere a la propuesta de reformar algunos principios de administración de justicia, entre los que destaca el de incluir a la oralidad como principio general del sistema, lo cual tendría un efecto sobre los procesos de todas las materias judiciales, aspecto sobre el cual ciertamente no existe consenso (la oralidad es efectiva en materia penal, pero quizá no lo sea tanto en materia civil y mucho menos en el área mercantil).

Ahora corresponde al Congreso (¡qué lástima que la sociedad civil no pudo hacerlo mejor!) corregir estos detalles –muy importantes- de la reforma, observando estrictamente la normativa constitucional del proceso, a efecto de que la misma se traduzca en el sistema de jueces probos e independientes que el país reclama para contar con una justicia pronta y cumplida.

lunes, 17 de octubre de 2016

Más Allá del Presupuesto Anual

Cada año que se discute el proyecto de presupuesto del Estado surgen una serie de debilidades y falencias que reflejan problemas estructurales de las finanzas públicas. Tales problemas no pueden, ni deben, solventarse dentro del presupuesto, sino que mediante un diálogo integral que dé como resultado un pacto nacional en materia fiscal

Ahora que la Comisión de Finanzas Públicas del Congreso está analizando el proyecto de Presupuesto del Estado para 2017, se escuchan diversas opiniones respecto de los problemas que presenta el mismo. Muchos de esos problemas son de naturaleza estructural y, por desgracia, no resulta razonable pretender solucionarlos de inmediato. Por ello sería un error oponerse a la aprobación del presupuesto con la excusa de que tiene muchas debilidades (que, en efecto, las tiene y se repiten año con año), ya que la improbación del mismo, lejos de contribuir a superar tales debilidades, podría significar un serio peligro de ingobernabilidad y de opacidad en la ejecución del gasto público en 2017.

Lo que sí hay que hacer es plantearse, desde ya, qué tipo de medidas deben tomarse en los años venideros para superar los problemas presupuestarios y darle viabilidad a las finanzas públicas. Y para ello es necesario, primero, reconocer cuáles son los principales problemas a enfrentar.

Entre estos destaca la extrema rigidez del gasto que se deriva, por un lado, de las numerosas asignaciones fijas que, ya sea por mandato constitucional o por disposición de leyes ordinarias, deben destinarse a fines específicos (como los aportes a las municipalidades, al deporte, o a la universidad estatal) y, por otro, de los gastos corrientes (como los salarios de los empleados públicos, la jubilaciones de las clases pasivas, o el servicio de la deuda pública) que no es fácil reducir en el corto plazo. Estas rigideces obligan a que apenas un 17% del gasto público pueda ser presupuestado para programas clave o para inversión, pues el restante 83% ya está comprometido.

Asociado a lo anterior, otro problema es que los presupuestos le asignan una prioridad creciente a los gastos de funcionamiento, que han aumentado de 7.8% del PIB en 2008 a 9.3% en 2017, en detrimento de la inversión en infraestructura, que cada vez representa una menor proporción del total de gastos del gobierno. El asunto se complica aún más por el nivel de ingresos estructuralmente bajo y la sobre-estimación que de los mismos se hace año con año en cada presupuesto.

Otro grave problema que persiste en cada presupuesto anual es que, sin ningún recato, se indica que varios gastos recurrentes (como el pago al adulto mayor, los costos de las jubilaciones de las clases pasivas del Estado, o la asignación a la Universidad de San Carlos) se financien mediante endeudamiento público, lo cual no solo es técnicamente inconveniente –pues es financieramente insostenible cubrir gastos corrientes endeudándose-, sino que está expresamente prohibido en la Ley Orgánica del Presupuesto.

Otros problemas estructurales del presupuesto incluyen la escasa transparencia en el gasto de varias entidades autónomas que, además, están fuera de los sistemas de control financiero del gobierno y desconectados de las políticas nacionales de desarrollo; o las transferencias a entidades privadas de caridad que, aunque bien intencionadas, deberían financiarse con donaciones privadas y no con fondos públicos.
Todos estos problemas no pueden solucionarse de inmediato, ni a través únicamente del decreto que autoriza el presupuesto del Estado. Las soluciones solo podrán encontrarse mediante un diálogo fiscal integral que, sobre la base de una discusión técnica, permita identificar y acordar la forma de mejorar no solo los ingresos fiscales, sino también la calidad del gasto público, establecer prioridades, eliminar rigideces y facilitar la adecuada fiscalización de los recursos del estado.

lunes, 10 de octubre de 2016

El Techo del Presupuesto del Estado

La determinación del Presupuesto del Estado es un acto político, pero también es uno técnico que debe realizarse con cuidado y atención a variables esenciales.  En ese sentido, la variable clave para determinar el techo del presupuesto debe ser el tamaño del déficit fiscal

En el marco de las discusiones en torno al presupuesto del Estado para 2017 se ha oído decir que el techo presupuestario es lo de menos; que lo importante es que el gasto se destine a las prioridades básicas y se realice con calidad y eficiencia. ¡Ojalá fuera tan fácil! El tamaño (techo) del presupuesto de gastos del gobierno es importante; tanto como la calidad y pertinencia del propio gasto.

El asunto es que el techo presupuestario no debe calcularse con base solamente en las necesidades y demandas existentes. Si así fuera, bastaría con hacer reuniones con todos los grupos sociales del país para tomar nota de sus peticiones e incluirlas en el presupuesto que, así, alcanzaría cifras estratosféricas. La realidad es otra: cualquier estudiante de primer año de economía sabe que las necesidades son infinitas, pero los recursos limitados. Por ello, el proceso presupuestario debe identificar un techo de gastos que sea razonable en función de los muy limitados recursos disponibles.

La variable clave para determinar el techo del presupuesto debe ser el tamaño del déficit fiscal. La decisión relevante es la de identificar hasta qué punto las finanzas públicas son capaces de tolerar un déficit fiscal que no distorsione el funcionamiento de los mercados financieros y no genere riesgos de provocar una crisis macroeconómica en el futuro. El Fondo Monetario Internacional reiteró recientemente que, dado el estructuralmente bajo nivel de ingresos fiscales, un déficit fiscal tolerable para Guatemala debería estar en alrededor del equivalente a 1.6% del PIB y, sólo en casos muy excepcionales, dicho porcentaje podría elevarse a no más del 2%.

En el proyecto de presupuesto que el Ejecutivo presentó al Congreso hace algunos días, se consignó un déficit fiscal equivalente a 2.3% del PIB, lo que implica unos Q900 millones por encima del máximo recomendado, y denota la visión optimista que prevaleció en el diseño de dicho proyecto. Porque igualmente optimista resulta la estimación de ingresos que se incluyó para 2016 y, consecuentemente, para 2017. Ello contraría el principio de conservatismo que aconseja que el presupuesto debe elaborarse bajo supuestos sobrios.

En efecto, el proyecto de presupuesto consigna un estimado de Q58 millardos de ingresos tributarios para el presente año, lo cual es claramente muy optimista y distorsiona (hacia el alza) la proyección de ingresos fiscales para 2017 que, por ello, podría estar sobre-estimada en unos Q1.9 millardos. Por ende, el techo presupuestario presentado debería reducirse en, al menos, unos Q2.8 millardos para ajustarlo a un déficit tolerable y a un nivel de ingresos realista.

Esa reducción, inevitablemente, requiere de un sacrificio en algunos rubros presupuestarios; pero es fácil identificar algunos de ellos que en el pasado reciente han demostrado ser muy opacos o extremadamente ineficientes: programas como los de transferencias condicionadas, las bolsas de alimentos y los fertilizantes; el creciente monto de salarios en una planilla de trabajadores de la cual se sospecha existen abundantes plazas fantasma; el listado geográfico de obras; el subsidio al transporte urbano; o, las transferencias a ONGs de dudoso desempeño, entre otros.

El Congreso debe aprobar el presupuesto para 2017; de no hacerlo estaría generando un escenario de opacidad del gasto y de ingobernabilidad que no le conviene a la estabilidad del país. Pero dicha aprobación debe hacerla ajustando las cifras del proyecto presentado a una realidad financiera que aconseja prudencia (además de transparencia, calidad y eficiencia) en el gasto.

lunes, 3 de octubre de 2016

¿Por Qué Guatemala Tiene Bajas Calificaciones?

Un muy reciente documento de Standard & Poor's explica claramente por qué el desempeño económico de Guatemala obtiene siempre malas calificaciones: los problemas centrales están en la debilidad de las instituciones políticas y gubernamentales, así como del capital humano. Y para solucionarlos no existen atajos ni soluciones mágicas.

En la casi totalidad de los múltiples índices que evalúan el desempeño económico y social (desde el Índice de Desarrollo Humano hasta el recientemente publicado Índice de Competitividad Global, pasando por las calificaciones de riesgo soberano), las calificaciones de Guatemala son muy bajas en relación con otros países comparables. Las razones de ello son múltiples, pero un estudio publicado hace pocos días por la calificadora Standard & Poor’s (¿Por qué tienen calificaciones bajas los países de Centroamérica?, por Joydeep Mukherji) proporciona algunas explicaciones al respecto.

Ese estudio señala que los países centroamericanos no han logrado construir economías modernas basadas en sólidos pilares políticos, sociales e institucionales debido, fundamentalmente, a problemas internos asociados a un marco institucional débil, a la corrupción generalizada, a los inadecuados servicios públicos, a la poca coordinación entre el sector público y el privado, y a la falta de proyectos de largo plazo. La falla medular está en la debilidad de las instituciones políticas y gubernamentales.

La mala calificación de los países de la Región es un reflejo, en gran medida, de “las aún débiles instituciones públicas, pesos y contrapesos no efectivos, corrupción, y servicios públicos inadecuados. La débil capacidad dentro del sector público para diseñar e implementar proyectos es un obstáculo para el crecimiento económico. Un cambio en el gobierno por lo general ha significado un cambio en los puestos clave en el servicio civil y en las compañías del sector público, lo que genera retrasos y trabajo de mala calidad”.

Para el caso particular de Guatemala, el citado estudio reconoce que existen importantes fortalezas en el campo macroeconómico, incluso con mejores indicadores que los otros países de la Región, los cuales se manifiestan en un déficit externo muy pequeño, un déficit fiscal sostenidamente bajo, una política monetaria autónoma y estable, y un nivel de deuda pública bajo y manejable.

Sin embargo, también señala una serie de aspectos negativos que determinan la baja calificación del riesgo soberano guatemalteco. Entre ellas destacan: la debilidad del sector público (con sus limitados recursos y capacidad de ejecución) que impiden la formulación de políticas de largo plazo; la ausencia de partidos políticos fuertes, con una clase política fragmentada y estructurada en torno a cacicazgos, lo que dificulta la aprobación de reformas clave que podrían acelerar el crecimiento económico; y, la insuficiente recaudación tributaria (reflejo tanto de la corrupción existente como de la perenne oposición política ante las reformas fiscales), lo cual impide aumentar el gasto público en servicios básicos o infraestructura necesarios para generar gobernabilidad y crecimiento económico.

El referido diagnóstico esboza claramente los elementos de una agenda mínima priorizada de reformas que el país demanda con urgencia: una reforma profunda del sistema de partidos políticos; el fortalecimiento institucional en áreas clave para la efectividad del gobierno (servicio civil, contraloría); una reforma fiscal integral; y la mejora sustancial en la provisión de servicios públicos básicos (salud, educación, seguridad y justicia). Esta agenda es, fundamentalmente, la misma que han sugerido una miríada de estudios de expertos e instituciones internacionales desde hace años. Pero los liderazgos nacionales insisten en evadirla con la ilusión de encontrar mágicos atajos que no requieran de tanto esfuerzo, decisión política y perseverancia.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Reforma del Sector Justicia

La reforma del sector justicia -incluyendo una reforma al marco constitucional- es una tarea delicada y riesgosa, pero no por ello debe eludirse ni posponerse

El correcto funcionamiento del Poder Judicial es fundamental para que prevalezca el Estado de Derecho y el sistema de frenos y contra pesos en el poder público, así como para que la sociedad pueda tener un mínimo de seguridad, certeza jurídica, formas de resolver pacíficamente sus disputas, y posibilidades de prosperar. Existe suficiente evidencia para afirmar que el sistema de justicia en Guatemala reclama una reforma, pues su debilidad institucional y baja eficiencia tienen consecuencias no sólo de naturaleza humana y social, sino que también imponen un serio obstáculo al desarrollo económico.

Claro que la reforma del sector justicia solamente es una pieza de una más amplia agenda de desarrollo que requiere el país y que debería incluir una profunda reforma del sistema electoral y de partidos políticos; la mejora acelerada del capital humano (educación, seguridad alimentaria y salud pública); y, la profundización del combate a la corrupción (incluyendo una reforma de la Contraloría de Cuentas). Pero, por el momento, la del sector justicia parece ser la única reforma concreta que está avanzando de manera estructurada y con suficiente músculo político (de la CICIG, del Ministerio Público y, aparentemente, de los tres poderes del Estado).

Sin embargo, hay diversas opiniones respecto de la profundidad y alcance que debe tener dicha reforma. Incluso hay quienes se atreven a afirmar (contra toda evidencia) que el sistema está funcionando bien y que no requiere reforma alguna. De manera similar, hay quienes afirman que sería suficiente con hacer reformas administrativas y de procedimientos judiciales. Estas opiniones, evidentemente, no se sostiene ante los hechos que día a día ocurren en los tribunales de justicia del país.

Donde puede existir una duda legítima es respecto de si basta con reformar leyes ordinarias, o si resulta imprescindible modificar la Constitución Política de la República. Al respecto, el reciente proceso de diálogo en torno al tema ha sido esclarecedor en cuanto a que, efectivamente, muchos temas pueden abordarse mediante reformas a leyes ordinarias (como en los casos del amparo, la carrera judicial o el pluralismo jurídico). Sin embargo –y aunque produzca cierta justificada inquietud- existen otros temas que requieren inevitablemente una reforma constitucional.

Tales temas incluyen: la forma de elección de los magistrados de las cortes Suprema y de Constitucionalidad (mediante un proceso, sin comisiones de postulación, que premie el mérito, la experiencia y las calidades profesionales); la necesaria ampliación del período de funciones de los magistrados; la renovación escalonada del pleno de magistrados; la ampliación de los grados que se incluyen en la carrera judicial (para incluir, como mínimo, a las magistraturas de la Corte de Apelaciones); y, la forma de elección y período de funciones del Jefe del Ministerio Público. Adicionalmente, y aunque no sea estrictamente necesario, sería conveniente establecer a nivel constitucional la disgregación de las funciones jurisdiccionales de las administrativas dentro de la estructura orgánica del poder judicial.

Ciertamente, reformar la Constitución es algo que debe hacerse muy excepcional, cuidadosa y técnicamente. Por ello, la reforma del sector justicia que ahora está en marcha debe procurar ser focalizada, cuidadosa y quirúrgica. Pero el justificado temor y recato que debe tenerse para modificar la Constitución no debe convertirse en excusa para evadir o posponer innecesariamente esta reforma que el país pide a gritos desde hace muchos años.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Percepciones de la Economía

Los guatemaltecos están desencantados de la democracia y, en general, con política. Pero también lo están (y esta puede ser la razón de lo anterior) con la situación económica del país. Aún así, parecen estar felices con sus vidas...

Cada año la encuesta de Latinobarómetro proporciona información muy ilustrativa sobre las percepciones de los latinoamericanos respecto de la situación política y su visión sobre la democracia, pero también arroja interesantes datos sobre la forma en que los habitantes de la región perciben su situación económica y de bienestar general. Para el caso de Guatemala, la más reciente encuesta, publicada este mes, aporta sorprendentes revelaciones.

De todos los latinoamericanos, los guatemaltecos son quienes menos apoyan la democracia: solo un 31% de los encuestados dijo preferir la democracia a cualquier otra forma de gobierno (el promedio de América Latina fue de 54%). Guatemala es también, junto con Uruguay, la sociedad que menos credibilidad (34%) confiere a los políticos (contra un 46% para el promedio latinoamericano). En gran medida, esa insatisfacción con la democracia y el sistema político refleja una insatisfacción ciudadana respecto de su bienestar económico.

En efecto, solo un 15% de los guatemaltecos (contra un 24% de los latinoamericanos) cree que el país esté progresando y solo un 18% (20% para Latinoamérica) está satisfecho con la situación económica del país. Al igual que el resto de la región, en Guatemala se percibe que los problemas más importantes del país están asociados a la inseguridad, el desempleo, el estancamiento económico y la corrupción.

El 20% de los guatemaltecos encuestados consideran que la delincuencia es el principal problema del país, mientras que el 28% de los encuestados lo ven en el campo económico (desempleo, falta de crecimiento y pobreza). Lo más preocupante es que Guatemala es el país donde la población está más aterrada con la delincuencia: un 26% teme todos los días ser víctima de un acto delictivo (contra un 12% en la región). Ese estado de psicosis es, por supuesto, un importante obstáculo para la actividad económica.

La corrupción (otro importante lastre para la economía) también es percibida por los guatemaltecos como un problema importante; y, aunque un buen porcentaje (58%) de los encuestados confía en que la corrupción puede combatirse, un preocupante 40% estaría dispuesto a tolerarla a cambio de que el gobierno solucionara los otros problemas esenciales del país. Lo que es más grave, la elevada tolerancia a la corrupción se manifiesta también en que el guatemalteco es el latinoamericano que más justificación le ve a la evasión de impuestos.

Lo anterior no solo es compatible con la desconfianza que se tiene respecto del gobierno y el sistema político, sino también lo es con la insatisfacción que los guatemaltecos manifiestan respecto de su situación económica: el 60% de encuestados manifestó que sus ingresos no le alcanzan para vivir, porcentaje que no solamente es muy superior al de Latinoamérica en promedio (46%), sino que es el segundo más elevado de la región, solo inferior al de Venezuela.

De lo anterior podemos extraer una conclusión importante: los resultados del Latinobarómetro 2016 para Guatemala apuntan a que muchos de los puntos débiles que percibe la ciudadanía tienen qué ver con la debilidad de las instituciones estatales y con la ineficiencia (o ausencia) de los servicios gubernamentales esenciales, lo cual sugiere los temas que deberían centrar la atención de las políticas públicas prioritarias. Otro hallazgo importante: a pesar del desencanto con la política y la economía, el 70% de los guatemaltecos encuestados manifestó sentirse satisfecho con su vida. Eso se llama optimismo… o paciencia franciscana.

lunes, 12 de septiembre de 2016

¿Se Cierra la Ventana?

A partir de abril del año pasado empezó a emerger toda la podredumbre de corrupción que -como un cáncer pestilente- estaba carcomiendo toda la institucionalidad del Estado con el riesgo de llevarlo al nivel de fallido. Con ello, se abrió una enorme ventana de oportunidad para reformar las instituciones públicas y sanear el aparato estatal, empezando por las finanzas públicas. Vale la pena no desperdiciarla.

Se ha cumplido un año desde que el clamor de la Plaza de la Constitución expulsó de la presidencia a Otto Pérez Molina. Pero la Plaza exigía mucho más que la salida del mandatario: sobre todas las demandas, los manifestantes pedían un combate frontal a la corrupción, el castigo de los corruptos y la depuración de un sistema que permitió la degradación de las instituciones gubernamentales hasta niveles insospechados.

Se abrió entonces una ventana de oportunidad, de esas que se llaman históricas, para emprender una reforma institucional dirigida a erradicar el cáncer de corrupción que amenazaba (y aún amenaza) con destruir la funcionalidad del Estado. Con esa esperanza se toleró al gobierno de transición de Alejandro Maldonado. Y con ese mandato se eligió a Jimmy Morales.

El tiempo ha transcurrido y, aunque ha habido avances (especialmente en materia de persecución penal contra algunos actos de corrupción y de combate a la evasión tributaria), no se percibe el mismo grado de progreso en cuanto a la calidad, focalización y efectividad del gasto público. Es más, se dice que las fuerzas oscuras que durante años han vivido de los negocios turbios con el gobierno (central y municipal) se han reagrupado y continúan operando como si nada hubiese ocurrido.

Si eso fuera cierto, la ventana histórica que se abrió el año pasado para rescatar las instituciones del Estado se estaría cerrando trágicamente. Para evitar que eso ocurra es indispensable que el gobierno y los liderazgos representativos de la sociedad se pongan de acuerdo, cuanto antes, en la necesidad de rescatar la reforma institucional y del gasto gubernamental. Ello implica, posiblemente, un diálogo nacional, profundo pero urgente, sobre una reforma fiscal integral que incluya, al menos tres, aspectos cruciales.

Primero, es necesario definir una agenda mínima de Estado (con no más de 5 o 6 prioridades) que ordene para qué fines se quiere una reforma y que permita cuantificar los recursos necesarios para ejecutarla. Segundo, una vez se determine qué se necesita para atender las necesidades priorizadas, buscar las fuentes potenciales de recursos fiscales para atenderlas, que pueden provenir tanto de un mejor manejo de los fondos actuales (del gobierno central y de las municipalidades), como de una mejor recaudación por parte de la SAT y, por qué no, de una necesaria reforma tributaria. Y, tercero, buscar que la reforma sea sostenible y preserve el equilibrio macroeconómico existente.

Un diálogo de esta naturaleza, que privilegie las acciones necesarias para mejorar estructuralmente la transparencia y calidad del gasto público, puede resultar crucial no solo para darle legitimidad a una eventual reforma fiscal (quizá el año próximo), sino también para conferirle legitimidad a la aprobación del presupuesto del Estado para 2017 que, dadas las circunstancias, difícilmente podría satisfacer por sí mismo las elevadas expectativas de la población en esta materia. Es más, si tal diálogo es exitoso, se les daría más legitimidad y sostenibilidad a las reformas que se están emprendiendo en otras áreas, como las del sector justicia (incluyendo una eventual reforma constitucional), los servicios de salud pública, y la administración tributaria.

Los liderazgos nacionales no pueden ni deben dejar pasar esta oportunidad histórica de reformar profundamente la manera en que el Estado recauda y utiliza sus escasos recursos. Para ello, conviene recordar que, como dijo el poeta Horacio hace más de dos mil años, si el vaso no está limpio, lo que en él se vierta se corromperá.

lunes, 5 de septiembre de 2016

El Plan de Gobierno, de Nuevo

Vuelvo al tema del Plan de Gobierno. Resulta que, contrario a lo que creía hace algunas semanas, sí existe un plan bien estructurado, que se está aplicando, y que responde claramente a las líneas estratégicas de seguridad nacional del gobierno... de los Estados Unidos de América

Una de las debilidades que se le atribuyen al gobierno de Jimmy Morales es la ausencia de un plan de gobierno. Y no es que no existan programas de acción gubernamental, sino que estos han sido planteados por los distintos funcionarios (ministros de gobierno o comisionados presidenciales) de manera aislada, por compartimentos, lo cual impide articular un conjunto de acciones priorizadas.

Dicha estructura priorizada -o plan de gobierno- es importante no sólo porque transmite certeza a la ciudadanía sobre el accionar del gobierno (lo cual es importante en la actual coyuntura de desaceleración económica), sino también porque permite ordenar el presupuesto estatal en función de ciertos objetivos, así como impulsar una agenda legislativa ordenada hacia tales objetivos (lo cual es importante de cara a la gobernabilidad en la actual situación de fragmentación legislativa).

Hace algunos días, sin embargo, un amigo politólogo me hizo ver ciertas evidencias que apuntan a que -de forma implícita- existe un plan de gobierno estructurado y priorizado que, además, se está cumpliendo al pie de la letra. Ese plan implícito ordena sus acciones en cuatro líneas estratégicas: dinamizar el sector productivo; desarrollar el capital humano; mejorar la seguridad ciudadana y el acceso a la justicia; y, fortalecer las instituciones y combatir la corrupción.

Aunque las líneas estratégicas son ambiciosas, en la práctica el plan actualmente se concentra en ciertas acciones muy concretas. En el área de dinamización productiva se ha lanzado un programa piloto en tres municipios (Momostenango, Nebaj y Jocotán) para convertirlos en “modelos” a replicar, mediante esfuerzos en salud, educación y empleo; estas acciones apenas están empezando, por lo que aún no existen avances medibles. En el área de capital humano, la prioridad parece ser la restructuración y depuración del Ministerio de Salud Pública, ya en marcha, pero cuyos avances estarán sujetos al éxito que tenga la nueva ministra en su lucha contra estructuras muy arraigadas (dentro y fuera del ministerio) que intentarán descarrilar sus esfuerzos.

En el área de seguridad y justicia, además de las acciones a nivel regional (apoyadas por los Estados Unidos) en contra de las pandillas, la prioridad número uno parece ser la reforma al sector justicia impulsada por los tres organismos del Estado (que incluye una reforma constitucional) y que avanza a pasos acelerados con el apoyo de la CICIG y el Ministerio Público -MP-.

Y en el área de fortalecimiento institucional y combate a la corrupción son, de nuevo, la CICIG y el MP quienes están impulsando acciones muy precisas en contra de estructuras corruptas enraizadas en el aparato estatal, a las cuales se les unen las acciones que la SAT está emprendiendo con gran éxito en contra de la evasión tributaria.

Este plan de gobierno, según la interpretación de mi amigo politólogo, tiene el objetivo de propiciar condiciones de seguridad y de cambios políticos y económicos que permitan a los habitantes prosperar y, con ello, reducir la migración (especialmente de menores de edad), la porosidad fronteriza (campo fértil del terrorismo internacional) y la narcoactividad. Casualmente, estos objetivos coinciden con las prioridades de seguridad nacional que el gobierno de los Estados Unidos de América ha asignado a sus relaciones con el Triángulo Norte de Centroamérica.

Por ello es que, casualmente también, el plan de gobierno implícito aquí esbozado, coincide plenamente con la orientación del Plan Alianza para la Prosperidad, co-financiado por el gobierno estadounidense (como referencia, puede consultarse el sitio www.whitehouse.gov/the-press-office/2016).

lunes, 29 de agosto de 2016

Jurisdicción Indígena: Sistemas en Competencia

En un país como el nuestro, donde el racismo es aún -desgraciadamente- una práctica común, la discusión de temas como el Derecho Indígena, si no se maneja con respeto y sensibilidad, puede generar (como ya lo está haciendo) posiciones extremas y sin sustento.  antídoto para evitar tal situación (y sus consecuencias nefastas para el frágil tejido social) es enfocar tan delicado tema desde una perspectiva técnica: el pluralismo jurídico.

En el contexto del diálogo para reformar el sector justicia del país (incluyendo cambios a la Constitución), en las últimas semanas se ha estado debatiendo sobre el reconocimiento de la jurisdicción indígena. Aunque el análisis del tema puede ser complejo –o hasta polémico-, podría ser esclarecedor si se enfoca desde la perspectiva del análisis del pluralismo jurídico.

El pluralismo jurídico es la coexistencia dentro de un Estado de diversos conjuntos de normas jurídicas, situación que se da (sea de hecho o de derecho) en todos los sistemas jurídicos en los que junto al sistema central (oficial) de justicia coexisten otros sistemas reconocidos como, por ejemplo, la lex mercatoria (en el campo del derecho internacional público) o las normas y códigos eclesiales (en el campo del derecho religioso).

El pluralismo jurídico es una realidad (reconocida en muchos países, desarrollados o no) porque, contrario a lo que sostiene el positivismo jurídico, el Derecho no solamente proviene de la ley escrita, sino también de otras fuentes (como la costumbre); es decir, que el Derecho no es producto del Estado, sino de la interacción social, por lo que las distintas fuentes del Derecho (como la ley y la costumbre) en la práctica compitan entre sí hasta que la que resulte más eficiente para impartir justicia prevalece sobre las demás.

En Guatemala, uno de los sistemas jurídicos que coexisten con el oficial es el llamado derecho indígena: una realidad innegable, que debe ser respetada y que suele aplicarse para impartir justicia en muchas regiones del país donde el Estado está ausente para tales propósitos. Además, debe tenerse presente que en el país ya existen antecedentes judiciales donde se ha reconocido el orden normativo de comunidades indígenas, como consta tanto en resoluciones de la Corte de Constitucionalidad, amén de que también se reconoce en tratados internacionales ratificados oficialmente.

Dicha situación sugiere que no es necesario modificar la Constitución para reconocer la existencia de la jurisdicción indígena, porque esta ya es una realidad operativa. Por lo tanto, el planteamiento de la reforma constitucional propuesta debe entenderse más bien como una reivindicación social y política de las comunidades indígenas del país, y no como un cambio sustancial a la operatoria del sistema judicial. Esta reivindicación no hay que confundirla con otras que pretenden establecer territorios autónomos con sistemas jurídicos independientes: eso no sería pluralismo jurídico, sino independencia política.

Ahora bien, una consecuencia de reconocer explícitamente la existencia de un orden normativo, es que el mismo debe adecuarse a las limitaciones naturales de cualquier sistema jurídico; es decir que, como mínimo, debe respetar estrictamente los derechos humanos (tanto derechos individuales como garantías procesales) y los preceptos de la Constitución Política de la República, por lo que todo sistema –en un ambiente de pluralismo político- debe encuadrarse en un marco claro que limite cualquier arbitrariedad.

Ello implica que una autoridad (la Corte Suprema) debe vigilar el respecto a esos límites. También se requiere de una normativa de coordinación entre los distintos órdenes jurídicos, a fin de evitar posibles contradicciones o espacios de inaplicabilidad. Esas normas, en el caso de la jurisdicción indígena, deberían aclarar quiénes podrían considerarse autoridades legítimas de conformidad con las normas propias de las comunidades. En la práctica, esto podría ser más importante que la mera reforma constitucional que se ha planteado.

lunes, 22 de agosto de 2016

La Ilusión de Crecer al 6%

Todos quisiéramos que la economía guatemalteca creciera más y generara mayor bienestar para todos. Pero eso no se logra con sólo desearlo. Hay un trabajo profundo que debió emprenderse desde hace mucho tiempo, pero que -por querer buscar atajos, o por descuidar los temas importantes en beneficio de los urgentes- nunca se ha logrado.

Desde los Acuerdos de Paz, pasando por diversas propuestas para acelerar el crecimiento económico, se ha planteado la deseable meta de que la economía guatemalteca –medida por su Producto Interno Bruto, PIB- crezca a una tasa anual de 6%, a fin de reducir efectivamente la pobreza. Por desgracia, en la práctica, el PIB ha crecido solamente a un ritmo del 3.5% -en promedio- durante los últimos 15 años (similar a los anteriores 15 años) y parece poco probable que eso pueda cambiar en el corto plazo.

Nuestra economía se asemeja a una carabela impulsada por una enorme vela central y cuatro velas secundarias. La vela del mástil mayor es la del consumo privado: más del 85% del PIB es impulsado por el consumo de los hogares que, a su vez, crece por el aumento vegetativo de la población. Ello explica por qué el crecimiento de la economía se ubica normalmente en torno a ese 3.5%. Las velas secundarias que empujan al PIB son, en su orden, las exportaciones, la inversión en bienes de capital y el consumo del gobierno. Sólo cuando un viento favorable hincha estas velas secundarias es que el PIB logra crecer más allá del 3.5%.

Por ejemplo, en 2014 el barco del PIB creció encima de su tendencia, a 4.2%, debido a que los vientos provenientes del exterior soplaron sobre la vela de las exportaciones, que aumentaron casi 8% en términos reales. En 2015 la carabela también avanzó a una velocidad (4.1%) superior a su crecimiento vegetativo, esta vez impulsada por el viento que infló la vela mayor del consumo y la de la inversión física; en ambos casos, los vientos volvieron a provenir del exterior debido a la reducción de los precios de los productos primarios y de los bienes de capital en los mercados internacionales, lo que a los guatemaltecos comprar más bienes de consumo y más maquinaria y equipo.

Por desgracia, esos vientos favorables han cesado en 2016 y continuarán ausentes en 2017. Las exportaciones están deprimidas y los precios de los productos primarios están subiendo en los mercados internacionales. Nuestra carabela continuará avanzando, pero lo hará sólo con sus propias fuerzas sustentadas en el consumo privado (y este, a su vez, en el crecimiento poblacional y en las remesas familiares). Eso explica por qué el Banco de Guatemala redujo recientemente su proyección de crecimiento económico.

Para alcanzar el sueño de crecer a tasas de 6% debemos dejar de depender de los impredecibles vientos externos. Y eso solo se logra generando internamente tres elementos clave: la acumulación de bienes de capital (infraestructura y maquinaria), la eficiencia en el uso de los factores de producción (productividad del trabajo) y la innovación. Decirlo es fácil, pero lograrlo requiere de un esfuerzo sistemático, continuo y políticamente complejo.

Si bien ese esfuerzo requiere de medidas gubernamentales de largo plazo (en educación, salud, seguridad e infraestructura), en el corto plazo podría empezarse afrontando los retos que afectan más las decisiones de inversión y generación de empleo en Guatemala. Los cinco retos más apremiantes (según el World Economc Forum) que deberían ocupar un lugar prioritario en una agenda de políticas públicas son: la criminalidad; la corrupción; la mano de obra poco capacitada; la ineficiencia y excesiva burocracia gubernamental; y, la escasa e inadecuada infraestructura pública.

Mientras no se atiendan estos temas de fondo, pensar en que, por designio de los dioses marinos, soplarán vientos favorables que impulsen nuestra nave económica hacia tasas de crecimiento del 6%, será solamente una vana ilusión.

lunes, 15 de agosto de 2016

Impuestos: Reforma Integral o Parche

Las circunstancias obligan a escribir sobre el tema de moda: los ajustes tributarios propuestos por el gobierno. El punto es que no es una propuesta integral; ni siquiera ambiciosa. Se entendería mejor si fuera parte de una estrategia más completa. Eso es lo que planteo en esta columna publicada hoy en elPeriódico.

El aparato estatal guatemalteco, medido en relación con el tamaño de la economía, es uno de los más pequeños del mundo. La provisión de bienes públicos esenciales (salud, educación, seguridad e infraestructura) es, históricamente, muy escasa y deficiente. Esa falta de bienes públicos es uno de los principales obstáculos al crecimiento económico, al progreso social y al bienestar general que enfrenta el país.

Para proveerlos, el gobierno debe hacerse de recursos financieros suficientes y, para ello, solo cuenta con dos vías: cobrar impuestos o endeudarse (aunque eventualmente, cuando toque pagar la deuda, deberá también cobrar impuestos). Cobrar impuestos nunca es agradable ni popular; elevarlos es aún más impopular y políticamente complejo para cualquier gobierno. Por eso, cuando los gobernantes se animan a subir los impuestos, es de esperar que la reforma propuesta sea lo suficientemente ambiciosa y completa como para compensar el costo político que tal decisión acarrea.

Por eso sorprende que las medidas fiscales que el gobierno anunció el pasado jueves resulten tan parciales y limitadas en su alcance. Más ahora que parecían alinearse los astros para impulsar una reforma integral, de la mano con las demandas ciudadanas por la depuración del Estado, la intención del empresariado de aceptar un diálogo que incluyera la mejora de los ingresos fiscales, y el apoyo -¿o exigencia?- de la comunidad internacional para que el país aumente su carga tributaria.

Tal falta de ambición sólo se entiende si esta propuesta se trata de una fase en un proceso gradual de reforma fiscal. En efecto, una reforma integral, pero gradual, podría comprender varias etapas, dentro de un pacto que involucre a todas las partes afectadas. Una primera etapa es la de profundizar las medidas anti-corrupción, incluyendo la consolidación de las reforma a la SAT y el inicio impostergable de una profunda revolución en el accionar de la Contraloría General de Cuentas (que, como en cualquier país civilizado, debería ser la primera línea de defensa contra la corrupción).

Otra etapa obligatoria es la de focalizar el gasto público en función de ciertas prioridades (¡un plan de gobierno mínimo!), elevando su calidad y eficiencia, lo cual conlleva eliminar un sinnúmero de gastos superfluos o redundantes (como el que se origina en los pactos colectivos, los programas clientelares o los dispendios de las municipalidades y consejos de desarrollo). Solo entonces se justificaría una etapa (que puede ser simultánea) de medidas emergentes, focalizadas pero efectivas, para aumentar rápidamente la recaudación. La actual reforma en manos del Congreso podría ser un buen punto de partida para elegir de ella alguna de estas medidas.

Superadas estas etapas, y en el marco de un acuerdo nacional, podría emprenderse la etapa final de una reforma profunda que ataque los problemas estructurales que desde hace años arrastran las finanzas públicas (tales como las rigideces del gasto o los tributos con destino específico –que, desafortunadamente, se siguen planteando en la actual reforma), y que apunte a constituir una estructura tributaria eficiente y no distorsionante. Si bien las reformas tributarias nunca son populares ni oportunas, la situación actual parecía ser favorable para un pacto social conducente a una reforma fiscal integral de largo alcance. Desperdiciar esta coyuntura histórica, ya sea por comodidad, por prisas desmedidas, o por conveniencia política –tal como se desperdició el Pacto Fiscal de inicios de la década pasada- sería una desventura.

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