Construir el capital social es un esfuerzo que el país demanda de su
liderazgo
Con frecuencia, la esencia y el carácter de un país
son percibidos con mayor claridad por los extranjeros que han vivido en él.
Carlos Castresana, para bien o para mal, es uno de esos extranjeros a los que
por razones profesionales les ha tocado vivir en Guatemala y se han formado una
opinión concreta de nuestra realidad. En una reciente entrevista televisiva,
Castresana describió a la sociedad guatemalteca como una “en la que nadie cree
a nadie” y donde “la mentira está instalada como parte del discurso”.
Independientemente de que se esté o no de acuerdo con
las obras y pareceres de quien fuera el primer jefe (entre 2007 y 2010) de la
Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG- , es difícil
negar que lleva razón el abogado español al sintetizar tan lapidariamente el
talante receloso, evasivo y artificioso que suele manifestar el comportamiento social del
guatemalteco típico. La tradicional amabilidad del guatemalteco con el
visitante del exterior no se repite fácilmente en el trato con los
connacionales fuera del círculo familiar.
Existe cierta reticencia entre personas que no se conocen entre sí para
colaborar en pro del bien común. Este fenómeno de escasez de capital social es
perjudicial para el desarrollo del país.
Las raíces de esto pueden encontrarse en la historia:
la conquista violenta, el mestizaje no aceptado y, sobre todo, la guerra civil
que aún deja secuelas de profundas suspicacias mutuas entre los bandos en
conflicto, seguida de una paz endeble cuya cruda realidad desmoronó rápidamente
las grandes expectativas que había planteado. Con un Estado débil, corrompido y
disfuncional, la desconfianza y la desilusión ciudadana respecto del gobierno
se profundizó; la apatía y el fatalismo se fueron generalizando.
Todo lo anterior tiene implicaciones importantes
respecto de la capacidad del país de progresar económica y socialmente. Para
que un país democrático con una economía de mercado funcione de manera eficaz,
la colaboración entre sus ciudadanos es tan importante como la competencia.
Ciertamente, el capital físico (infraestructura y equipo) y el capital humano
(capacidades y conocimientos de las personas) son importantes para el
desarrollo de cualquier país. Igualmente, las instituciones fuertes y
eficientes, así como un medio ambiente sostenible, son factores necesarios para
el progreso. Pero, además de lo anterior, el capital humano –es decir, la
confianza mutua entre los miembros de la comunidad, que genera redes y valores
compartidos que, a su vez, incentivan la cooperación social- es esencial para
la productividad, el crecimiento económico y el bienestar social.
Diversos estudios indican que mientras más confíen
entre sí las personas, mejor será el desempeño de la sociedad en la que habitan
ya que, por ejemplo, podrán trabajar juntos de manera más eficiente. También
para las empresas, operar en un ambiente de mejor capital social haría
innecesarios muchos contratos y salvaguardias complicados, y así ahorrarían en
gastos legales y administrativos. Otros estudios indican que los empresarios de
los países más pobres son reacios a confiar la administración de sus empresas a
personas que no pertenecen a su círculo cercano: temen que esa gente les robe y
que el sistema judicial no los proteja. Este temor limita la capacidad de las buenas
empresas de expandirse. Por el contrario, los países con mayores niveles de
capital social –es decir, de confianza-, por lo general tienen una mayor
productividad y por ende son más ricos, en parte porque las buenas empresas
tienen más recursos humanos e institucionales a su disposición.
De manera que construir el capital social (o reconstruir el tejido
social, que algunos le llaman, si es que alguna vez lo hubo) es un esfuerzo que
el país demanda de su liderazgo. No es algo sencillo de lograr en un ambiente
de añejos enfrentamientos ideológicos, de corrupción generalizada y de sistemas
judiciales en deterioro. Pero es un esfuerzo necesario: si la unión hace la
fuerza, la desunión significa la debilidad. Por ahora, tanto la desconfianza
mutua imperante como la mentira firmemente instalada en el discurso político,
exacerban la desunión de Guatemala, que nos deja a merced de los corruptos y de
los criminales organizados, enemigos de nuestra endeble democracia.