El punto de
cualquier política económica efectiva es que distintas situaciones
requieren de diferentes respuestas del gobierno. La ideología puede ser útil para orientar, pero el pragmatismo es esencial para acertar.
El reciente debate en diversos medios de comunicación
nacional en torno al liberalismo ha resultado sano y positivo, entre otras
razones porque ha permitido evidenciar que dicha doctrina política, económica y
social no es uniforme ni granítica, sino que está compuesta de muchas escuelas
y matices. Y lo mismo sucede con el socialismo.
En materia de políticas públicas, y de política
económica en particular, los fundamentos ideológicos pueden ser útiles si
sirven de referencia para tomar decisiones con base en ciertos principios básicos
como, por ejemplo, el libre mercado, la propiedad privada, la libertad
contractual, la estabilidad y el respeto a las instituciones que dan sustento a
tales principios.
Pero la política económica es un arte que también requiere
de un prudente grado de pragmatismo que matice los aspectos ideológicos. Por
ejemplo, una economía de mercado no siempre está exenta de perturbaciones,
tanto externas como inherentes al sistema, que afectan su funcionamiento y
hacen que el mercado experimente fallas, lo cual da lugar a que el Estado
intervenga más allá de sus obligaciones esenciales de proveer seguridad,
justicia y servicios básicos.
El punto de
cualquier política económica efectiva es, precisamente, que diferentes
situaciones requieren de diferentes respuestas del gobierno: unas veces conviene
reducir los impuestos y las regulaciones, otras veces procede aumentarlos. La
política económica no es una ideología de absolutos, a diferencia de las
diversas formas de fundamentalismo de mercado o sus equivalentes por el flanco
izquierdo.
Por ejemplo, las ideas de Maynard Keynes, que habían
caído en desgracia en las décadas de 1980-1990, volvieron a ponerse de moda con
la reciente crisis financiera de 2007-09. Keynes, un economista británico que
asesoró a distintos gobiernos y líderes políticos, favoreció la austeridad en
los tiempos de auge económico, tanto como el estímulo económico en tiempos de
vacas flacas (aunque algunos de sus discípulos se centraron sólo en esto
último). Su pragmatismo le valió las críticas de los académicos que (como
Hayek) estaban en el extremo más purista del libre mercado, así como la
animadversión de los ideólogos marxistas y fascistas del extremo pro-estatista.
De hecho, aunque opuestos en muchos puntos, tanto
Keynes como Hayek podían ser calificados como liberales (de distintas escuelas)
a quienes les disgustaban los regímenes autoritarios comunistas y fascistas.
Keynes estaba de acuerdo con Hayek en que el fascismo no era un antídoto
saludable contra el comunismo (a diferencia de lo que muchos de sus
contemporáneos pensaban), sino que era igualmente peligroso para el
liberalismo. Y aunque Keynes creía que la intervención del estado podía
justificarse en algunas circunstancias, también creía que los gobiernos debían
demarcar una frontera más allá de la cual no pudieran intervenir, una lección
que sigue siendo tan relevante ahora como entonces.
Decir que Keynes era "mercantilista" es una
exageración tan crasa como llamar "socialismo" a cualquier tipo de
regulación. Keynes nunca se desvió de la creencia en el libre comercio como la
mejor política para el crecimiento en el largo plazo, aunque en algunos
episodios defendió el uso temporal de aranceles; y cambió de opinión muchas
veces sobre otros temas también (por ejemplo, sobre el movimiento de capitales
transnacionales). Pero uno de los temas sobre los que nunca cambió de opinión
fue sobre la importancia central de la estabilidad macroeconómica para lograr
el progreso. Keynes, que no profesó ningún credo económico específico, era más
pragmático de lo que sus críticos y sus discípulos aceptan, sostenía no había
una única teoría económica eficaz en toda circunstancia, debido a que la
estructura económica muta más rápidamente que, por ejemplo, el mundo natural y
sus sistemas.
La economía es una disciplina técnica que diseña modelos de cómo
funciona el mundo real y, al mismo tiempo, es un arte en el que se eligen los
modelos más relevantes para influir sobre ese mundo mediante medidas de
política económica. Para ejercer ese arte se necesita menos de activistas o de
ideólogos, y más de economistas capaces de observar el mundo contemporáneo y
elegir los modelos y las herramientas de política que mejor propicien el
progreso y el bienestar.