lunes, 29 de agosto de 2016

Jurisdicción Indígena: Sistemas en Competencia

En un país como el nuestro, donde el racismo es aún -desgraciadamente- una práctica común, la discusión de temas como el Derecho Indígena, si no se maneja con respeto y sensibilidad, puede generar (como ya lo está haciendo) posiciones extremas y sin sustento.  antídoto para evitar tal situación (y sus consecuencias nefastas para el frágil tejido social) es enfocar tan delicado tema desde una perspectiva técnica: el pluralismo jurídico.

En el contexto del diálogo para reformar el sector justicia del país (incluyendo cambios a la Constitución), en las últimas semanas se ha estado debatiendo sobre el reconocimiento de la jurisdicción indígena. Aunque el análisis del tema puede ser complejo –o hasta polémico-, podría ser esclarecedor si se enfoca desde la perspectiva del análisis del pluralismo jurídico.

El pluralismo jurídico es la coexistencia dentro de un Estado de diversos conjuntos de normas jurídicas, situación que se da (sea de hecho o de derecho) en todos los sistemas jurídicos en los que junto al sistema central (oficial) de justicia coexisten otros sistemas reconocidos como, por ejemplo, la lex mercatoria (en el campo del derecho internacional público) o las normas y códigos eclesiales (en el campo del derecho religioso).

El pluralismo jurídico es una realidad (reconocida en muchos países, desarrollados o no) porque, contrario a lo que sostiene el positivismo jurídico, el Derecho no solamente proviene de la ley escrita, sino también de otras fuentes (como la costumbre); es decir, que el Derecho no es producto del Estado, sino de la interacción social, por lo que las distintas fuentes del Derecho (como la ley y la costumbre) en la práctica compitan entre sí hasta que la que resulte más eficiente para impartir justicia prevalece sobre las demás.

En Guatemala, uno de los sistemas jurídicos que coexisten con el oficial es el llamado derecho indígena: una realidad innegable, que debe ser respetada y que suele aplicarse para impartir justicia en muchas regiones del país donde el Estado está ausente para tales propósitos. Además, debe tenerse presente que en el país ya existen antecedentes judiciales donde se ha reconocido el orden normativo de comunidades indígenas, como consta tanto en resoluciones de la Corte de Constitucionalidad, amén de que también se reconoce en tratados internacionales ratificados oficialmente.

Dicha situación sugiere que no es necesario modificar la Constitución para reconocer la existencia de la jurisdicción indígena, porque esta ya es una realidad operativa. Por lo tanto, el planteamiento de la reforma constitucional propuesta debe entenderse más bien como una reivindicación social y política de las comunidades indígenas del país, y no como un cambio sustancial a la operatoria del sistema judicial. Esta reivindicación no hay que confundirla con otras que pretenden establecer territorios autónomos con sistemas jurídicos independientes: eso no sería pluralismo jurídico, sino independencia política.

Ahora bien, una consecuencia de reconocer explícitamente la existencia de un orden normativo, es que el mismo debe adecuarse a las limitaciones naturales de cualquier sistema jurídico; es decir que, como mínimo, debe respetar estrictamente los derechos humanos (tanto derechos individuales como garantías procesales) y los preceptos de la Constitución Política de la República, por lo que todo sistema –en un ambiente de pluralismo político- debe encuadrarse en un marco claro que limite cualquier arbitrariedad.

Ello implica que una autoridad (la Corte Suprema) debe vigilar el respecto a esos límites. También se requiere de una normativa de coordinación entre los distintos órdenes jurídicos, a fin de evitar posibles contradicciones o espacios de inaplicabilidad. Esas normas, en el caso de la jurisdicción indígena, deberían aclarar quiénes podrían considerarse autoridades legítimas de conformidad con las normas propias de las comunidades. En la práctica, esto podría ser más importante que la mera reforma constitucional que se ha planteado.

lunes, 22 de agosto de 2016

La Ilusión de Crecer al 6%

Todos quisiéramos que la economía guatemalteca creciera más y generara mayor bienestar para todos. Pero eso no se logra con sólo desearlo. Hay un trabajo profundo que debió emprenderse desde hace mucho tiempo, pero que -por querer buscar atajos, o por descuidar los temas importantes en beneficio de los urgentes- nunca se ha logrado.

Desde los Acuerdos de Paz, pasando por diversas propuestas para acelerar el crecimiento económico, se ha planteado la deseable meta de que la economía guatemalteca –medida por su Producto Interno Bruto, PIB- crezca a una tasa anual de 6%, a fin de reducir efectivamente la pobreza. Por desgracia, en la práctica, el PIB ha crecido solamente a un ritmo del 3.5% -en promedio- durante los últimos 15 años (similar a los anteriores 15 años) y parece poco probable que eso pueda cambiar en el corto plazo.

Nuestra economía se asemeja a una carabela impulsada por una enorme vela central y cuatro velas secundarias. La vela del mástil mayor es la del consumo privado: más del 85% del PIB es impulsado por el consumo de los hogares que, a su vez, crece por el aumento vegetativo de la población. Ello explica por qué el crecimiento de la economía se ubica normalmente en torno a ese 3.5%. Las velas secundarias que empujan al PIB son, en su orden, las exportaciones, la inversión en bienes de capital y el consumo del gobierno. Sólo cuando un viento favorable hincha estas velas secundarias es que el PIB logra crecer más allá del 3.5%.

Por ejemplo, en 2014 el barco del PIB creció encima de su tendencia, a 4.2%, debido a que los vientos provenientes del exterior soplaron sobre la vela de las exportaciones, que aumentaron casi 8% en términos reales. En 2015 la carabela también avanzó a una velocidad (4.1%) superior a su crecimiento vegetativo, esta vez impulsada por el viento que infló la vela mayor del consumo y la de la inversión física; en ambos casos, los vientos volvieron a provenir del exterior debido a la reducción de los precios de los productos primarios y de los bienes de capital en los mercados internacionales, lo que a los guatemaltecos comprar más bienes de consumo y más maquinaria y equipo.

Por desgracia, esos vientos favorables han cesado en 2016 y continuarán ausentes en 2017. Las exportaciones están deprimidas y los precios de los productos primarios están subiendo en los mercados internacionales. Nuestra carabela continuará avanzando, pero lo hará sólo con sus propias fuerzas sustentadas en el consumo privado (y este, a su vez, en el crecimiento poblacional y en las remesas familiares). Eso explica por qué el Banco de Guatemala redujo recientemente su proyección de crecimiento económico.

Para alcanzar el sueño de crecer a tasas de 6% debemos dejar de depender de los impredecibles vientos externos. Y eso solo se logra generando internamente tres elementos clave: la acumulación de bienes de capital (infraestructura y maquinaria), la eficiencia en el uso de los factores de producción (productividad del trabajo) y la innovación. Decirlo es fácil, pero lograrlo requiere de un esfuerzo sistemático, continuo y políticamente complejo.

Si bien ese esfuerzo requiere de medidas gubernamentales de largo plazo (en educación, salud, seguridad e infraestructura), en el corto plazo podría empezarse afrontando los retos que afectan más las decisiones de inversión y generación de empleo en Guatemala. Los cinco retos más apremiantes (según el World Economc Forum) que deberían ocupar un lugar prioritario en una agenda de políticas públicas son: la criminalidad; la corrupción; la mano de obra poco capacitada; la ineficiencia y excesiva burocracia gubernamental; y, la escasa e inadecuada infraestructura pública.

Mientras no se atiendan estos temas de fondo, pensar en que, por designio de los dioses marinos, soplarán vientos favorables que impulsen nuestra nave económica hacia tasas de crecimiento del 6%, será solamente una vana ilusión.

lunes, 15 de agosto de 2016

Impuestos: Reforma Integral o Parche

Las circunstancias obligan a escribir sobre el tema de moda: los ajustes tributarios propuestos por el gobierno. El punto es que no es una propuesta integral; ni siquiera ambiciosa. Se entendería mejor si fuera parte de una estrategia más completa. Eso es lo que planteo en esta columna publicada hoy en elPeriódico.

El aparato estatal guatemalteco, medido en relación con el tamaño de la economía, es uno de los más pequeños del mundo. La provisión de bienes públicos esenciales (salud, educación, seguridad e infraestructura) es, históricamente, muy escasa y deficiente. Esa falta de bienes públicos es uno de los principales obstáculos al crecimiento económico, al progreso social y al bienestar general que enfrenta el país.

Para proveerlos, el gobierno debe hacerse de recursos financieros suficientes y, para ello, solo cuenta con dos vías: cobrar impuestos o endeudarse (aunque eventualmente, cuando toque pagar la deuda, deberá también cobrar impuestos). Cobrar impuestos nunca es agradable ni popular; elevarlos es aún más impopular y políticamente complejo para cualquier gobierno. Por eso, cuando los gobernantes se animan a subir los impuestos, es de esperar que la reforma propuesta sea lo suficientemente ambiciosa y completa como para compensar el costo político que tal decisión acarrea.

Por eso sorprende que las medidas fiscales que el gobierno anunció el pasado jueves resulten tan parciales y limitadas en su alcance. Más ahora que parecían alinearse los astros para impulsar una reforma integral, de la mano con las demandas ciudadanas por la depuración del Estado, la intención del empresariado de aceptar un diálogo que incluyera la mejora de los ingresos fiscales, y el apoyo -¿o exigencia?- de la comunidad internacional para que el país aumente su carga tributaria.

Tal falta de ambición sólo se entiende si esta propuesta se trata de una fase en un proceso gradual de reforma fiscal. En efecto, una reforma integral, pero gradual, podría comprender varias etapas, dentro de un pacto que involucre a todas las partes afectadas. Una primera etapa es la de profundizar las medidas anti-corrupción, incluyendo la consolidación de las reforma a la SAT y el inicio impostergable de una profunda revolución en el accionar de la Contraloría General de Cuentas (que, como en cualquier país civilizado, debería ser la primera línea de defensa contra la corrupción).

Otra etapa obligatoria es la de focalizar el gasto público en función de ciertas prioridades (¡un plan de gobierno mínimo!), elevando su calidad y eficiencia, lo cual conlleva eliminar un sinnúmero de gastos superfluos o redundantes (como el que se origina en los pactos colectivos, los programas clientelares o los dispendios de las municipalidades y consejos de desarrollo). Solo entonces se justificaría una etapa (que puede ser simultánea) de medidas emergentes, focalizadas pero efectivas, para aumentar rápidamente la recaudación. La actual reforma en manos del Congreso podría ser un buen punto de partida para elegir de ella alguna de estas medidas.

Superadas estas etapas, y en el marco de un acuerdo nacional, podría emprenderse la etapa final de una reforma profunda que ataque los problemas estructurales que desde hace años arrastran las finanzas públicas (tales como las rigideces del gasto o los tributos con destino específico –que, desafortunadamente, se siguen planteando en la actual reforma), y que apunte a constituir una estructura tributaria eficiente y no distorsionante. Si bien las reformas tributarias nunca son populares ni oportunas, la situación actual parecía ser favorable para un pacto social conducente a una reforma fiscal integral de largo alcance. Desperdiciar esta coyuntura histórica, ya sea por comodidad, por prisas desmedidas, o por conveniencia política –tal como se desperdició el Pacto Fiscal de inicios de la década pasada- sería una desventura.

lunes, 8 de agosto de 2016

Reforma Electoral de Fondo

Uno de los factores que generaron el cáncer de la corrupción y la descomposición institucional del Estado guatemalteco ha sido el sistema electoral y de partidos políticos vigente. Las reformas aprobadas en abril fueron solo superficiales y no tocaron los temas de fondo. Si esto no se logra cambiar en en una segunda generación de reformas, de poco habrá servido el patrio ardimiento que precipitó la caída del dúo Pérez Molina-Baldetti. Pero para ello necesitamos unirnos en torno a las reformas clave que ataquen la raíz de los problemas, no sus síntomas.

La debilidad institucional y disfuncionalidad del sistema electoral es una de las principales razones de la ineficiencia estatal y la corrupción que hemos experimentado como país desde hace años. Por eso vale la pena insistir sobre el asunto ahora que se está discutiendo una segunda generación de reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos –LEPP-, luego de las tímidas y superficiales reformas aprobadas en abril.

Por desgracia, existe mucha dispersión y multiplicidad de temas sobre la mesa, debido quizá al deseo de resolver una serie de síntomas que afectan al sistema electoral. El riesgo es que al enfocarse en resolver los síntomas se desatienden los problemas de fondo. Muchas de las propuestas son además muy polémicas, lo que dificulta los consensos. Por ejemplo, prohibir la reelección, prohibir el financiamiento privado a las campañas electorales, prohibir que personas sin estudios formales sean candidatos, obligar a cuotas (por etnia, género o edad) en los listados de candidatos, reducir la cantidad de diputados, o prohibir candidaturas por “falta de honorabilidad”.

Este tipo de normas, aunque bien intencionadas, nunca han sido necesarias ni generalizadas en los sistemas electorales de las democracias más avanzadas del mundo. La insistencia en introducir este tipo de temas en la reforma a la LEPP no sólo dificulta llegar a acuerdos sino que, más grave aún, distrae la atención de los temas de fondo que verdaderamente hay que corregir, lo cual llena de regocijo a los adalides de la “vieja política”.

Los tres problemas de fondo que los políticos tradicionales siempre se han resistido a resolver son, en primer lugar, la terrible debilidad institucional de los partidos políticos, que durante años mutaron perversamente hasta convertirse en franquicias o vehículos desechables para acceder al poder, con el único fin de enriquecer a sus dirigentes mediante la apropiación indebida de los recursos financieros del Estado.

El segundo problema de fondo es la casi inexistente representatividad de los funcionarios electos, ya que el votante no puede elegir al representante de su elección pues está limitado a optar por un listado cerrado previamente definido por las cúpulas partidarias. Y el tercero es la patética debilidad del Tribunal Supremo Electoral que, afectado por su falta de independencia, ha sido incapaz de sancionar oportuna y ecuánimemente a los transgresores de la ley.

Para ello, la reforma de los partidos políticos debería incluir que el voto en las asambleas sea secreto, la descentralización de la toma de decisiones, la inclusión de criterios de representación de minorías en la elección de órganos partidarios y la obligación tener programas permanentes de formación política. Las reformas para mejorar la representatividad democrática debería incluir la posibilidad de reordenar los listados de candidatos (quizá mediante la adopción de listas semi-abiertas), de manera que el elector pueda elegir directamente al representante que desee. Y el fortalecimiento del TSE debería incluir una reforma de su gobernanza para que el pleno de magistrados sea más independiente, mediante un aumento de su período en el cargo, la elección escalonada de los magistrados, la dedicación a jurisdiccionales (no administrativas), y el fortalecimiento de la carrera administrativa.

Este es el tipo de reformas que debería concitar un amplio consenso entre quienes queremos un cambio profundo a nuestro ya agotado sistema electoral. De no lograrse, la vieja política nos habrá ganado la batalla.

lunes, 1 de agosto de 2016

¿Queremos Más -o Menos- Ministerios?

Es una pena que, al no existir una agenda priorizada de políticas públicas, cada problemática de gobierno con la que se enfrentan los políticos plantea entre sus soluciones la creación de un nuevo ministerio específico para el tema. La creación (o supresión) de ministerios debería ser un asunto de estrategia de Estado, no un asunto de ocurrencias.

El Organismo Ejecutivo está compuesto por diversas dependencias encargadas de aplicar las leyes y de poner en práctica políticas de gobierno, lo cual involucra un sinnúmero de temas de diverso grado de prioridad. La Ley Orgánica del Organismo Ejecutivo establece que, para el despacho de sus negocios, habrá los ministerios que la ley establezca, con las atribuciones y la competencia que la misma les señale. Actualmente, el gobierno guatemalteco tiene 14 ministerios, no mucho menos que, por ejemplo, los 13 ministerios de España, los 16 en Colombia, o las 15 secretarías del gobierno estadounidense.

La decisión de cuántos y cuáles ministerios deben integrar el Ejecutivo lleva implícita una elección sobre las prioridades y forma de organización de los diversos negocios gubernamentales. Quienes consideran que hay negocios públicos que ameritan una prioridad especial que ahora no tienen en el organigrama del Ejecutivo, simpatizarán con la idea de crear nuevos ministerios. Así, hay quienes abogan por crear un Ministerio de Desarrollo Rural, sacando este negocio del actual Ministerio de Agricultura.

Otros consideran conveniente segregar el actual Ministerio de Comunicaciones, creando –como en el caso de Chile- un Ministerio de Transporte y Telecomunicaciones, otro de Vivienda y Urbanismo, y otro de Obras Públicas. Podría pensarse también en imitar a México y crear un Ministerio de Turismo, o copiarle a Perú y dividir el actual Ministerio de Economía en un Ministerio de Comercio Exterior y Turismo, y otro Ministerio de la Producción o Industria.

De manera similar, existen propuestas de separar el actual Ministerio de Cultura y Deportes en sus dos componentes, pues se estima que estos dos negocios tienen pocas razones en común como para compartir el mismo despacho ministerial, tal como ocurre en Chile. También hay quienes sostienen que la atención gubernamental a ciertas minorías amerita la creación de, por ejemplo, un Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, como el que existe en Perú.

También se ha dicho que, para mejorar la coordinación del gabinete podría ser necesaria la creación de un Ministerio de la Presidencia (o de la Función Pública, como se llama en México). Si este enfoque prevaleciera, el gabinete de gobierno de Guatemala bien podría pasar de 13 a 21 carteras. El punto es discernir si creando más ministerios puede elevarse la eficiencia del gobierno.

En contraste con ese enfoque está el que sostiene que es más conveniente agrupar los negocios gubernamentales en un número menor de ministerios y asignarle a cada uno los viceministerios necesarios para despachar sus asuntos de la manera más eficiente posible. Cabe indicar que los países con economías más avanzadas suelen organizar sus gobiernos con un número relativamente acotado de ministerios (que no suele exceder de las 15 carteras).

El punto clave es que la forma en que se organice el Organismo Ejecutivo, y la creación o supresión de ministerios, no debe ser resultado de ocurrencias aisladas o de evaluaciones hechas en el vacío. Debe ser más bien resultado de un análisis integral de la composición, prioridades y estructura operativa del gobierno, que tome en cuenta la necesidad de utilizar eficientemente los escasos recursos existentes. No hay que olvidar las limitaciones del Estado guatemalteco, cuyo presupuesto apenas representa un 12.6% del PIB, mientras que, por ejemplo, dicho porcentaje supera el 28% en México o el 35% en los Estados Unidos. Así, la creación de nuevos ministerios merece una reflexión profunda.

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