El fracaso de la SAT radica, fundamentalmente, en que fue cooptada por mafias y fuerzas oscuras en contubernio con políticos corruptos. La solución del problema pasa por darle más autonomía, no por quitarle la poca que ya tiene.
Una de las principales causas del continuo deterioro
de la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT- radica en que su
estructura organizacional es disfuncional y con una autoridad bicéfala. Por un
lado está el Directorio, integrado supuestamente por expertos dedicados a
tiempo completo y presidido por el Ministro de Finanzas Públicas y, por el
otro, el Superintendente como autoridad administrativa cuyo nombramiento y
remoción está en manos del Presidente de la República.
En este arreglo el Superintendente no responde al
Directorio y este, a su vez, se acomoda a una parálisis de decisiones ante el
poder político de su supuesto subalterno. Casos de corrupción flagrante, como
el de La Línea, evidencian lo perverso que puede resultar la coexistencia de un
Directorio inoperante –y que no rinde cuentas a nadie- y un Superintendente
capturado por intereses políticos o mafiosos.
Para superar este problema se han propuesto diversas
soluciones. La más radical es la de suprimir la SAT y regresar al esquema de la
antigua Dirección General de Rentas Internas dentro del Ministerio de Finanzas.
Esta solución sería un grave retroceso pues se retornaría a una oficina opaca y
centralizada para la recaudación de impuestos, con grave riesgo de ser
capturada por grupos criminales, como efectivamente ocurrió en dicha Dirección
en los años 70 y 80 del siglo pasado.
Una segunda solución que se escucha es la de preservar
una SAT descentralizada, pero eliminando el Directorio, de manera que la cabeza
única sea el Superintendente. Esta solución, en la práctica, es aún peor que la
anterior pues un Superintendente (nombrado por el Presidente de la República) que
no esté sujeto a la supervisión de un cuerpo colegiado, se convertiría en una
figura más poderosa que el propio Ministro de Finanzas, con un desmedido poder
de acceso y coerción sobre los contribuyentes. Y ese poder sería muy vulnerable
a ser capturado por intereses políticos o sectoriales que pondrían en grave
peligro la neutralidad técnica que deben tener las actuaciones de la SAT.