El combate a la corrupción debería ser, a
estas alturas, parte de la lucha por proteger los derechos humanos
Si Guatemala corre algún peligro de convertirse en un
estado fallido, la causa principal es, sin duda, la corrupción, cuya influencia
nefasta sobre el funcionamiento del aparato público tiene gravísimas
consecuencias económicas, políticas y sociales. De acuerdo a la recién
publicada encuesta del Barómetro de las Américas, Guatemala es como uno de los
países con mayor incidencia de corrupción: uno de cada cinco guatemaltecos ha
sido víctima directa en el último año. La misma encuesta revela que más del 70
por ciento de los guatemaltecos percibe que la corrupción en el país está generalizada.
Los costos para la economía son gigantescos, tanto por
las pérdidas de eficiencia que genera la corrupción, como por la evidente merma
que sufre el erario público. Apenas un día antes de que estallara el escándalo
de la defraudación aduanera la semana recién pasada, se hacía público un
estudio elaborado por una red de tanques de pensamiento en el que se estimaba
que el costo del contrabando y la defraudación aduanera supera el 3% del PIB. Y
si a eso sumamos lo que el fisco pierde por la corrupción o el desperdicio en
otras muchas áreas de la gestión gubernamental (compra de medicinas, subsidio
al transporte, mantenimiento de carreteras, saneamiento de lagos, y un
interminable etcétera), resulta evidente que no existe otra medida de
eficiencia fiscal o reforma tributaria que sean más eficientes que el efectivo
combate a la corrupción.
Más aún, los niveles actuales de corrupción son tan
elevados que se han convertido en un asunto de violación de los derechos
humanos fundamentales: la corrupción cuesta vidas. Cobra vidas de guatemaltecos que acuden a los
servicios de salud pública y se encuentran con un sistema de saqueo
institucionalizado que va desde el robo de suministros por parte de los
empleados del menor nivel, hasta la oscura asignación de millonarios contratos
de compra de medicamentos a más alto nivel. Todo ello mientras los ciudadanos
más pobres literalmente mueren en las salas de urgencias.
Cobra vidas de trabajadores guatemaltecos dedicados al
oficio de pilotos de transporte público, negocio tan absolutamente
desnaturalizado por el tenebroso sistema de otorgamiento de subsidios y de
sospechosos procesos de compra de autobuses, que ahora es fuero casi exclusivo
del crimen organizado. Cae de su peso,
entonces, que el combate a la corrupción no es solamente un asunto de
conveniencia administrativa y de buen gobierno, sino que es un tema de interés
geopolítico por sus implicaciones en las áreas de derechos humanos y de
seguridad regional.
Por eso resulta tan reconfortante y esperanzador el exitoso
operativo de la semana pasada, que desarticuló la estructura de defraudadores
aduaneros dirigida por los más altos funcionarios gubernamentales en la
materia. Es menester reconocer el rol fundamental que la CICIG desempeñó en ese
operativo. Resulta positivo que la CICIG haya, por fin, detectado que esas
redes de corrupción son centrales en las actividades delictivas de los cuerpos
paralelos enquistados en el estado guatemalteco, contra los cuales tiene el
mandato de actuar.
Falta ver, eso sí, si el sistema judicial (tanto o más
cuestionado que el Ejecutivo por su ineficiencia y opacidad) está a la altura
para castigar como corresponde a los delincuentes capturados. Falta ver también si la CICIG (cuyo mandato ha sido prorrogado hasta 2017) se sigue concentrando en el combate a las actividades de
corrupción que están carcomiendo al Estado (ojalá que, en tal sentido, ya hayan
pesquisas en torno a los asesinatos de pilotos y el botín del subsidio al
transporte, o en torno a los procesos de compras de medicamentos y otros
suministros).
Por nuestra parte, toca a los guatemaltecos luchar por fortalecer las
instituciones de control que deberían hacerse cargo de tomar la estafeta de la
CICIG cuando esta abandone finalmente el país. Para empezar, hay que impulsar
reformas que rescaten y fortalezcan a la Superintendencia de Administración
Tributaria. Pero principalmente hay que luchar por el fortalecimiento de las
instancias de vigilancia y control: la Contraloría de Cuentas, el Ministerio
Público y el Organismo Judicial. Sin ese esfuerzo, el exitoso operativo contra
la defraudación aduanera de la semana pasada no pasará de ser una simple
llamarada de tusas.