Una próxima unión aduanera Guatemala-Honduras imprime un tono de optimismo sobre el mar de frustraciones históricas integracionistas
Cuando en 1960 los cinco países del norte del istmo se
unieron en el Mercado Común Centroamericano –MCCA-, la integración económica
prometía ser el camino para la unión y el desarrollo de la región. Más de medio
siglo después, esa promesa no sólo se ha incumplido, sino que cada vez luce
menos creíble.
Cierto es que durante sus primeros lustros el MCCA fue
muy exitoso: el comercio regional se expandió velozmente, lo mismo que las
inversiones. Pero la inverosímil guerra del fútbol (Honduras-El Salvador), primero,
y después las guerras civiles (en Nicaragua, El Salvador y Guatemala),
detuvieron cualquier progreso, con la ayuda de la inveterada falta de interés
político (especialmente en Costa Rica) respecto de la integración
centroamericana.
Al finalizar los conflictos armados, el comercio
intrarregional se reactivó, las exportaciones aumentaron y el crecimiento
económico se estabilizó; las instituciones regionales empezaron a proliferar,
lo mismo que las grandes propuestas de integración: la creación del Sistema de
Integración Centroamericana –SICA- en 1991, la firma del Protocolo de Guatemala
en 1993, el Plan Puebla-Panamá (impulsado por México) en 2000, en
“Relanzamiento” de la integración centroamericana (en San Salvador en 2010). A
pesar de estos intentos, los avances de la integración económica han sido tan
abundantes como los retrocesos, y el sueño de unir a América Central parece tan
distante como siempre.
Por eso reconfortan las noticias que apuntan a avances
concretos y específicos en materia de integración centroamericana, aunque sean
menos ambiciosos y rimbombantes que los grandes planes de décadas pasadas. El
anuncio que recientemente hizo en Roma el ministro de Relaciones Exteriores,
Carlos Raúl Morales, en cuanto a que la unión aduanera entre Guatemala y
Honduras será una realidad en diciembre de este año, introduce un tono de
optimismo en el mar de frustraciones integracionistas.
Este tipo de esfuerzo, basado más en la "voluntad
política" de los gobernantes que en los añejos planes y tratados de integración,
busca evadir las dificultades características de las negociaciones
multilaterales (que exige un acuerdo entre cinco o más partes que tienen
diferentes sistemas cambiarios y disímiles niveles de desarrollo relativo),
apostando por acuerdos bilaterales como un atajo hacia una integración
económica más completa. Este enfoque de una integración por etapas, y a
velocidades distintas según la voluntad de los países socios, parece adecuado
para el caso de Honduras y Guatemala.
En conjunto, estas dos economías representan más del
45% de la producción del MCCA, así como casi el 40% del comercio
intrarregional. Además, se trata de los dos países más populosos de
Centroamérica, que suman más de 22 millones de habitantes (57% del total del
MCCA). Las posibilidades de incrementar el intercambio comercial y de
inversiones entre ambos países es enorme; y podría ser un precursor para que el
anunciado “Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de
Centroamérica”, impulsado por el gobierno estadounidense, pueda tener alguna
repercusión económica tangible y sostenible.
Pero, como la historia lo demuestra, practicar la
integración económica es mucho más difícil que hacer promesas sobre ella. El
desafío que se han planteado los presidentes Pérez Molina y Hernández implica pasar del actual estatus de
comercio libre sin arancel externo común, a uno de libre circulación de bienes
y personas con arancel común. Ello implica acordar políticas comunes sobre
asuntos que van desde los códigos aduaneros hasta la política de competencia y
los subsidios a la inversión, lo cual requerirá algo más que pura voluntad
política.
Cualquier profundización de la integración económica implica una cierta
pérdida de soberanía, y toma tiempo; por eso es que ha sido tan compleja en todo
el mundo. Pero la fusión de Guatemala y Honduras –y, eventualmente, de El
Salvador- en un solo espacio económico conjunto con libre circulación de
personas, bienes y capitales (sin aduanas ni restricciones para el cruce de
fronteras) generaría múltiples oportunidades de crecimiento económico (mediante
mayor productividad y economías de escala, y más competencia e inversiones). El
cumplimiento de la promesa está, de nuevo, en manos de los gobiernos.