Recurrir a la intervención de la SAT es una medida
desesperada: suena a claudicar en la construcción de la institucionalidad
pública.
No existe una forma única para organizar y administrar
las instituciones del Estado, pero una fórmula que probado ser eficaz alrededor
del mundo es la de contar con entes especializados, relativamente
independientes de la administración centralizada, como el modelo anglosajón de
la Agencia Ejecutiva. En Guatemala, existen varias de estas agencias, algunas elevadas
a nivel constitucional (como el IGSS, la CDAG, el Banco de Guatemala o la USAC)
y otras mediante leyes ordinarias (como el INDE, la Superintendencia de Bancos
o la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT-).
El concepto de Agencia Ejecutiva tiene toda una lógica
que respalda su existencia: se trata de crear órganos independientes de la
administración central a fin de conseguir una gestión mucho más eficaz y
eficiente, con base en un mandato especializado y mayor flexibilidad en sus
actuaciones a todo nivel –contractual, de gestión-, de tal manera que estas
Agencias, sin dejar de ser claramente públicas, puedan estar relativamente
aisladas de motivaciones político-partidistas y puedan funcionar con parámetros
de eficacia administrativa y visión de largo plazo.
La clave para que una Agencia Ejecutiva tenga éxito
está en la relación que debe existir entre el “agente” y el “principal”, la cual
suele fallar en países como Guatemala, tal como lo ilustra el caso de la SAT,
donde no se han tenido claros los dos roles. En este caso, el Ministro de
Finanzas es quien debe asumir el rol de principal y, mediante la presidencia
del Directorio de la SAT, debe definir la política, los objetivos y los
resultados que quiere logre la Agencia (es decir, la SAT). Esto por medio del contrato
de gestión que está delineado en la ley orgánica de la SAT, quien debe
ejecutarlo de la forma que juzgue más conveniente, en ejercicio de su autonomía
de ejecución. El modelo de Agencia Ejecutiva es, pues, mucho más profesional y
técnico que político.
Por desgracia, lo acontecido en la SAT revela que, por
un lado, el principal (el Ministerio de Finanzas) no supo ejercer su rol de
guía (encargado de definir objetivos) y de control (encargado de revisar
parámetros de ejecución) y, por otro, el agente (la SAT, encabezada por el
Superintendente como autoridad ejecutiva) acabó llenando este vacío asumiendo
simultáneamente el rol estratégico (que no le corresponde) y el ejecutivo (que
sí le toca), todo ello con un cuerpo de Directores que parece no rendirle
cuentas a nadie pero que tampoco parece tener claro cuáles son sus atribuciones
y mandato.
Por desgracia, la innegable disfuncionalidad de la SAT
en los últimos tiempos (que se traduce en una dolorosa ineficiencia en la
recaudación tributaria, particularmente en las aduanas) ha llevado al Organismo
Ejecutivo a contemplar la figura jurídica de la intervención como una medida
desesperada. Antes de caer en tal extremo, convendría atender lo que la propia
Corte de Constitucionalidad ya expresó en un caso similar (en 2010, por el
RENAP): la decisión de intervenir debe tomarse luego de evaluar la pertinencia,
la conveniencia y la absoluta necesidad de asumir tal medida.
Dado que los problemas que enfrenta la SAT tienen que
ver, por una parte, con una confusión de roles entre el principal (el Ministro
de Finanzas) y el agente (el Superintendente) que puede corregirse con simples
decisiones políticas y administrativas y, por otra parte, con una rigidez en la
composición del Directorio que puede corregirse con la reforma a la Ley
Orgánica de la SAT (que ya fue consensuada recientemente en el Dictamen
Conjunto a la iniciativa de ley 4461), resulta claro que la intervención de la
SAT no es pertinente, ni conveniente, ni absolutamente necesaria.
El modelo institucional de la SAT es, en esencia, adecuado y debe ser
rescatado y fortalecido; primero, porque una agencia especializada puede
focalizar sus esfuerzos en su único mandato; segundo, porque una institución
autónoma puede manejar sus asuntos ordinarios sin contaminarse de motivaciones
políticas; y, tercero, porque con un sistema de recursos humanos independiente
puede reclutar, retener y motivar a sus empleados hacia niveles superiores de
desempeño. Al país le urge contar con instituciones públicas fuertes y
eficientes. Una intervención impertinente, inconveniente e innecesaria,
debilita dicho esfuerzo.