Hace algunas semanas el gobierno manifestó que
aspiraba a que en 2012 el producto interno bruto –PIB- creciera a una tasa de
4%. Esa aspiración, lamentablemente, luce demasiado optimista en opinión de
casi todos los analistas y expertos que estudian la economía del país: el Fondo
Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Cepal, el Consensus Forecast, la
Economist Intellingence Unit, Copades, Asíes, o el propio Banco de Guatemala,
dan todos pronósticos de crecimiento económico que oscilan entre un 3% y un
3.3% anual para el presente año.
Las razones para no ser tan optimistas son evidentes:
el PIB nacional se mueve fundamentalmente con el consumo privado (que explica
más del 85% del PIB) el cual crece casi inercialmente, y aunque las remesas
familiares podrían darle un poco de dinamismo, éstas están limitadas por el
lento crecimiento de la economía estadounidense; el comercio exterior, que a
veces infunde algo de velocidad al crecimiento, está siendo afectado por la
incertidumbre y lentitud imperante en la economía global; el gasto del gobierno
es estructuralmente muy pequeño y, con una ejecución bajísima en los primeros
meses del año, muy poco puede hacer para mover la producción nacional; y la
inversión, que podría ser un factor clave para impulsar el PIB, necesitaría un
impulso milagroso para dar frutos en el corto plazo.
Es cierto que para impulsar el crecimiento económico
el gobierno ha anunciado algunas reformas para favorecer el clima de negocios,
incluyendo mejoras en la regulación y el desarrollo de la infraestructura
orientada a la exportación, así como el impulso de oportunidades en los
sectores minero y energético que, no exentas de controversia, requerirán de un
manejo cuidadoso para buscar un equilibrio entre un entorno atractivo para los
inversionistas y las preocupaciones (algunas justificadas y otras
descabelladas) de la sociedad civil y las comunidades involucradas.
Pero las condiciones para que la economía crezca a la
velocidad (de 6% anual) que se necesita para combatir eficazmente la pobreza
requieren mucho más que esfuerzos aislados. La receta para crecer es muy
concreta, fácil de ver pero difícil de aplicar, y consta de tres ingredientes
básicos. Primero, hay que mejorar el capital humano, fundamentalmente mediante
la inversión en educación y en salud para la población; un estudio reciente del
FMI indica que si el número de años de educación superior que en promedio reciben
los guatemaltecos se elevara al nivel de los tres grandes países
latinoamericanos, el crecimiento económico de Guatemala sería 1.6% mayor al
actual.
Segundo, hay que aumentar el capital físico, tanto en
infraestructura pública como en inversión privada: el mismo estudio del FMI
indica que si la inversión nacional (medida como porcentaje del PIB) subiera
del actual 17% a un 25% (el promedio de los tres países latinoamericanos más
grandes), nuestro PIB crecería un 1.2% por encima del actual 3% anual. Y, tercero,
hay que mejorar las instituciones que cimenten mecanismos eficaces para la solución
de conflictos, protejan los derechos ciudadanos y fortalezcan es estado
democrático de derecho, todo ello sin descuidar otras áreas complementarias
como el mantenimiento de la estabilidad macroeconómica, la apertura al comercio
exterior (que tiene un demostrado impacto positivo sobre el crecimiento) o la promoción de las MiPyMEs (fundamental para
dar oportunidades a los sectores sociales menos favorecidos).
La aplicación de esta receta implica todo un esfuerzo
sistémico que requiere de mucha perseverancia y tiempo. Lamentablemente, por
más que queramos, no hay atajos. Las autoridades deben tenerlo claro y afinar
sus prioridades.
Ante todo, deben asumir el liderazgo para que la población no se
confunda con los argumentos confusos de quienes se oponen a las hidroeléctricas
y al mismo tiempo se oponen a la generación de energía contaminante; de quienes
se oponen a las transnacionales y, al mismo tiempo, se oponen a los empresarios
nacionales; de quienes se oponen a los tratados de libre comercio y al mismo
tiempo se oponen al proteccionismo de los países industrializados; de quienes
se oponen a legalizar el trabajo a tiempo parcial y, a la vez, protestan contra
el desempleo. No es nada fácil, pero es factible. Otros países lo han logrado.